Aquel éxitus que representó mi salida del pueblo, sólo lo fue de una manera testimonial, representativa, pero no por ello menos real que otro hacia el cementerio- que es lo que se quiere decir cuando se emplea tal terminología por el gremio médico para referirse a uno real.
Allí se quedó una pata coja. El pueblo estaba configurado para ser una de su pertenencia y función. Y, qué duda cabe, tal habría de ser mi papel. Testiga muda de los más varios himeneos mientras mi juventud se agostaba entre ceras y sotanas. Vamos, lo que se viene llamado vestidura de santos. A lo sumo de amante de segunda mano de algún casado emprendedor en esto de la materia sexual. Y digo ello porque aquella salida por la tangente no pasó desapercibida, ya que me reservaba no sé qué mano invisible el papel de ser la risa de la concurrencia, amantes, como son los de mi pueblo de las paradojas cómicas. Allí dejé descuadrado aquel balance de siglos y de arquetipos, pues conmigo no iban a contar para el puesto de meretriz barata- y sustituta de alguna más fea que yo, seguro. Meretriz por meretriz, me dirigí a Barcelona a hacerlo real, por ser yo- como dije-poco amante de las representaciones y de los simbolismos. Al principio fue duro. Pero luego tampoco es lo que parece. En este mundo ludopático- me refiero al nuestro- pronto se encaja- casi como una broma- esto de abrirse de patas por precio cierto. Qué importancia se le da visto de fuera, como nefando vicio ignominioso, mal ejemplo de la juventud, pecado más que venial y ejemplo del oprobio.
Además, lo compensaba con el reconcomo que imaginaba entre las gentes del lugarejo por aquella salida mía. Una heroína me sentía, vamos.