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¡Es muy raro cumplir diez años! Fue hace dos lunes que llegué a mi primer década de vida. Lo recuerdo perfectamente porque fue un día muy peculiar. Era el primer lunes de vacaciones y esos días nunca se olvidan, además que, desde ese día mi vida tomó un cambio muy importante, gracias (creo) a un personaje muy singular que conocí.
Muy temprano, tempranísimo, unos ruidos estruendosos arruinaron mis bellas pretensiones vacacionales de despertarme tarde. Era el sonido de muchas personas haciendo un escándalo muy inoportuno arrastrando cosas, claveteando con martillos muy ruidosos, gritando: “¡Eso va para el segundo piso! ¡Esto se queda en el patio! ¡Cuidado con esa cosa, es muy frágil! ¡Ya la rompiste, sabandija!
¿Qué clase de seres malignos se atrevían a despertar con semejante escándalo a una criatura inocente y cansada como yo a las diez de la mañana? ¿Quién haría eso el primer día de vacaciones? Me asomé por la ventana para ver de qué se trataba tan maligno plan y vi que todo provenía de la casa de junto, esa casa que desde hace tiempo había estado en venta parecía que finalmente había conseguido dueño. Vi tres carros de mudanza y muchos señores cargando cosas: un refrigerador y una televisión; pero lo que me llamó la atención fue que solo el refri y la tele eran las únicas cosas normales que sacaban de los carros de mudanza, lo demás era una cantidad inmensa de costales con la que, estoy seguro, se llenó toda la casa.
También vi a un hombre que parecía ser el nuevo vecino, él se encargaba de decirle a los demás donde poner las cosas, y lo hacía de una manera muy grosera: “¡Fíjate donde pones eso, estruendo de sapos! ¡Carga con cuidado esos costales, bacinica a medio cocer! ¡No te pago para que te hagas el tonto…!”
No me agradó mucho su forma de hablar y como trataba a los cargadores. Tampoco me agradó su rostro, y aunque solamente lo vi unos cuantos segundos me di cuenta que era el sujeto más feo que había visto en mi vida. Su cabeza tenía forma como de papa o de algún otro tubérculo, usaba gafas oscuras y una gorra grande que le cubría casi todo el rostro; parecía que sus dientes (los que sí tenía) eran todos de diferentes tamaños, algunos muy grandes y otros muy pequeños; sus orejas eran puntiagudas y enormes, como las de los trasgos que se ven en los cuentos de trasgos.
Mis papás siempre me dicen que no debo juzgar a alguien por cómo se ve, sino por lo que hace, y este hombre, además de ser feo de cara, era feo de lenguaje.
Logré escuchar que un cargador que llevaba tres enormes costales le preguntó:
–¿Para qué quiere tantos costales de estiércol? ¡Esto huele muy mal!
El hombre lo miró fijamente e hizo una mueca que le hacía verse más feo aún. Arrugó la cara, alzó las cejas, alzó la trompa, torció el cuello hacia adelante (como una tortuga), se puso tan rojo como un tomate, dio un zapatazo contra el suelo y dijo enojado:
–¡Qué te importa, lombriz en escabeche!
El cargador se fue escondido entre sus hombros, como con temor y risa al mismo tiempo, y continuó transportando más y más costales hacia el interior de la casa.
El ruido de la mudanza duró casi una hora, lo suficiente como para quitarme las ganas de dormir en todo el día, pero a pesar de eso yo sentía una curiosidad muy extraña hacia el nuevo vecino. El cargador había dicho que los costales llevaban estiércol. Yo sé muy bien lo que es el estiércol, es el excremento o popó de algunos animales, y era muy raro y asqueroso, que ese hombre metiera tantos costales de popó a su casa. En total, yo conté 300 costales. ¡Qué feo debía oler ahí dentro!
Aún contemplaba yo todo el proceso de mudanza cuando mis papás me informaron que iríamos a saludar al nuevo vecino. A pesar de que la flojera rebozaba todo mi cuerpo y que tenía planeado no gastar energías ese día, salvo para cosas necesarias, me convencieron (bueno, no, me obligaron a base de amenazas: “¡Vamos o te agarramos a pellizcos…!” Contra esos argumentos uno no puede debatir nada…¡Padres!) A mí me dio un poco de asco dicha noticia, pero también quería saber qué había detrás de semejante personaje.
La visita fue muy corta. Mi mamá llevó un pastel recién horneado y mi papá una botella de refresco. Estaba seguro que ese pastel y ese refresco eran para celebrar mi cumpleaños, pero en ese momento no me importó mucho, lo que me interesaba era conocer al nuevo vecino y ver los costales de estiércol.
