CAPITULO 1.- CRISTAL
El ambiente de la sala era tenso. No era la primera vez que Cristal pisaba los áridos, helados y escalofriantes suelos de la dirección. No dejaba de morderse las uñas y jugar con su estrictamente peinada trenza. Apenas un día antes había estado ahí dentro por razones similares y nuevamente la incertidumbre de su futuro le arañaba las tripas de miedo.
A su lado derecho estaba César, un niño de diez años más bien chaparro, pelirrojo y chimuelo, quien llegó ahí por golpear deliberadamente a una niña menor en la cara con una pelota. A su lado izquierdo estaba El Gran Adonaí de primer año, quien con solo seis años de edad ya era casi del tamaño de la directora. Él estaba ahí, por golpear al maestro con la escoba. Al lado de Adonaí estaba Itsani, una niña flacucha y enclenque de sexto año que usaba su larga cabellera negra para esconder la mitad de su rostro y, aunque nadie lo creyera, ella estaba ahí por hacer llorar (nadie sabe cómo) en repetidas ocasiones al Gran Isaac, el niño más fuerte y temible de la escuela.
Poco después se agregó Norberto “Bertín” de tercer año, otro visitante cotidiano de la directora. Él acababa de ponchar las llantas a todas las bicicletas del estacionamiento. Carmen, de quinto, se anexó después por tirarle las tortas a medio grupo de tercer año. Hasta el final llegó Lorenzo “Lencho”, un niño de segundo grado que todos los días rompe las tareas de sus compañeros. Ya no faltaba ninguno.
Entre todos los niños de la dirección ya se conocían. Cristal también ya conocía a todos y sabía, sin saberlo, los motivos por los que estaban en la dirección y eso le daba un poco de vergüenza, le hacía sentir una mala persona y eso no le agradaba. Cristal era la niña nueva de cuarto grado, tenía apenas veinte días de llegar a la escuela y tenía también veinte días seguidos de caer en la dirección, por las mismas razones. Su historial de reportes era el siguiente: romper veinte vasos de vidrio de la cafetería; romper tres ventanas del salón de artes; romper los anteojos de Luis, su compañero; romper dos pantallas de computadora del salón de informática y también la del celular del maestro Carlos; en fin, Cristal se ganó en poco tiempo el apodo de Cristal, “La Cristalera”.
A Cristal le apenaba ser llamada así, porque, aunque nadie le creyera, ella nunca quiso romper ningún vidrio, ningún vaso, ningún plato, ni mucho menos los anteojos de Luis, aunque Luis le cayera mal por creerse en el niño más inteligente de la escuela.
La Directora Páez le tenía un poco de fe a Cristal. Pudo llegar a creer que en verdad se trataban de accidente reales, pero lo último era increíble e imperdonable. La razón por la que Cristal estaba llegaba a la dirección ese día fue por romper las peceras del salón de Ciencias que contenían a Filemón y a Pancracio, dos peces escoba que habían sido rescatados del techo del salón de matemáticas, después de una intensa tormenta.
A Cristal le atormentaba el asunto, se sentía la peor pececida de la historia de la humanidad y eso le quitaba las ganas de pensar en cualquier otra cosa. En cambio, sus compañeros de castigo no parecían estar igual de afectados, al contrario, parecía que les alegraba reunirse siempre en la dirección para jugar. César improvisó una pelota con el suéter de Carmen y empezaron a lanzarla entre ellos. Debido a la gran experiencia y a la cotidianeidad del asunto sabían exactamente el tiempo que la Directora Páez tardaría en entrar por fin a la dirección a darles el aburrido sermón de siempre, así que jugaron con la misma determinación de todos los días, sin preocuparse a ser descubiertos. Como también conocían cada espacio, cada rincón y cada milímetro de la dirección, sabían con qué fuerza y en qué trayectoria lanzarse el suéter entre ellos para no tirar nada, romper algo o hacer algún escándalo.
Cristal no quería ni observar. No aguantaba pensar que sus compañeros de castigo no podían sentir culpa por las cosas que hacían y se llevó las manos al rostro un momento, llenó sus pulmones de aire, y dando un brinco estrepitoso se puso de pie, tiró de sus cabellos y gritó:
-¡Ya basta! ¡Niños maleducados!
Todos los niños se detuvieron en seco, era la primera vez que oían la voz de “La Cristalera” y casi la primera vez que notaban su presencia. Cristal dijo algo de que eran insoportables, malcriados, insensatos, invisibles, casi impermeables y un poco codificados. Nadie le entendió
Lorenzo “Lencho”, en un imprevisible afán de zafarse de los discursos de Cristal, le lanzó el suéter hecho bola en la cara. Los niños rieron, pero no demasiado, sabían que no era prudente reír tan alborotadamente en la dirección. Mientras, Cristal levantaba el suéter, lo tomaba y lo arrojaba devuelta hacia la cara de Bertín. Cristal nunca ha sido conocida por su buena puntería y, gracias a ello, Bertín no tuvo necesidad de moverse para evitar el golpe, pues el suéter pasó demasiado lejos de él, tomó una dirección muy extraña, como que subía y bajaba y como que giraba a la derecha pero también a la izquierda, daba curva y se iba derecho rebotando en cuanto objeto pudiera: los marcos con las fotografías de los campeonatos que el equipo de futbol había ganado, la vitrina de los trofeos, la taza de café con adornos de gatitos que le habían regalado a la Directora Páez, una estatua miniatura de cerámica de Jhon Plantreck, el famoso inventor de la máquina para hacer ideas, y la preciada colección de animalitos de vidrio sensible de la India que le acababan de regalar a la Directora por su pasado cumpleaños y que ella misma había colocado en un bonito estante sobre su escritorio.
