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VIAJE MANIDO
Por: Frank Roque


Ese es el pueblo. Ha estado ahí por muchos años, entre esas dos masas montañosas rabiosamente verdes, y el valle de tierras paridas, actualmente cítricos, antiguamente cañas. Esa es la plaza, donde el rumor y los encuentros procuran asientos al pardear la tarde, al clarear el día. Ahí se sienta la historia amorosa, el beso furtivo, la intriga política, la libre borrachera, los sueños de riqueza, la vejez enlutada, el lustrador de zapatos, el humo de cigarrillo... Esa es la iglesia, en un ala de la plaza, pequeña y erguida, con un campanario sin el tañido metálico del tiempo. Lugar de confesiones, morada para el deseo de eternidad, comulgatorio de beatas y devotos... Esa es la casa, colmada de macetas floridas en el pequeño balcón, techo del amor entre José Nadera y Nereida con diez años de riguroso sexo y de inicio en la ternura núbil.

José Nadera salió de la casa y cruzó la calle con pasos decisivos con dirección a la plaza, llevaba puesta la camiseta blanca que tanto le gustaba vestir. No tardó diez minutos en llegar. Se sentó próximo a la glorieta en el banco que tantas veces antes Nereida lo esperó. “Estoy dispuesto a hacerlo”, pensó. Rastreó el entorno con la vista como quien busca algo perdido. Eran las siete de la noche. Media hora después llegó Rolando. Un apretón de manos medió entre los dos y dos frases lógicas se cruzaron. “Te estoy esperando desde hace rato” –fue la de José Nadera--. “No importa, estoy aquí” –dijo Rolando y se sentó en el banco. Habían estudiado juntos en la escuela primaria y habían emprendido muchas aventuras de bellaquerías en fiestas de bautismos y cumpleaños. Fue Rolando quien había puesto en brazos de José Nadera la timidez virginal de Nereida en aquella memorable gira a la playa de Palenque. “La muchacha está por ti –le había dicho –tienes que ir a la gira” Esa fue una de las muchas veces que lo metía en problemas. Tuvo que casarse con la muchacha seis meses después porque sobre la arena caliente y bajo el aire salitrado había dejado en ella, en su mínimo vientre, la razón de un goce nupcial malogrado. Rolando abrió un sobre blanco. “Vas o no vas” –dijo--. Mostró con discreción el contenido del sobre y luego lo guardó en el bolsillo derecho del pantalón. Tal como lo habían previsto se reunían en la plaza para ponerse de acuerdo y tomar la decisión final. José Nadera dudó por un momento y recordó a Tomás, a Blandino, a Marcos, el policía. Ellos habían tomado la decisión y hoy andaban en carros lujosos, vivían en casas envidiables. El mismo Marcos, que fue siempre tan “quedao”, tenía la mejor ferretería del pueblo. Rolando se puso de pie, se paseó uno, dos pasos y encendió un cigarrillo. Se ajusto la gorra de pelotero. “Mano, aquí no hay vida –dijo--. Mírame, me estoy poniendo viejo; tú también... y no tenemos nada. Uno vale por lo que tiene, mano. Esta es nuestra oportunidad.” José Nadera lo miró y pensó en el alquiler de la casa, en los diez años con Nereida y con los dos muchachos que comían más que una lima nueva. Vamos a casa—dijo- Tan pronto entraron por la puerta principal Rolando atinó a decir, como otras veces, que la galería era una selva con todos esos matojos colgados por donde quiera. Se sentaron en el comedor. Nereida y los niños estaban en la iglesia. La casa era de bloques a la altura de ventana y de madera y cobijada de zinc. Era confortable y fresca en su interior, decorada por Nereida que tenía unas manos prodigiosas para hacer de un mueble, un cuadro o una flor plástica el objeto preferido de sus amigas. Los objetos en los espacios de la casa parecían haber crecido en el lugar en que estaban, como salidos desde el suelo en un brote repentino. Rolando volvió a sacar de su bolsillo el sobre blanco conteniendo las dos libretas, tomó una de ellas y la pasó a José Nadera. “Son diez mil pesos por los dos—dijo recostándose hacía atrás en el asiento—Ese es el tuyo y este es el mío. Nos vamos pasado mañana.” Tenía que convencerlo. Él tenía el dinero que con seguridad se lo prestaría. Tenía que convencerlo antes que Nereida derrumbara el plan. Tres meses de gestación de la más importante empresa, la más riesgosa de las aventuras emprendidas, que sacaría a ambos de sus carencias, no la desintegraría una “caraja tan loca” que pretendía hacerse millonaria rifando relojes y pendientes en las oficinas públicas.

