- ¿Otra vez de chisme mujer?
Dijo Salvador, o Chavita como ella le decía de cariño.
- ¿yo Chavita?, pero ¿cuándo da usted chance?
Fue la respuesta hilarante que Chabela, su mujer, le dio.
- Ay doña Isabel sino la conociera, pensaría que estoy chalado.
Dijo Chavita.
- Ja ja ja ja ja, loco no sé, pero chalado de amor por mí, espero que aún.
- Oiga, y ¿a qué viene ese tonito tan formal conmigo?
Y tomando su chal de la barda medio derruida, se le acercó.
- Nada mujer, ¿qué no puedo hacer alguna chanza de vez en cuando?
Sonriendo ambos, él la tomó de la mano, y con la que le quedó libre asió su cachava de chonta. No era tan viejo, pero tantos años de trabajo en su juventud en un chacuaco terminaron por avellanar sus años.
Cuando entraron, los leños de la vieja chimenea chisporroteaban, y en el gastado cazo de cobre chorreaba el guiso que de chicharrón de pescado y chalote había preparado su mujer. No tenían mucho, pero para ellos dos y su fiel chalan era más que suficiente.
Un chillido los hizo reaccionar, era chalan, un enjuto chucho sin pedigrí que un buen día se acercó a Chabela en el mercadillo y nunca más se le separó.
- Anda tú chalan que te pierdes la comida.
Dijo Chavita al abrir la puerta de tablones y dejar entrar al fiel can que meneaba la cola como saludo. Chamagoso como siempre, por el sudor y la tierra impregnada debido a sus cacerías constantes de todo tipo de roedores que pretendían afincarse en la chabola, se acercó obediente al plato que ya servido Chabela le puso en el piso, flanqueado por las sillas de sus amos, y gustoso de haber terminado su ardua “jornada”.
Al finalizar, tanto Chavita como chalan se acomodaron en sus respectivos lugares de descanso, uno, reclinado en una chaparra poltrona de madera deformada por los años, y que quizás justo por ello más confortable; el otro, echado sobre un seudo cojín hecho de sábanas y cobijas ya raídas, pero con todo el cariño y esmero que Chabela le puso al coserlo.
Ahí, junto a la chuchita que aún ardía entre los tizones, y al compás del murmullo de las chicharras, esperaban el humeante champurrado de agua que Chabela les había preparado.
Lo precario de sus condiciones nunca mermó su felicidad, ni siquiera la chaucha que cada mes se les entrega desde hace ya tanto tiempo. -Los lujos son para los inconformes- solían decir.
Con tantos años juntos, ya habían vivido lo suficiente, pero parece que nunca tan felices como el aquel lugar.
Ah!, se me olvidaba, el lugar al que me refiero y en el que se ha desarrollado esta pintoresca escena, día tras día, tarde tras tarde, desde hace más de treinta años, son las Islas Marías, un archipiélago mexicano ubicado en el océano pacífico que alberga una chirona que funciona desde 1905 y que actualmente solo acepta chorros de poca monta que, junto con sus familias, vienen a vivir en pequeñas chabolas de las cuales, las más antiguas, se identifican con una letra, la que en el relato corresponde a la “CH”. Se les asigno esa nomenclatura debido a que antes de 1994 la “CH” era considerada una letra más del abecedario y no un dígrafo como en la actualidad.
Nuestros personajes, quizás reales, quizás no, son unos de tantos “colonos” que habitan la Isla Madre, la principal del archipiélago, y que desventuradamente les tocó formar parte de esta historia, o mejor dicho, de su historia. Claro que solo uno de ellos fue reo, pero el otro, al no poder aceptar la separación, migró a aquel lugar, y así fue como juntos llegaron a vivir a la Chabola de la letra “CH”.
Ailed Zull Zayhev ©
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