¡Traaaaash! Oyeron todos, incluyendo a Cristal cuando cayeron al suelo, una a una, todas esas cosas donde había rebotado el suéter. El suelo se cubrió de trofeos partidos a la mitad, animales cruelmente despedazados y la orilla de la taza de café hecha añicos. Era la máxima marca de Cristal, quien en ese momento dejaba sus ojos lo más abiertos que podía y tapaba el espanto que sentía mordiéndose sus uñas a más no poder, como esperando que eso compusiera algo.
Aún el suéter no terminaba de caer cuando se abrió la puerta de la dirección dejando ver la gran figura de la Directora Páez, con su regla de madera en la mano derecha y una libreta en la mano izquierda. Todos los niños asombrados contemplaban la escena, excepto Cristal a quien no le cabía el terror en su cuerpo de diez años. La Directora Páez no dudo ni un momento más. Sus sospechas llegaban a una conclusión.
A Cristal la suspendieron por un mes. Era claro, al menos por lo que vio la directora, que le encantaba romper vidrios.
 
CAPITULO 2.-LA BANDA
Cuando acabó el sermón y todo ese papeleo que hizo la directora, los niños se fueron a sus casas. Era curioso que todos vivieran tan cerca de la escuela. César, que era el más hablador comenzó el tema de conversación en cuanto pusieron un pie afuera:
-¡Estuvo increíble lo que hiciste, Cristalera! Nadie se había atrevido a hacer eso nunca, mucho menos en la dirección. Gracias a ti la directora se apiadó de nosotros. Sólo nos puso como castigo puras planas. Y yo no los haré.
Cristal, con el rostro enrojecido, no dijo nada, cubrió su mochila con sus brazos para contener sus ganas inmensas de llorar. Trató de acelerar sus pasos para dejar atrás al grupo de niños castigados y dejar de oír sus abrumadoras pláticas.
–¿Viste como rebotó ese suéter? Nunca había visto que alguien pudiera hacer eso ¡Vaya que tienes talento para esto, Cristalera! –añadió El Gran Adonaí.
–La directora Paez nunca ha suspendido a nadie en esta escuela, mucho menos un mes –dijo Norberto–, pero tu rompiste varios de sus objetos preciados. ¡Vaya!
–¡Viva la Cristalera! –gritó Lorenzo.
–¡Viva! –gritaron los demás.
Cristal no podía sentir orgullo de eso. Desde pequeña le perseguía la curiosa distinción de romper casi todas las cosas de vidrio que tuviera al alcance. A veces solo le bastaba con tocar para hacer añicos cualquier objeto de cristal. Por eso se cambiaron de ciudad. Rompió todos los vidrios de su antigua escuela, las ventanas de varios vecinos, los espejos de la tienda de espejos e incluso las canicas de sus amigos quienes ya no la invitaban a sus casas por temor a que rompiera algo o incluso que los llegara a lastimar. Y ahora, las únicas personas que se sentían cómodos con su presencia eran los niños con peores historiales de la escuela. Eso le daba mucha vergüenza.
–Cristalera, –dijo Carmen– considéranos tus admiradores.
–Nadie de nosotros se había atrevido a hacer semejante cosa y menos con tan elegante y sofisticado método –añadió la delgada Itsani.
Todos los niños siguieron a Cristal un buen tramo de camino. No paraban de alabarla, echarle porras y hablar de su gran hazaña. Cristal seguía con la misma vergüenza y por eso solo pensaba en llegar a casa.
De pronto Adonaí, el más joven del grupo pero el más alto, se puso enfrente de todos y dijo:
–Crital, hemos visto tu talento y queremos que te unas a nuestro equipo.
Cristal sollozó, lo que menos quería en ese momento era saber algo más de ellos.
–Si, Cristal, sabemos que parece que somos los chicos problemáticos de la escuela, pero no es así. No lo somos en absoluto –añadió Carmen.
Cristal conocía los antecedentes de todos: golpear niños, hacerlos llorar, tirar tortas, jalar trenzas, pegarle a los maestros…
–De hecho somos lo contrario –dijo César.
–No hacemos lo que hacemos solo por hacerlo. Mucho menos por que sea gracioso o divertido. Al contrario, lo consideramos un deber como ciudadanos. Es toda una responsabilidad –dijo el gran Adonaí.
Cristal sentía que intentaban burlarse de ella pero no dijo nada.
–Supongo que no nos crees –dijo Itsani
Cristal dio a entender que, justamente, eso sucedía.
–Te lo explico, Cristal –dijo Norberto–, los maestros suelen exagerar lo que los niños hacemos, bueno, todos los adultos. Si le pegamos a alguien, dicen que lo hicimos con brutalidad policiaca y fuerza desmedida. Si rompemos algo dicen que lo hicimos adrede y que incluso nos burlamos… En fin, eso ha traído problemas a nuestra causa. Sí, es verdad, César le pegó a una niña hoy, pero no fue como le dijeron a la directora. No fue a una niña menor sino a Susana una niña de sexto y es la que pellizca a los niños y niñas de tercero sin razón alguna. Como es la sobrina del maestro de música, obviamente, cuando César intentó hacer justicia ningún maestro le creyó.
A Cristal todo eso le parecía una mentira sumamente elaborada, pero también una muy buena historia que escuchar.
–Adonaí sí le pegó al maestro, pero porque traía en el hombro una espantosa araña y quería quitársela, quizá no fue la mejor forma de hacerlo, pero quería hacer algo bueno. Itsani hizo llorar al Gran Isaac porque se lo merecía, pues él había estado burlándose de la gran verruga que le salió a la mamá de Joaquín. Carmen les tiró las tortas a tres niños que se la darían a nuestro Firulais, esas tortas tenían polvos picapica y esos mocosos querían ver a Firu sufrir un rato. Lorenzo rompió la tarea de los niños que siempre la roban al pequeño Daniel para copiarle y hacer trampa. Por último yo ponché las llantas de Carlos, Bruno y Damián, los niños de sexto, por pintarle la cara con plumones a Josecito, de primer año.
–Sí, eso pasó, y como los maestros nunca nos hacen caso, decidimos hacer justicia por nosotros. Es una forma de encontrar el equilibrio en el universo–añadió Lorenzo.