Yo toqué la puerta. El hombre abrió. Tenía la misma fea mueca que antes ya había visto, ya no usaba la gorra pero aún portaba las gafas. Noté que usaba una peluca que, además de amarillenta y mugrosa estaba mal puesta sobre su, ya de por sí, malformada cabeza. Al ver el pastel y el refresco, apareció en su rostro algo parecido a una sonrisa... ¡Huy! Sonriendo se veía más feo.
Cuando abrió su puerta asomé la mirada pero por más esfuerzo que hice no conseguí ver absolutamente nada más que uno que otro costal
–¡Qué quieren, ustedes! –dijo el hombre con un tono de voz gutural y altanero.
–¡Somos sus vecinos y queremos conocerlo –dijo mi mamá con ese todo de amabilidad que la caracteriza.
–No me interesa por ahora –contestó el señor lanzando un portazo.
Nos fuimos de regreso a la casa, mi madre no dejaba de hablar de la fea respuesta de ese hombre, a mi papá le daba risa y a mí no me importaba. Nos comimos el pastel cuando llegó Quino, mi primo. Luego fui con él a dar un paseo con las bicicletas, comimos una torta de las que vende Don Luis y luego seguimos dando vueltas por el parque.
Todo siguió como cualquier otro primer día de vacaciones. Fue hasta la media noche que las cosas se pusieron verdaderamente raras. Otra vez me despertaban unos ruidos que salían de la casa de a lado, me asomé por la ventana y vi que la casa del nuevo vecino estaba totalmente en penumbras, pero de ella provenía un sonido como de mil voces hablando y entonando canciones muy raras y desafinadas al mismo tiempo.
Creí ver como la casa se iluminaba repentinamente en un par de ocasiones antes de que empezara la lluvia. Con la lluvia vinieron los relámpagos y los truenos y, con el sonido de las gotas al caer, dejé de escuchar las voces. La casa seguía en obscuridad y la lluvia me arrullaba con su melodía de repiqueteos constantes y suaves.
Justamente iba a volver a dormir cuando vi que la puerta de la casa se abrió bruscamente y se escucharon aún más potentes las voces y cantos que le dieron a la noche un toque sombrío y lúgubre. Seguido de los cánticos salió por la puerta la figura de un hombre de proporciones descomunales. Medía casi el doble de altura que mi papá (y mi papá es alto), era flaco y un poco torpe al caminar. La duda por saber qué cosa estaba pasando me asaltó con un escalofrío.
Las voces aumentaron su volumen mientras el hombre (o lo que creí que era un hombre) caminaba rumbo a la lluvia. Andaba con las manos torcidas hacia arriba, la cabeza colgando por un lado, arrastraba un pie al caminar y no pareció importarle mucho que se empapara. Por unos segundos también creí ver que alguien más saldría por la puerta, estoy convencido que alguien más se asomó a ver al personaje que caminaba bajo la lluvia.
Solo un segundo bastó para poder ver mejor la escena. Gracias a la iluminación de un rayo alcancé a ver a la persona que se mojaba. Vi su rostro, su cabeza circular contrastaba con su boca enorme y sus gigantes dientes que se asomaban demás, las narices parecían estar apachurradas y hasta el borde de mocos (como exprimidas), los ojos exageradamente abiertos y negros daban la impresión de estar sobrepuestos y a punto de caer, las orejas diminutas semejaban la punta de un bolillo pegado a las sienes, su piel parecía estar adherida a sus huesos, como si estuviera estirada y a punto de romperse. Pero lo que más me extrañó fue su textura pues parecía una bola de papel mojado y moldeado a la similitud del cuerpo humano y su tono era como del color de la popó de los perros cuando están enfermos: café claro y verde oscuro mezclados y aguados.
En el instante que pasó el rayo, además de ver los finos detalles del personaje, también vi cómo me señalaba con el dedo. Un estremecimiento recorrió cada uno de mis cabellos hasta terminar en la punta de mi pie izquierdo.
Pasó el rayo de luz, todo volvió a estar en sombras y la silueta desapareció como si nunca hubiera estado ahí. Todo en un segundo. Yo me retiré unos centímetros de la ventana ante tal impresión. La puerta de la casa dio un golpe seco como si hubiese sido cerrada por un aire misterioso y las voces que cantaban se silenciaron. Por un momento me quedé pasmado al lado de la ventana tratando de entender lo que había sucedido. Luego claramente vi un fulgor rojizo que provenía de otra parte de la casa y noté con claridad el rostro horrible del nuevo vecino asomándose por la ventana, mirándome con una densa mirada que nunca en mi vida había sentido. Cerré las cortinas inmediatamente mientras sentía el pulso agitado de mi corazón como nunca antes. Me metí entre las cobijas y, por más que intenté, no pude conciliar el sueño hasta muy pasada la noche.
Fue la primera de las noches más raras de mi vida.

Texto agregado el 28-09-2017, y leído por 99 visitantes. (0 votos)


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