Hacía meses  deseábamos hacerle una entrevista, el canal puso toda la producción  en movimiento  para logarlo. Durante  varias visitas a su vieja casona de Palermo, nos había pedido  paciencia. Él esperaba por ella, su  secretaria y amiga,   ella   se encargaba de organizar todo  lo referente a su vida y a su obra.   ¡Vaya tarea!  Decíamos   al ver la amplia biblioteca.    
               
Las veces que fuimos lo encontramos   sentado en su inseparable sillón cerca de  los ventanales,  quizás al amparo del tibio sol   a  la espera de un rayo de luz. 
Siempre fue amable y colaborador con nuestra tarea. Así habían pasado varios meses postergando el encuentro. Una tarde en la cual ya  no pensábamos en ello,   nos llamó su secretaria anunciando que   el señor  había aceptado la entrevista. 
 
Dos días después, el ascensor de hierro forjado, estilo inglés, nos condujo al  segundo piso de la casona. Una vez adentro,  alguien abrió los ventanales y  la luz iluminó el  blanco salón. En un rincón, acurrucado en su sillón,  desperezaba  su sueño el señor,  abrigado con una gruesa manta  a cuadros.  Del pasamano del sillón colgaba  su bastón  de fina y extraña empuñadura.  Sintió ruido y se incorporó lentamente,   miró a su alrededor. Dejó ir la vista  en círculo por el cielo raso y preguntó a la persona que lo asistía. 
- 	¿Con quién está usted señor Domenech? 
- 	Con los periodistas  a quienes Ud. citó para hoy en la tarde. 
- 	Dígame la hora por favor-  dijo el señor. 
- 	Las 17.30 - respondió el servil hombre,  inclinándose en señal de respeto  y solemnidad para con tremendo escritor.                                                     
- 	Puede dejarnos,  estimado Donald y avise a la señora que los señores ya están aquí.  
 
No  pasaron muchos minutos cuando la puerta se abrió en su amplitud. Una extraña y bella mujer, no muy joven, pero de gestos finos y delicado rostro,  saludó y nos invitó a sentar.  Ella lo hizo a un costado  del sillón,  puso levemente su mano sobre las de él  y ultimó los  detalles de la futura entrevista,        
 
De un  cuaderno que posaba en su  refinada falda, sacó anotaciones,  de seguro previamente consultados con el señor, quien miraba un espacio inexistente.  Carente de  luz  guiaba su mirada, ubicando a quien tenía la palabra. Luego,  se extraviaba en su oscuridad, persiguiendo e imaginando rostros, palabras  e historias  de un mundo inventado por él y recreado por su genialidad. 
 
Nos retiramos con los apuntes entregados, contentos  de llevar lo que tanto nos había costado, había valido la pena;   inmensa tarea  acorde al personaje en cierne,  ardua hazaña  nos decíamos.  
  
Las 20.30 horas, justo  con lo convenido para maquillaje y ajuste de cámaras en el piso.  El señor  colaboró con buena disposición a los requerimientos de la producción. Llevado lentamente de la mano por la secretaria,   se desplazaba a donde se le solicitaba. A las 22 horas,  puntualmente, se le arregló por última vez el nudo de la corbata,  que segundo después  era trastocada por las manos inquietas del entrevistado; una señal a tiempo detuvo al personal de vestuario de entrometerse, no sería digno para su persona reclamo tal. 
 
  
Un sillón confortable, semejante  al de su casa, enfrentaba  al  entrevistador  sentado en un banquillo  que lo dejaba a la misma altura del entrevistado.  Llegó la señal y dio comienzo  la entrevista. La cámara paneaba sobre el rostro del escritor quien ignoraba los fuertes destellos de las luces que daban un contraste de  fondo y de acercamiento, Por instantes el entrevistado movía nerviosamente sus labios,   masticaba una áspera sequedad en sus labios; luego tragaba  la saliva producida en su boca mientras sus ojos en bandolera no dejaban de girar en una órbita circular sin detenerse. 
 