Cristal no había creído absolutamente nada de lo que le habían dicho, pero quedó intrigada por la historia. No conocía a ningún niño de los que mencionó Norberto, y sintió que, de ser más nueva en la escuela e ilusa en la vida, hubiera creído tan descabellados pretextos.
–Nosotros nos encargamos de hacer un poco de justicia –dijo Itsani.
–Hacemos pagar a los niños sólo por maldades pequeñas, para delitos más grandes está la policía –agregó Lorenzo muy seriamente.
–En la escuela no entienden nuestra forma de actuar y creo que nunca o harán. Es mejor que sea así –dijo Adonaí.
César dijo:
–Hubo una vez un niño llamado Rubén que siempre daba de zapes a los demás cuando no lo veían. A todo el mundo le caía gordo, pero nadie se atrevía a hacer algo. Era sobrino del director anterior y gozaba de gran inmunidad. ¡Nadie lo toleraba!
–Logró calmarse hasta que César le dio un pelotazo en la cara –dijo Lencho–, desde ese momento Rubén fue amigo de todos.
–Entonces decidí crear este grupo –dijo César–, Cada uno de nosotros es una especie de justiciero que calma a los niños antes de que se salgan de control.
–Eso nos ha costado tener una mala fama, pero no importa, ¡Todo sea por el nombre de la justicia! –dijo Bertín.
Cristal ya empezaba a creer lo que decían los niños. La directora Paez alguna vez le había dicho que con César y Norberto no se podía hablar porque siempre pellizcaban todo el mundo. Ahora comprobaba que eso era falso pues ningún momento ninguno de los dos intento pellizcar a nadie.
–Cristal, queremos que te nos unas –dijo Adonaí.
–¿Pero yo por qué? –preguntó Cristal intrigada y asustada por semejante proposición. A ella no le agradaba eso de entrar todos los días en la dirección y sabía que si aceptaba unirse a ellos era un riesgo inminente tener todos los días un castigo, aunque fuera verdad o mentira todo lo que le habían dicho. Lencho le explicó:
–Desde hace un mes tres chamacos de secundaria han estado haciendo bromas en el pueblo por la tardes. Llevan lámparas de mano gigantes y ultra potentes que apuntan a la cara de cualquier persona que pasa y huyen. Las personas quedan cegadas por dos o más días, por lo que no pueden trabajar, ir a la escuela, ni leer los diarios ni nada. Tú, Cristal “La Cistalera”, ya te has hecho fama de poder romper cualquier cosa de vidrio que se te ponga enfrente. Te necesitamos para romper esas poderosas lámparas y librar al pueblo de esos chamacos horribles, ya que nadie ha podido hacerlo, y todo aquel que lo intenta queda cegado por un buen tiempo.
Cristal no entendía aún, pensaba que se trataba de una mentira o un juego de los mismos niños. Sin darse cuenta se había gastado dos horas en la dirección y en la calle con sus compañeros de castigo. Seguramente su mamá la regañaría por llegar tan tarde. Estaban a menos de diez metros de su casa cuando escucharon a sus espaldas unos chiflidos muy peculiares. Lorenzo y Carmen voltearon inmediatamente y luego pegaron un alarido en el cielo. El Gran Adonaí gritó:
– ¡No miren!, ¡Son esos chamacos!
Cristal, César, Itsani, y Bertín se cubrieron inmediatamente la cara. Apenas alcanzaron a ver, entre el destello, las figuras de los chamacos de secundaria.
–¡Ja, Ja, Ja!, ¡Somos la banda de los Alumbradores y han quedado ciegos! ¡Ja, Ja, Ja! –rieron los chamacos de secundaria antes de huir.
Cuando Los Alumbradores se habían, Cristal observó cómo los ojos de Lorenzo y Carmen quedaban en blanco totalmente y como ambos niños lloraban de desesperación al no poder ver nada. Eran las primeras bajas en combate. Fueron llevados a sus casas por los demás. César y Adonaí volvieron a insistir a Cristal que se uniera porque, ahora sí, su nación se lo pedía. Ella se quedó un rato más en la acera, pensando qué hacer. Ahora no tenía razones para no creer en lo que los niños decían ni tampoco para no hacer nada al respecto.
 
CAPITULO 3.-LA BATALLA
Cuando la mamá de Cristal supo de la suspensión no le sorprendió para nada. Estaba segura que tarde o temprano eso tenía que suceder pues conocía la habilidad de su hija a la perfección y sabía que la habría de meter en problemas en cualquier momento.
Cristal no le contó nada sobre sus compañeros de castigo ni sobre Los Alumbradores. Estuvo un rato pensando en la propuesta que le habían hecho y si debía aceptarla o no.
Cristal pensaba: toda la vida le habían dicho “La Rompevidrios” y siempre le molestó que la conocieran más por ese apodo que por otras cosas. A nadie le importaba lo bien que dibujaba o lo bien que nadaba, nadie le decía “La Nadadora” o “La Gran Dibujante”. No. A ella le decían “Rompevidrios”, como si su nombre le trajera mal augurio.
Ahora, en esta nueva colonia, alguien encontraba algo de bueno en su característica de romper cristales. Le decían que ahora eso, que ella consideraba una maldición, era un talento y que podría ser utilizado para hacer justicia y detener a Los Alumbradores.
Recordó a Lencho y a Carmen y sus ojos blancos que quedaron cegados por las lámparas ultra potentes de los chamacos de secundaria. Sintió miedo ¿Qué haría ella si perdiera la visión? ¿Cómo dibujaría? ¿Qué haría si su papá o su mamá quedaran ciegos por las bromas de Los Alumbradores? No quería ni imaginarlo.
