Ella sentía una atracción irresistible por él, lo imaginaba entre sus faldas, con la cabeza tumbada en el paraíso de sus piernas, con sus manos recorriendo cada laberinto de su cuerpo, con sus ojos mirando sobre el firmamento que dibujaban las curvas de sus senos.
Lo recordaba con la intensidad de su sonrisa ofrendada, la cuál desarmaba los misterios que habían dado origen a sus sufrimientos de infancia y a los afectos prestados, éstos, que miseria y hostilidad denotaban.
Escribía jeroglíficos del alma en las rudas palmas de su amado, que conformaban cada designio del destino que los vientos del sur soslayaban.
Ella buscaba el elixir del verdadero amor, retenía en sus ojos la palpitante luz de la esperanza, su corazón tenía intenciones de seguir sobreviviendo y de seguir ladrando hasta que le dieran las muelas, de arder hasta que el pescuezo le doliera. Ella no pensaba en rendirse ante una humanidad que veía por dejado de sus convicciones.
Ella había salido del peor infierno, había muerto en su interior para renacer sobre el polvo de su anterior vida, poseía la conciencia de lo que había sido y de lo que ya no sería, podría corromper su alma que ésta lo soportaría, conocía bien el lado oscuro del mundo para que nada la tomara por sorpresa, excepto el amor.
Él sembraría la claridad de tibios deseos en su pecho, él la llevaría por los senderos de las caricias al son de sus ganas y penetraría suave en sus labios, dejándole un sabor a tierra mojada y savia.
Juntos descubrirían el bosque de aromas silvestres y primitivos, donde aguardaban sus pasiones dormidas. Él la amaría y la recorrería como jamás lo había logrado en otros cuerpos femeninos, él se sumergiría en ella aún sabiendo que, esta dulce adicción, sería la ruina de su vida.
Todas sus certezas de quiénes habían sido, hasta entonces, se desvanecerían. |