Llegué el 17 de enero a mi pueblo natal, Coronel Dorrego. Había viajado seiscientos kilómetros, recorriendo de norte a sur la provincia de Buenos Aires. Era la primera vez que hacía ese recorrido. Hubiera sido imposible hacerlo antes, en mi viejo Citroën, modelo 72, 3CV. El Ford Taunus también tenía sus años, era un modelo 1979, pero –indudablemente-, ofrecía mayor seguridad para ese viaje. Antes de largarme a la ruta consulté a todas mis amistades sobre la conveniencia de hacer ese viaje sola, sin nadie que me acompañara. Después saqué mi conclusión: dada nuestra condición de mortales, era tan factible tener un accidente en la ciudad como en el medio de la pampa. Salí a las cinco de la mañana porque no quería que me encontrara la noche en el camino. La osadía no es una de mis virtudes, más bien, me identifico con la cautela. Soy una persona cautelosa; mis amistades prefieren decir: ¡sos una cagona! Algo moderado, el “justo medio”, diría Aristóteles, es lo que constituye la virtud.
Mientras iba viajando en medio de esa inmensidad, con sólo el horizonte como límite, mi imaginación trabajaba. Mi alma parecía expandirse dándome una sensación de plenitud maravillosa. Era yo aquella persona que se deslizaba por la ruta en total soledad pensaba y me costaba creerlo. Pero, al instante, un sentimiento de terror la contraía. Imaginaba que en esa inmensidad oceánica podía desaparecer y nadie sabría ya de mí... Todo habría terminado. Sentía que debía calmarme y seguir como si sólo tuviera que recorrer la misma distancia que recorro cuando, desde mi casa, voy al trabajo, y ¡nada más que eso!
Había mirado el mapa para no perderme y, cuando llegué al cruce Etcheverry, me confundí tomando el camino equivocado. Después de media hora de viaje comprobé que no estaba yendo para el sur. ¡Dios, me equivoqué! ¡Vuelta para atrás hasta llegar nuevamente al cruce y retomar la dirección correcta! En todo este ir y venir, comprobé que los camioneros, como dueños de las rutas, son personas muy amables. Cuando tardaba demasiado en pasarlos, llegaban a hacerme señas con sus manos para que me les adelantara. Sospecho que adivinaban mi total desconocimiento en andar por las rutas.
Coronel Brandsen. Decidí tomar un café y relajarme un poco. Tomé el café, me arreglé la gorra visera en el baño y partí. También quería averiguar si estaba yendo por la ruta correcta. Vi dos hombres hablando en una esquina y me acerqué para preguntarles cómo salía del pueblo. Amablemente me indicaron la dirección, y uno de ellos me pidió que lo acercara a su chacra. ¿Qué hacer y qué dejar de hacer? Mis amigos me habían advertido que no levantara a nadie en el coche. Abrí la puerta y le contesté:
¡Sí, cómo no! – y le hice seña para .que subiera. El miedo me hacía ir más rápido de lo acostumbrado. Tal vez intentaba infundirle miedo para que no pensara en otra cosa. El recurso surtió efecto o, -podría ser- el hombre sólo quería que lo acercara a su casa y nada más.
Otra vez sola en la carretera: San Miguel del Monte y Las Flores. Vi en el mapa que hasta llegar a la ciudad de Azul había un largo trayecto, pero una vez ahí estaría justo a mitad de camino ¡Faltaba tanto, todavía! Había que estar muy atenta a todo. Azul es como el ombligo de la provincia de Buenos Aires. Y Buenos Aires como un inmenso océano. Justo en ese ombligo hay una gran rotonda que se abre a los cuatro puntos cardinales. Sentía que me mareaba leyendo las indicaciones. No podía dejarme confundir: yo sólo debía rumbear para la ciudad de Tres Arroyos.
Comencé a tener la sensación de que la pierna derecha crecía y crecía. En ningún momento había dejado de escuchar radio. Al principio era Radio Provincia,sí, como no pero cada vez que entraba a una localidad se empezaba a mezclar con otras radios y luego quedaba una sola más nítida y clara: la que tenía mayor alcance en la zona que estaba atravesando. De Azul a Tres Arroyos es el trayecto más largo... ¿o es que me parecía a mí? El ruido del motor del coche me adormecía. Rrrrrrrrrr
El sol del mediodía caía perpendicular sobre el campo. La carretera parecía un espejismo; se me desdibujaba el contorno de los montes lejanos, tardaba en ver claramente si un coche o camión iba o venía. Lo peor era que me costaba calcular la distancia entre mi coche y los que aparecían en la ruta. Detuve el auto para fumar un cigarrillo y estirar las piernas. El dolor en la derecha aumentaba, así que había que desentumecerla.