Fue hasta las seis de la tarde, ya casi anocheciendo, cuando llegó su papá. Puso sus maletas y sus cosas de arquitecto sobre el sillón y le dio un gran abrazo a Cristal. Don Sergio, el papá, olvidó quitarse los anteojos como lo hace siempre antes de abrazar a su hija. Cristal, al cubrir el cuello de su papá con sus brazos tiró accidentalmente sus lentes al suelo y los rompió. Cristal se sintió muy triste, pero su papá trató de hacer como si nada hubiera pasado.
Don Sergio y Doña Camila fueron a la tienda por pegamento. Cristal se quedó sentada en el sofá esperando y continuó pensando. De repente una luz intensa entró ligeramente por una de las cortinas. Se escucharon risas y gritos de ayuda. Cristal se asomó por la ventana y vio a Los Alumbradores huir rápidamente y sus papás cubriéndose la cara con las manos. Se temió lo peor y comenzó a morderse las uñas, otra vez
Inmediatamente salió a ayudarlos a entrar a la casa y los sentó en el sillón. Vio como sus pupilas se hacían pequeñas y pequeñas hasta desaparecer. Habían sido cegados por los chamacos de secundaria. Tomó el teléfono queriendo llamar a la policía y cuando marcó y contó lo que había sucedido, se sorprendió al escuchar la voz del agente, con quien hablaba, decirle que todo el departamento de policía había sido cegado por Los Alumbradores.
Cristal no sabía qué hacer, más que comerse las uñas. Tampoco sus papás estaban totalmente atónitos. Tocaron el timbre.
–¡Cristal, por favor, ábrenos! ¡Somos nosotros! –escuchó Cristal la voz de César. Los dejó pasar.
–Cristal, te traemos muy malas noticias. El doctor Arteaga revisó a Lencho y a Carmen y dice que no recuperarán la vista hasta dentro de cuatro días… Además la banda de los Alumbradores está desatada. Atacaron a la Directora Páez, también.
–Te necesitamos, Cristal, mi hermana mayor también ya fue cegada –dijo El Gran Adonaí.
–Y mis abuelitos –dijo Itsani
–Y mis tíos y mi perro –dijo Bertín
–¡También atacaron al departamento de Policía! Si esto continúa así todo el pueblo quedará ciego.
Cristal les contó que también sus papás habían quedado cegados por las lámparas ultra potentes de Los Alumbradores. Don Sergio y Doña Camila escucharon todo lo que decían los niños. No podían creer que a tantas personas les había sucedido lo mismo.
–¡Te necesitamos, Cristal! –dijeron todos, preocupados.
Cristal nuevamente mordía sus uñas. Le daba miedo aceptar esta misión, pero le motivaba el coraje de ver a sus papás cegados por los chamacos de secundaria. Tras pensarlo unos segundos aceptó. Todos festejaron, incluidos Don Sergio y doña Camila, que también sabían que este trabajo lo podía solucionar solamente su hija.
–Nadie sabe a quién más atacarán Los Alumbradores, pero es claro que debemos detenerlos hoy mismo –dijo César.
Todos contestaron con un ¡Sí! Gigante.
–¡Vamos a buscarlos inmediatamente! –dijo Itsani.
–¡Teniendo a La Cristalera de nuestro lado, seguro los detenemos! –dijo El Gran Adonaí.
Cristal no dejaba de comerse las uñas hasta ese momento. Empuñó las manos, haló un poco de aire y dijo en voz alta:
–¡No me llamen Cristalera! ¡Yo soy la Rompevidrios!
Doña Camila les dijo que podían tomar las frutas del frutero y las tortas que estaban encima de la mesa para no ir a enfrentar a esos chamacos con la panza vacía. Todos comieron muy rápidamente, cada uno se puso una enorme chamarra de Don Sergio que Cristal les dio para el frio y salieron impacientes hacia la plaza del pueblo.
Ninguno de ellos sabía quiénes eran Los Alumbradores, solamente que eran estudiantes de secundaria que les gustaba hacer bromas pesadas a la gente. Primero habían decidido romper las ventanas de media colonia, luego teñir a los perros y gatos con pintura azul, después arrojar globos llenos de pintura hacia las casas. Ahora estaban en su punto cumbre, estaban dejando ciega a media población y alguien debía detenerlos.
Cuando llegaron los niños a la plaza tuvieron el plan de César muy claro: esperarían a Los Alumbradores en el centro de la plaza, entre el kiosco y El Viejo Álamo, para que Cristal les rompiera sus focos y por fin pudieran detenerlos. Como comenzaba a hacer frío todos se habían puesto las grandes chamarras de Don Sergio, las capuchas les daban un toque sombrío y misterioso a cada uno de los niños y dejaban su rostro totalmente oculto a toda mirada humana.
Los niños se cubrieron las espaldas entre ellos, Itsani cubría el ala Este, El Gran Adonaí el ala oeste, César el sur y Bertín el norte. Cristal estaba en el centro.
No había pasado una hora cuando sintieron la presencia de Los Alumbradores.
–Están enfrente de mí –dijo con espanto Adonaí.
–También enfrente de mí –respondió Itsani.
–Y de mi –dijo Bertín.
–Y de mí también –concluyó César.
La verdad es que no solo era un grupo de Alumbradores, sino que, debido a la fama que ya tenían entre los chamacos de secundaria, ahora eran cuatro grupos de tres integrantes cada uno y con su respectiva lámpara ultra potente para cada equipo.
Los niños permanecieron en la misma posición. Cristal no sabía qué hacer, César le había dado una canica para usarla en contra de los chamacos de secundaria, pero era obvio que con una sola no podría vencer a los cuatro grupos, por talentosa que fuera para romper cristales. Para colmo al empuñar la canica ésta se cayó y se quebró en mil trescientos cuarenta y dos pedazos.
–¡Ja, Ja, Ja!, ¡Somos la banda de los Alumbradores y quedarán ciegos! ¡Ja, Ja, Ja! –Dijo el más alto y gordo del grupo.
Los Alumbradores, que usaban anteojos anti luz ultra potente, encendieron sus potentes lámparas por unos segundos. Todos escucharon un leve pero insistente zumbido que los aturdió un poco pero continuaron en pie.