José Nadera examinó la libreta y se vio en una fotografía reciente, pero su nombre no era el suyo. Miró a Rolando inquisitivamente y no tuvo que preguntar para recibir respuesta a la interrogante que salió de sus ojos. “Ese eres tú cuando lleguemos allá—dijo Rolando—Yo también tengo un nombre nuevo. El dinero se paga cuando estemos en camino.” La decisión estaba tomada, aunque José Nadera no había categorizado el plan con un “está bien”, Rolando sabía, como quien espera saciar el hambre, que su receptivo amigo estaba decidido a emprender el viaje redentor. Acordaron el punto de encuentro. Luego se despidieron con el acostumbrado “tu estás loco” de José Nadera y el despistado “tú crías culebras entre esos matojos” de Rolando. Todo estaba preparado con cuidado, aunque con el temor de que el más pequeño detalle, un descuido, lo echara todo a rodar. José Nadera no era hombre, digamos supersticioso, pero en algunos momentos de su vida cuidaba tanto de las cosas que experimentaba la sensación de contrariarlas. Un día cuidó tanto el cierre de un negocio que cuando hubo de decidirse ya era demasiado tarde; otro le había tomado la iniciativa. “Esta tiene que ser mi oportunidad”, pensó.

El día de la partida, José Nadera, se levantó temprano y fue a la misa de las siete. Tenía una bien ganada imagen de cristiano, colaborador firme de la iglesia y las comunidades en cristo. Se encomendó al altísimo, pero cuando conversó con el padre Cambeiro, por primera vez en ocho años, no le confió sus planes. El padre lo miró como extrañado y le preguntó si iba de viaje. “Por qué, padre”—preguntó José Nadera--. El padre le dijo que algo extraño veía en su ropa, que estaba vestido como si fuera a viajar a un lugar lejano, pero que no le hiciera mucho caso porque había amanecido con una pituita insurrecta que no lo había dejado dormir. No había llovido en dos semanas y el día era radiante...

Radiante era la blancura del yate anclado como a cuatrocientas yardas de la orilla, se veía firmemente erguido con una gran inscripción desde la proa y el costado izquierdo: “La Marinera”. No conocía el lugar donde nos encontrábamos. La playa estaría totalmente desolada, de no estar nosotros, el botecito de la orilla y el gran yate allá, bañado por los rayos del sol amarillo. Rolando y yo, sentados en una roca agujereada por el tiempo y la intemperie vimos llegar al hombre vestido de verde olivo. Habíamos venido con él, desde la ciudad, en dos horas de recorrido por la gran autopista. Hablaba poco, solo respondía “sí” y “no” a las escasas preguntas que le hacíamos. Me causaba mucha risa ver la forma de la cabeza de aquel hombre, era como si se la hubieran aplastado con las dos manos hasta dejársela puntiaguda en la frente y la boca parecía a la de un pez en posición de succionar. Rolando me decía que no me riera, pero yo no podía aguantarme.

Llegamos al yate montados en el botecito y el hombre de olivo nos metió en una cabina estrecha. Allí había tres hombres más. Rolando me pidió el dinero y se lo pasó al hombre de olivo. Éste no lo contó, pero con un movimiento amanerado de las manos, se lo llevó al bolsillo izquierdo de la chaqueta, salió de la cabina y cerró la puerta. Entonces, nos sentamos en una banqueta pequeña que salía de la pared. Quedamos frente a los hombres quienes nos miraban sin decir nada. El olor del mar entraba allí traído por la brisa, a través de una ventanilla circular que giraba sobre su eje diametral y la tarde se hundía en el misterio de la prima noche haciendo más y más fría la cabina. Comencé a asustarme porque en aquella atmósfera enrarecida no brillaba espacio alguno para el optimismo, y en aquellos rostros, frente a nosotros, advertía el remordimiento, parecían estar envueltos en el desgano de la condena. Uno de ellos sacó una botella pequeña, bebió de ella y se la pasó a los otros dos. El último en beber nos ofreció diciendo: “estamos en la misma vaina.” Nos dijeron sus nombres uno por uno estrechándonos las manos, como quien alcanza una victoria de equipo. A seguidas se inició la contadera, hicimos la relación de nuestras circunstancias, volcamos la razón de estar allí preso de nuestras flaquezas, desafiando el destino o confirmándolo. Desnudamos nuestras mentes y en poco tiempo no había quedado retazo alguno de nuestras vidas sin relatar. Rolando lo dijo todo en un efluvio de recuerdos nunca antes confesados. Yo apenas hablé de los años de casado. Los tres hombres hablaron de su vida de infancia y después de cómo hicieron para conseguir el dinero del viaje. Sentimos cuando los motores se pusieron en marcha y el yate comenzó a deslizarse por el mar oscuro. Entonces dejamos de hablar para escuchar el golpeteo de las aguas rompiendo en la quilla del yate. Varios minutos después, el hombre de olivo abrió la puerta de la cabina y nos pasó cinco botellas plásticas conteniendo refresco. Todos bebimos casi al mismo tiempo. Nos miramos y soltamos las botellas. El refresco tenía un mal sabor. El hombre de olivo se estaba riendo. Yo lo veía. Quería moverme, pero mis músculos no me respondían. Vi caer a Rolando y a dos de los hombres. Un hilillo de sangre les salía por la nariz. Algo se me estaba desprendiendo dentro de mi cabeza y todo mi cuerpo ardió como si lo cubrieran las llamas de un incendio...
Ese es el cementerio. Ha estado ahí por muchos años entre los linderos de ese pueblo, actualmente grande, antiguamente chico. Esas son las tumbas, morada eterna de Rolando y José Nadera.

Texto agregado el 26-05-2003, y leído por 190 visitantes. (0 votos)


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