Cuando entré en aquella casa de lenocinio lo hice en calidad de puta rasa. Luego, con el tiempo, fui progresando. El cargo de madame estaba muy disputado y sólo se suplía cuando la anterior estaba hecha un fenomenal cascajo. Me quedé con las ganas del puesto y no fue por falta de afición al tálamo; estando imbricadas otras cuestiones de índole que podíamos llamar administrativas. Yo comparaba aquel prostíbulo a una corte medieval con sus intrigas y venganzas. Una venía de pueblo: no estaba demasiado baqueteada en tales lides. Para haceros una idea: era más fácil aprobar una oposición a ordenanza- por poner un ejemplo comprensible- a algún ministerio, que acceder a puta principal en aquel lupanar o casa prostibularia que también se llama. La cuestión no era baladí. La madame elegía cuando echar un polvo, mientras que el grueso nos abríamos de patas a golpe, exclusivo, de talonario. Así cualquiera- me dirán.
Harta estaba de aquel escalafón y sus, aunque no escritos, reglamentos.
La vida de puta, en general, es aburrida. Ya hay que tener afición a un polvo para disfrutarlo. Muy pocas lo logran y en ello el tema de la jerarquía tiene su efecto. La puta nueva- aunque esté muy buena- tiene allí poco mando. Yo lo comparo al ejército, donde el marrón se lo suelen llevar casi siempre los mismos.
Pero, me dirán, cómo una guapa chica de provincias toma aquel tipo de decisión tan drástica- por poner algún eufemismo- y se hace puta de la noche a la mañana. De todo esto trata precisamente este escrito que se irá desgranando en sucesivos y próximos capítulos.