El chamaco gordo vio que ninguno de los niños cayó cegado y por ello dio la orden de volver a encender sus lámparas.
César, Itsani, Adonaí y Norberto, usando las capuchas de la chamarra y unas vendas gruesas para los ojos, esperaban que Cristal hiciera su magia y rompiera las lámparas de una buena vez.
Mientras Cristal ya no sabía qué hacer, su arma, la canica, ya había sido descartada por ella misma. Se puso nerviosa, pero esta vez no se mordió las uñas sino que empezó a zapatear.
–¡Pónganle a esas lámparas su máxima potencia! –gritó el chamaco gordo, al parecer, el líder de Los Alumbradores.
Las lámparas alumbraron tanto que los niños sintieron que su piel se comenzaba a calentar.
–¡Cristal! –gritó César.
Cristal en ese momento ya no lo pensó más. Se agachó y se quitó el zapato. Lo lanzó hacia donde pudo y como pudo. La venda que tenía en sus ojos no le ayudó más que a protegerse de la luz ultra potente. Los alumbradores vieron, con sus gafas especiales que el zapato de Cristal salió hacia arriba, pegó con una rama de El Viejo Álamo; ésta se rompió y cayó al suelo partiéndose a la mitad. Cada mitad de la rama fue a dar contra el foco de la lámpara ultra potente del ala norte y la del ala sur. Ambos focos se reventaron en el acto. El zapato continuó su viaje y cayó al suelo justo donde había una par de piedrecillas de colores. Por alguna extraña ley física que aún no se estudia, las piedrecillas salieron por los aires impulsadas por el zapato de Cristal y fueron a dar en los focos del ala este y oeste que también reventaron en setecientos treinta y dos pedazos cada uno. El zapato siguió su viaje hasta volver a unos centímetros del pie descalzo de Cristal. Todo esto pasó en menos de cinco segundos.
Los Alumbradores quedaron absortos ante tal movimiento de Cristal, La Rompevidrios. Fue en ese momento que César, Itsani, Adonaí y Bertín, se quitaron las vendas de los ojos y apuntaron hacia la cara de los chamacos de secundaria con pelotas de tenis que guardaban debajo de las inmensas chamarras de Don Sergio. Todos los pelotazos dieron justo en los rostros de Los Alumbradores.
Los chamacos de secundaria, con los rostros hinchados por tantos pelotazos, quedaron rendidos en el suelo implorando piedad. Fue entonces que los niños llamaron al Director Gómez, el de la secundaria, quien se los llevó a cada uno con un fuerte tirón de orejas.
A las nueve de la noche el pueblo estaba libre de los Alumbradores, sin embargo, aún media población estaba ciega.
 
CAPITULO 3.-LOS PATRULLEROS.
Esa misma noche los cinco niños, Itsani, Adonaí, Bertín, César y Cristal festejaron como nunca, bebieron malteadas de chocolate que el Doctor Arteaga les invitó. Era el máximo logro del grupo y se lo debían en mayor parte a Cristal, la nueva integrante. Tanto fue su júbilo por ello, que al grupo decidieron llamarlo “Los Rompevidrios” que, aunque no se dedicarían a romper vidrios, era una forma de honrar su gran triunfo.
No olvidaron a Lencho ni a Carmen, que, aunque no habían sido partícipes de la gran victoria eran grandes amigos y muy buenos integrantes del equipo.
Toda la noche los niños acompañaron al doctor Arteaga, el papá de Lencho, a visitar a las personas que habían sido cegadas por los alumbradores. Don Pancho, el taquero y su familia, la mayoría de maestros, El Diputado Gómez y sus tres hijos, quince de los veinte doctores del hospital, la comisaría entera... ¡La mitad exacta de la colonia! Al final el Doctor Arteaga les dijo que la gente afectada volvería a ver completamente en tres o cuatro días, por lo mientras tenían que evitar salir y, de preferencia descansar en el sofá más cómodo de su casa. Además les recomendó a todos aplicarse en los ojos dos gotitas del rocío que aparece en la mañana sobre las plantas, principalmente las bugambilias o sobre las rosas amarillas.
–Cuando el cielo aplica rocío en las plantas, inminentemente el sol aparece, aunque tarde un poquito, e incluso si está nublado –les dijo a todos el doctor Arteaga.
A las cinco de la mañana los cinco niños ya habían recolectado el suficiente rocío fresco para todos los afectados. Le aplicaron las gotas a todos, incluso a los que no habían sido cegados por Los Alumbradores, por si las moscas.
A todos los que visitaron esa noche y esa madrugada, El Gran Adonaí contó la gran hazaña con su característica exageración. Aun así, la gente agradecía a Los Rompevidrios haber roto los focos de las lámparas ultra potentes de los chamacos de secundaria.
–No cabe duda, que ustedes son unos verdaderos héroes –les dijeron en todas las casas.
A las diez de la mañana y sin haber dormido César planteó un nuevo problema:
–Media colonia está ciega gracias a Los Alumbradores. Así como ellos ¿No podría alguien más aprovechar esta situación para jugar bromas más pesadas aún?
Los Rompevidrios decidieron nombrarse ellos mismos patrulleros provisionales. Creyeron que a nadie les molestaría dicho nombramiento, y en efecto, las personas que escucharon la noticia se alegraron de saber que tenían como patrulleros a chicos muy comprometidos con cuidar al pueblo, ya habían demostrado su valor ante Los Alumbradores y no había porqué desconfiar de ellos.