-	Señor Borges -  introduce el entrevistador la primera pregunta.    
Borges se adelanta con la intención de ser mejor escuchado, y dice.  
-	¿No va Ud. a saludarme antes de dar comienzo a las preguntas? 
Levemente gesticula y después esboza una pequeña mueca de satisfacción. 
-	Bueno, empecemos por presentarlo – agrega el interlocutor  con una fingida sonrisa.   
Borges espera.  Tras un montón de fríos decorados, técnicos y ayudantes expectantes.  
-	El señor Jorge Luis Borges  nos ha  dignado con su presencia para una charla entre amigos. Le formularé preguntas  que quizás le harían ustedes desde sus casas. Queremos saber de su vida, de su obra. Es sabido que usted está más allá del merecimiento; y la excusa de la academia para negárselo, no ha  conseguido ser premiado con el nobel. 
-	Sería necio  y falaz de mi parte si dijera que no me interesa, pero me siento más feliz cuando es a un amigo a quien se lo premia.   A mi edad he  asistido, desde la distancia,  a reconocimientos a grandes  escritores, relevantes novelistas  que de seguro están por encima de mis pequeños merecimientos y méritos. Ellos  han llegado a la cúspide  de sus sueños,  y  me he sentido inmensamente feliz  y satisfecho por sus logros. 
-	 Ud. ha dicho en ocasiones  y ha afirmado que la luz más grande la guarda en sus sombras, al resguardo de los curiosos. 
-	Sí,  algo así.  Diría prudentemente que son solo   dichos y palabras, pero le contestaré. La oscuridad no es un mérito ni un castigo.  Es así como una permanente revancha de un hombre saliendo a la luz de una fosa, de un laberinto donde estuvo encerrado, privado de sus ojos. 
-		Señor Borges mucho se ha dicho y por mucho tiempo de su soltería. Dirá, si quiere responderme. 
-Mi soltería, como Ud. hoza llamarla, no es una consecuencia, sino más bien una decisión; y créame, me ha costado mucho discernir y ponerme de acuerdo con mis eternas dudas. No diría que he recabado mucho en ella, la soledad no ha hecho mella en mí. He tenido mi tiempo  tanto a la deriva que no culparía a una mujer por mis fracasos. 
 
Risas y admiración en  el estudio, un corte, publicidad y algún arreglo en detalles del maquillaje,  de transpiración y brillo.  Ella va hasta él, acerca su boca al oído y algo dice. El estudio se llena de dudas, nadie se atreve a preguntar. De nuevo la cámara sobre el rostro del escritor; y de nuevo, las preguntas.   
-	¿Es Ud., según quienes lo conocen, un hombre  demasiado serio y silencioso y  en ocasiones hasta algo tozudo y terco? 
-	Sí, podría serlo o quizás no. No sabría decir la diferencia. En cuanto a serio, más bien, y créame que es así, soy muy dicharachero y algo atrevido; siempre, por supuesto,  valiéndome de las palabras, mi mejor herramienta.  Sabrá Ud.,  y que no le quepa duda,   en lo referente a mis silencios,  diría que se debe  al apego que experimento y disfruto cuando el silencio estalla y se rompe con una risa sincera, una oportuna palabra, una inteligente metáfora, un acertado verbo, una bella y pacificadora música, la lectura de un libro en la voz de quien se ama  o, simplemente, con los pasos  de mi madre enseñándome el camino por los rincones  a oscura de la casa.                                                                                                                                                                    
Calla. Parece esperar una aprobación. De repente nos  pregunta, sobresaltando a la audiencia. 
-	¿Sigo?  
Es alentado por el entrevistador, y arremete con su lucido y memorable monólogo que lo describe y realza por encima de los mortales. 
-	En lo concerniente a mi terquedad, como Ud. lo manifiesta, le diré que se ha perpetuado en mí. Razones no me han faltado para ello,  escúcheme y le diré. Nunca dejé algo inconcluso si lo amé, nunca me empeciné en escribir  algo que no fuera de mi agrado,  no sería capaz de  darle luz a lo que no quiero, nadie merece presenciar mi incapacidad, mi ignorancia y mi mal gusto. 
-Se ha dicho de Ud. que sería quizás otra persona de haber tenido una familia, un hijo, ¿cree Ud. señor Borges que a su vida le debe ese premio? 
-	No sabría decirlo y menos aún vaticinar el futuro; bueno, de éste ya me queda muy poco.                                                                                                       
 
Voces  y gestos de admiración en su entorno,  la secretaria y amiga lo contempla extasiada, brillan sus ojos; y de a ratos, lagrimea. Con delicada timidez junta sus lágrimas en un estrujado pañuelo. Alguien diría que lo ama.                                                                                                                                 
Ella en silencio  saborea cada palabra,  asiente y aprueba. El hombre solo, allí frente a la cámara, se debate. En su boca  se desliza una tímida mueca que lo hace mortal y semejante a un hombre más  en la simpleza del sabio que reniega de su diferencia.    
                                                                                     
Luego continua  con su mejor  atributo de orador que vence su timidez,   que lo expone a una incómoda  y visible tartamudez, la cual no lo altera  ni lo sugestiona. Sus manos se  entrelazan sosteniendo con equilibrio el delicado bastón. Movimientos continuos en un reflejo de nerviosismo ponen  temblor en sus largos y huesudos dedos mientras pestañea en un reiterado tic, como desafiando a las sombras,  buscando salir de ellas para ver un  mundo olvidado tras una cortina de pesada niebla que con piedad lo esconde del dolor.   
 