Mientras el pueblo descansaba para recuperar la vista. Los Patrulleros Rompevidrios hacían su labor social. Cargando las pelotas con las que detuvieron a Los Alumbradores, unas sogas y alguna que otra resortera, dieron vueltas alrededor de la escuela, que suspendió clases por que la mitad de maestros y la mitad de niños fueron cegados; pasaron por la comisaría, doblaron por la casa del maestro de música, comieron tortas gratis en la tortería de Doña Lupita… Así estuvieron todo el día. No hubo ningún incidente y nadie a quien se le ocurriera hacer alguna maldad. Así que cuando cayó el sol, ya agotados de montar guardia, caminar y sin haber dormido la noche anterior, Los Rompevidrios fueron a descansar a sus respectivas casas, para continuar con el patrullaje a la mañana siguiente, esperando que continuara así hasta que el pueblo recuperara la vista.
Fue hasta que a las ocho en punto del nuevo día que se escucharon unos gritos justo afuera de la casa donde degustaban deliciosa fruta picada en casa de Cristal. Habían llegado muy temprano para empezar con sus labores
–¡Atrápenlo! ¡Atrápenlo! –aullaba un hombre– ¡Ese chamaco me ha robado mis pertenencias.
Los Rompevidrios salieron al instante. Lograron detectar al Gran Isaac que corría rápidamente con una bolsa de papel en la mano derecha.
–Ese niño se ha aprovechado que estoy cegado –dijo el hombre que más bien era un anciano que, por cierto, ninguno de Los Rompevidrios había visto nunca.
César e Itsani emprendieron la corretiza. Ambos eran los más veloces de la escuela, aunque nadie lo supiera. Tras ellos corrían Bertín y Adonaí, los que tenían mejor puntería. Cristal se quedó hasta atrás, persiguiendo a todos. Ahora su habilidad de romper cristales no era tan necesaria.
Corretearon al Gran Isaac por una, dos, tres, diez cuadras seguidas hasta que Isaac, saltó una pequeña valla y entró en una casa vieja. Era la temida Gran Casa Oscura, el único lugar del pueblo al que todos evitaban entrar, y del que nadie quería oír. Muchos señores decían que esa casa estaba embrujada, que oían voces en su interior y ruidos muy extraños en las noches. Los Rompevidrios se detuvieron justo a fuera, junto a la pequeña valla. Vieron al Gran Isaac asomarse por la ventana del segundo piso, abrir y gritar:
–¡Si quieren las cosas del anciano tendrán que venir por ellas! ¡Eso te pasa por hacerme chillar, mugrosa Itsani! ¡Nadie se burla del Gran Isaac! ¡Ja, ja, ja! –dijo y puso la bolsa de papel cerca de la ventana, visible para todos.
–El chamaco salió por la puerta trasera de la Gran Casa Oscura –dijo con la respiración cansada el anciano cuando por fin los alcanzó– Tienen que ayudarme, muchachos, eso que me robó el muchito no es más que una botella de vidrio en las que guardo los últimos poemas que escribió mi padre antes de morir. Iba a la casa de La Rompevidrios para que ayudara a sacarlos y poder leerlos ¡Son muy valiosos para mí!
Los Rompevidrios discutieron un rato pues nadie quería entrar a la vieja casona a rescatar los poemas. No querían averiguar si la casa estaba embrujada o no. La casa en sí daba terror, parecía como si de repente algo malo o feo saldría de ella, quizá un fantasma o un monstruo, o una polilla ¡A Itsani le aterraban las polillas!
Adonaí dijo que él era el más joven, por consecuencia el más inexperto para un trabajo así. Bertín argumentó lo mismo. Itsani se refugió en su terror a las polillas. A pesar de no querer aceptar la misión por el terror que les sembraba la Casa Oscura, tampoco nadie quería obligar a César ni a Camila. Pese a que ambos carecían de argumento para no hacerlo, ninguno de los otros niños quería que uno de sus amigos pusiera su vida en riesgo.
César, cuya principal habilidad era hacer planes, ideó uno que todos Los Rompevidrios aceptaron inmediatamente pues no contemplaba a nadie dentro de la Gran Casa Oscura. La idea era sencilla: Cristal rompería el vidrio de la ventana donde estaba puesta la bolsa de papel. Bertín lazaría con una cuerda la bolsa de papel e Itsani, Adonaí y él estaría listos para atraparla para que no cayera al suelo y se rompiera la botella.
Todo se puso en marcha pero hubo un extraño inconveniente: ahora Cristal no podía romper el vidrio por más que lanzaba con fuerza una de las pelotas, no pasaba ni cerca de su objetivo. Lo intentó desesperadamente ochenta y cinco veces y nada. Utilizó incluso la resortera, pero nada. Las pocas veces que atinaba el proyectil solo rebotaba hacia otra parte. Incluso todos lo intentaron, pero nada.
Su brazo se cansó en el intento ochenta y seis.
–No creo poder. No entiendo lo que sucede, ahora que necesito romper un vidrio no puedo –dijo Cristal entristecida, con la mirada hacia el suelo y retirándose de sus amigos un poco para que no notaran que quería llorar. Pateó un pequeño palito que estaba cerca de ella. El palito salió volando, golpeó contra las hojas de una bugambilia que estaba cerca y donde se ocultaba un gato blanco. El gato dio un brinco de susto que también asustó a todos, pero principalmente a Cristal quien dejó caer una pelota de las que lanzaba hacia la ventana. La pelota dio un bote extraño, fue a rebotar a un poste, luego a otro y a otro, hasta que rompió cinco focos del alumbrado público exactamente y por último fue a dar a la ventana donde se asomaba la bolsa de papel. La destrozó en mil quinientos pedacitos con un tremendo “¡Traaaash!
Los Rompevidrios festejaron la ruptura de ese vidrio. Después Bertín lazó la bolsa de papel y todo terminó como César lo había planeado. Le dieron la bolsa al señor quien sacó una botella de vidrio enorme con un papel en su interior.
–Necesito otro favor más. ¿Podrían ser tan amables de sacar el papel y leer lo que dice? ¡Pero sin romper la botella, por favor!
Cristal, que estuvo a punto de tomar la botella pero le cedió su lugar a Itsani, quien con mucho cuidado sacó el papel y leyó en voz alta:
–A todos los que escuchen esto y no estén disfrazados, sin excusa ni pretexto, se convertirán en pavo.