Luego, vuelve al lugar  de donde se había alejado, llevado por sus fantasmas. 
-	¿Me decía de  los hijos y de una familia? - Pregunta Borges después del breve extravío, perdido en sus laberintos.  ¿Qué pensaría Ud. de mí, si le dijera que he tenido muchos hijos? 
Silencio en el estudio, todos se miran, esperan una bomba, una inesperada primicia. Ella que lo conoce, agarra el brazo de un asistente y lo tranquiliza,   después  solo murmura para ser escuchada en tanto silencio. 
-No teman, él es así, no dirá nada  que  todos  no sepan.  
Todo vuelto a la calma. El escritor  trata de dar respuesta a la incómoda pregunta  y continúa diciendo. 
- Mis hijos tienen nombres  de dioses del Olimpo, de faunos  y de mitología.  Han residido por su nacimiento en Buenos Aires, por los cuchuchos de la Boca, tienen la piel de bandoneón y “canyenge”, de garufa, de hombre de no arriar, de tango; y arrastran olor a vino y  a cicatrices de muerte, pero siguen vivos.    Otros deambulan  extraviados entre la lluvia y la niebla  del reino, entre Londres y Liverpool, son de Britania, vikingos y conquistadores. Desde tiempos lejanos se hicieron a la mar,  muertos, algunos por dragones y tormentas; otros han resistido,  pero ya no los reconozco. Los más recientes arrastran arena milenaria de olimpos y de Grecia, de Constantinopla y del mar rojo.    Tengo otros, andan por allí extraviados  en sendos  laberintos, buscando una salida, quieren volver a mí;   y para su asombro, agregaré que vienen otros en  camino; de ellos, si me perdona, no diré más. 
 
-	Señor Borges,  según dicen los críticos,  “El Aleph” es su máxima obra. ¿Piensa   lo mismo? 
-	Nada cambiaría si dijese que no concuerdo con ellos. Otras obras mías, más humildes  y menos pretenciosas,  reflejan  algo más profundo; y si no, vea "El informe de Brodie"  o  "El libro de arena"  han sido traducidas a cientos de  diferentes lengua y formatos y han superado la que Ud. menciona.  Ello confirma lo dicho. 
 	 
-Señor Borges, esto lo pregunto yo - dice casi con vergüenza el entrevistador -   he leído algunas novelas y muchos de sus cuentos,  quisiera saber si existe un mecanismo o una forma de la cual se valga para  escribir. 
-	No,  quien le diga  que alguien se vale de ello no le crea.  La escritura es como el pan, si no tiene harina no tiene nada.  La perfección, el lineamiento  pueden o no ser válidos,  pero dos cosas tenga en cuenta: la gramática que en nuestra lengua debe ser universal, y la posición de los verbos.  Quizás hayan otras formas, pero créame, no son las mías. Yo escribo con la voz de la gente,  de la calle;  así de simple, mi querido amigo.                                                                                                          
-	Señor Borges, por último, una simple pregunta que  podrá contestar o no. ¿Cuál sería su último deseo? 
Borges se silencia, el estudio tiembla y espera.  De repente con liviandad y total convicción, esbozando una frágil sonrisa,   dice. 
-	Comer un helado y caminar por la calle  Corriente  deteniéndome en las librerías para oler los libros.                  Salir por el boulevard desde Londres y quedarme dormido para siempre en el  viejo y vetusto Americana hotel.   
 
Calla de nuevo, se espera más de él,  siempre algo más, una repetible genialidad o una exacta paradoja, pero el silencio se aprieta en sus finos labios, ya no queda nada por decir. 
 
El estudio  en llamas y a full, corredores  y pasillos llenos de observadores que  presencian  obnubilados la magnitud de la vida y  de la palabra exaltada y manifiesta en la boca y en el cerebro del  minúsculo gigante que desde su  ganado reino,  enarbola banderas, plumas, estandartes y verbos.  Cual viento pasajero, sopla las velas de la vida alentando horizontes, engrandeciendo al hombre desde su infinita pequeñez  para sitiarlo  en la magnitud terrenal que lo sustenta. 
  
Todo vuelve a la calma,  terminan los comerciales, la cámara busca al entrevistado y encuentra al locutor quien se despide y da las gracias.  Afuera, Borges busca un lugar en el taxi,  sube y parte.  Cuando el mundanal ruido queda atrás, ella lo abraza y lo premia con un tierno beso, se duermen los  dioses  y   vuelve el hombre. 
 
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He leído a grandes novelistas y poetas;  y sin comparaciones odiosas,   postulo a Jorge Luis Borges al pedestal más alto del intelecto y la palabra.  
                                                                                                           
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