Los niños se rieron, pues la rima les pareció graciosa. Pero quien reía más era el anciano, quien se quitó sus barbas y sus canas de anciano, arrojó el bastón y gritó:
–¡Ja, Ja, ja! Han caído en la trampa. ¡Yo era un Alumbrador y esta es nuestra venganza! ¡Robamos esta página del libro de hechizos del mago Contilium y ustedes mismos se han lanzado un hechizo! ¡A partir de ahora, por cada dos horas que pasen, uno de ustedes se convertirá en pavo! O sea que, ¡En diez horas tendremos a cinco regordetes guajolotes!
El anciano, que en realidad era un chamaco de secundaria disfrazado salió riéndose sin rumbo, mientras los Rompevidrios lo miraban incrédulos.
–Está loco –dijo Bertín.
–Muy loco… –añadió El Gran Adonaí, quien de repente se dejó caer de espaldas contra el suelo como tabla, movió sus brazos hacia arriba y abajo y de derecha a izquierda sin parar, los pies se le enrollaron en forma de nudo, mientras sus amigos observaban espantados como perdía su gran tamaño segundo a segundo. No sabían qué hacer. Sus orejas aleteaban como polilla, cosa que aterró más aún a Itsani. Sus dedos se convertían en delgadas extremidades que terminaban en largas garras. Su cabello de corte militar se teñía de color rojo y se alargaba hasta su nariz. Su boca dejó de ser boca y se convirtió en pico, sus brazos se volvieron alas y le salieron plumas por todo el cuerpo que cada vez se encogía más y más hasta convertirse en una bola regordeta y pequeña, aunque no tan pequeña.
Todo el proceso duró treinta y tres segundos exactamente. Después de ello, El Gran Adonaí, ya convertido en pavo, atinó a decir:
–¡Gordo, gordo, gordo, gordo! –mientras esponjaba su plumas y ponía cara de espanto.
CAPITULO 5.-EL MAGO CONTILIUM
Godofredo Annuar Contilium es un hechicero viejo, muy viejo. Ha vivido en el mismo pueblo que Los Rompevidrios desde quién sabe cuándo, entre la escuela y la plaza central. Muchos dicen muchas cosas sobre él: que él sembró el Viejo Álamo y que él fundó el pueblo. Algunos otros dice que él hace llover cuando falta agua y hace que se vayan las nubes cuando ya hay mucha agua; que los animales le obedecen; que él no envejece y que es eterno. Nadie sabe su verdadera edad.
El mago Contilium siempre ha vivido encerrado y cuando es visto por las calles del pueblo la gente sabe inminentemente que algo extraordinario pasará. Si no hace un acto circense con hormigas y chapulines, lanza un hechizo que cambia el color del cielo, pone al revés los árboles o cualquier otra cosa que deja a todo el pueblo boquiabierto.
Su casa es muy fácil de identificar pues todo el día está en un constante cambio de colores, sus ventanas siempre reducen y aumentan de tamaño y todo el tiempo emana una hermosa melodía invisible que podría calmar a cualquier fiera por más monstruosa que ésta fuera.
El mago Contilium tiene la fama de poder solucionar cualquier cosa, desde pedazos de milanesa imposibles de despegar del sartén hasta casas destruidas por las temibles termitas victorianas. No era de extrañarse que Los Rompevidrios llegaran alertados a su casa buscando ayuda, y más aun sabiendo que el hechizo que había convertido a gran Adonaí en pavo provenía de uno de sus libros.
César llamó a la puerta insistentemente pero nadie abrió. Bertín intentó abrirla pero en cuanto lo pensó la puerta desapareció tras un leve ¡Pam!. Se escuchó una voz que ninguno de Los Rompevidrios logró saber de dónde venía.
–¿Quién, pssss, toca, pssss, la puerta, psss, del mago Contilium?
–Somos Los Rompevidrios, ¡Necesitamos su ayuda!
Hubo un par de minutos de silencio. Adonaí esponjaba sus plumas. La música relajante también dejó de escucharse. Los niños sintieron un viento medio frío acompañado de un sonido como de mosquitos acompasados; vino un estiramiento inmenso de la casa y luego un fuerte pero seco ¡TAP! que hizo que todos parpadearan al mismo tiempo. En un abrir y cerrar de ojos Los Rompevidrios, asustados y confundidos, estaban en la sala del Mago Contilium. El Gran Adonaí más esponjó sus plumas y meneó la cabeza.
–¡Algodón de hipotenusas! ¿Con que necesitan mi ayuda, eh? ¡Mazorcas en almíbar!
Ningún Rompevidrios había tenido la dicha de ver al Mago Contilium. Era un hombre chaparro y extremadamente delgado. Usaba una cabellera totalmente blanca que le arrastraba hasta el suelo al igual que sus barbas. Portaba una bata para dormir color amarilla y unas pantuflas en forma de conejo.
La sala del Mago Contilium era la más rara que se puede imaginar dado que los libreros, la estufa, las mesas, las sillas y los sillones estaban hechas del vidrio más trasparente que nadie ha visto jamás. Eso a Cristal le aterró y prefirió no moverse para no arriesgarse a romper algo, o todo.
–¿Entonces, niños, en qué puede ayudarles El mago Contilium?
Los niños explicaron temerosamente lo sucedido. Godofredo Annuar Contilium entendía todo. Precisamente un día antes, unos chamacos de secundaria se habían metido a su casa a robar quien sabe qué. Por eso tuvo que reforzar la seguridad y hacer que su puerta fuera intermitente, esto es que se oculte y aparezca en lapsos poco calculados.
–¡Ajos y cebollas! ¿Entonces este delicioso pavo es su amigo Adonaí? –dijo el mago mientras observaba de pies a cabeza al guajolote– ¡No es nada!
–¿Qué se necesita para romper el hechizo? –dijeron los niños que sintieron alivio al escuchar las palabras de Contilium.
–He visto esto antes, psss, pero no estoy muy convencido que haya pasado como ustedes dicen, psss. Primero debo cerciorarme, psss, ¿A qué hora les pasó?
–A las nueve con quince minutos –dijo Itsani que se consideraba experta en calcular tiempos.
–¡Muy bien! Psss, Son las diez, ¡Opa!, significa que tenemos setenta y cinco minutos para buscar el contra hechizo, Psss, ¡Pero primero me daré un baño!
El rostro de los niños cundía en pánico, ¿Cómo era posible que se le ocurra darse un baño justo ahora? El temor de ver a otro más de sus amigos convertirse en pavo les aceleraba el pulso, pero lo que más temía cada uno de Los Rompevidrios era ser el siguiente en guajolotizarse. Le dijeron al mago, no, le exigieron que empezara de una vez con el contra hechizo.
–¡Aviones motorizados, runn, runn! ¡Está bien!, ¡está bien! ¡Damocles! Si quieren avancen buscando el libro donde está el contra hechizo, psss. Está en ese librero, es verde y se llama Libro de Hechizos del Mago Contilium, ¡aureolas…! No habrá nada que impida mi ducha.
El Mago Contilium se hizo sombra y desapareció rumbo al baño. Los niños inmediatamente tomaron los libros del librero de vidrio que señaló el hechicero. Todos excepto Cristal, que aún seguía aterrada por la posibilidad de destrozar todo si hacía el mínimo movimiento. Tampoco hizo nada El Gran Adonaí, era un pavo.
La sorpresa o indignación que sintieron los niños fue descubrir que todos los libros del librero que les señaló Contilium eran verdes y tenían por nombre “Libro de Hechizos del Mago Contilium”. Aun así y a sabiendas que el tiempo jugaba no jugaba a su favor buscaron el contra hechizo página por página. César le bajaba los libros a Cristal que los revisaba en el suelo para no tocar el librero. Itsani veía insistentemente el reloj que Contilium tenía en la pared. Era uno tan ordinario como que el todos tienen en sus casas, pero en ese momento parecía que aceleraba su ritmo como si llevara una prisa inexplicable de dar una vuelta entera a la voz de ¡Ya!
Pasaron quince minutos y no encontraron nada. Veintiocho y tampoco. Adonaí se esponjaba y se acurrucaba en el suelo. Treinta minutos, cuarenta, cincuenta y el estante y los libros estaban todos revueltos; los niños desesperaban mientras escuchaban al hechicero cantar una ópera completa en la ducha, a pesar de todo, Bertín notó que el mago poseía una voz increíble.
Fue hasta que solo quedaban dos minutos cuando Contilium por fin salió de la ducha. Ahora vestía una larga bata como de doctor pero color verde y unos pants para hacer ejercicio.
–¡Listo, ya me bañé! ¡Zuuuuuuum!
Contilium vio el rostro de los niños del que solo brotaba el más puro terror al tiempo.
–Vamos, chicos, ese librero no era –dijo–, les dije claramente el librero del otro lado, que el libro es de color amarillo y se llama “Libro”.
El mago extendió la mano y atrajo por los aires un ancestral bloque de hojas amarillentas que decía “LIBRO” en letras rojas. Los niños apuntaron sus pupilas hacia el hechicero y dispararon las miradas más acusadoras que tenían.
–¡Solo esperen…! ¡Semillas de amaranto!
Contilium abrió el libro y mostró a Los Rompevidrios justo donde faltaba una página. Les dijo que, efectivamente, la página faltante era la que contenía el hechizo y, consecuentemente, también el contra hechizo.
–¡No puede ser! ¿Y ahora qué hacemos? Falta menos de un minuto para que uno de nosotros se vuelva guajolote. ¡Y el contra hechizo está perdido! –gritó desesperadamente César.
–¡Yo no quiero ser un pavo para que me coman en navidad, o en alguna fiesta! –lloró Itsani.
–¡Nadie quiere serlo! ¡Pobres, pobres de nosotros! –lamentó Bertín.
–¡Gordo, gordo, gordo, gordo! –gritó Adonaí. Cristal se mordía las uñas.
–No desesperen, niños, yo me sé todos los hechizos y todos los contra hechizos ¡Yo los inventé y llevo la vida aprendiéndolos! –dijo tranquilamente el mago.
Los niños se alegraron totalmente, saltaron y festejaron ante tal noticia, aunque no olvidaban toda esa tediosa búsqueda en los antiguos libros que Contilium les obligó a hacer en balde.
Itsani volteó a ver el reloj y se dio cuenta que solo faltaban quince segundos para que se cumpliera el lapso. Vio a sus amigos festejando y al Gran Adonaí escondiéndose tras el sillón. No pudo imaginar quien de sus amigos sería el siguiente en guajolotizarse. De repente sintió que sus brazos se encogían, que su piel se llenaba de plumas y que empezaba decir ¡Gordo, gordo!, pero era su imaginación.
–¿Estás bien? –le preguntó el pequeño Bertín al verla paralizada. Ella, tras un par de segundos, asintió con la cabeza mientras veía a Bertín caer al suelo, encogerse y sufrir la misma transformación por la que había pasado Adonaí hace dos horas, solo que ahora duró veinte segundos.
La transformación fue un éxito y ahora dos de los Rompevidrios eran pavos: Adonaí y Bertín ¿Quién seguía?
–Veo que sí es el hechizo, psss, tenía que esperar a comprobar con mis propios ojos, psss. Para romper el hechizo deben conseguir lo que está en esta lista antes de que todos ustedes sean convertidos en guajolotes, tsss. Vuelvan conmigo cuando tengan todo y todo volverá a ser como antes, tsss–dijo el mago dándoles una lista que acababa de aparecer en su mano después de un ¡puf! pequeño. Otro ¡Puf! más fuerte y los Rompevidrios estaban fuera de la casa, aunque solo Itsani, César y Cristal, Los Rompevidrios que no aún eran pavos.
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