A las cuatro de la tarde estaba entrando a mi pueblo natal. Ni un alma en sus calles anchas y casi vacías; veredas sin árboles, puertas cerradas, silencio. El Cristo de la ruta seguía bendiciendo a los caminantes y ordenando: “arrodíllate y ora”. A sus pies, ramitos de flores, algunas frescas y otras, marchitas. Recuerdo haber escuchado, en mi infancia y adolescencia, que la gente hacía la promesa de ir caminando hasta el Cristo para conseguir algún beneficio. Al llegar, las personas, le depositaban flores, oraban, pedían alguna bendición y se regresaban nuevamente caminando.
Al llegar a la Plaza Coronel Dorrego, doblé para el barrio y me detuve frente a la puerta de la casa de mamá. Llamé y mi madre, primero me desconoció, tan estrafalario era mi aspecto con la gorra hundida hasta los ojos y los lentes negro, luego, casi llorando comenzó a reprocharme por qué no le había avisado que ese día viajaría. Abrazos y besos y más abrazos.
–Tonta, ¿por qué no me avisaste así te esperaba con la comida?
Bajé algunos bolsos, no todos, mientras le decía que a la mañana siguiente saldríamos para Monte Hermoso. Mamá ya tenía parte de sus bolsos y valijas preparados. Había que cargar útiles de cocina y también sábanas y toallas. Gran cantidad de víveres los había comprado yo porque se supone que en la gran ciudad valen menos dinero.
– ¡Qué valiente es mi hija -decía mamá-, hacer sola semejante viaje!– Y yo me expandía como un pavo real. Si hubiera tenido una cola llena de colores, seguramente esas palabras de mi madre la harían abrirse haciéndome levitar casi.
Monte Hermoso es el nombre que tiene un tranquilo balneario al sur de la provincia de Buenos Aires. Todo el pueblo está cubierto por antiguos montes. Sus calles suben y bajan al mismo tiempo que serpentean. No creo que haber visto una sola calle que sea totalmente plana. Debe su origen al hundimiento de un barco maderero que naufragó frente a su costa. El mar cubrió la playa con la madera del cargamento. Ante el desastre, el dueño del barco decidió vender la madera a un estanciero de la zona que, de ahí en más, comenzó a edificar un bello hotel. Fue construido exactamente frente al mar y decorado al estilo que estaba de moda a principios del siglo XX. Su ubicación le daba a los turistas una vista privilegiada de la salida y ocultamiento del sol en el mar. La posibilidad de ver emerger el sol en el horizonte del mar, y, por la tarde, bien tarde, verlo ocultarse en el otro extremo, pero también en el horizonte del mar, se debía a que el balneario está en el interior de una bahía.
Cuando tenía diez años llegué a jugar en sus salones principales. Ensayé bailes cuya coreografía yo misma inventaba. Cuando llovía o soplaba demasiado fuerte el viento, los niños que habitábamos en el hotel, no podíamos jugar en la playa. En esos días aprendí a jugar a la Canasta con los niños de los turistas; de ahí en más, tenía mi lugar asegurado en las mesas de juego del comedor infantil. Mientras esperaban la cena, se entretenían con juegos de mesa: el juego de la Oca, el Dominó, los dados y las cartas de Pocker. El Hotel de Madera sólo existía en las fotos que veíamos en los negocios. ¡Bellísima estampa de la belle époque! Las damas con sus bellos sombreros y sombrillas y los varones con sus trajes elegantes. Otra imagen que me hacía pensar en ese hotel era el de la película: Muerte en Venecia de Luchino Visconti.
A los setenta y seis años, mamá olvidaba pronto lo nuevo y recalaba en el pasado. Un pasado que se extendía desde sus cuatro años hasta el momento en que me hablaba. Repetía incesantemente la historia de sus sinsabores. La pérdida de su madre cuando tenía cuatro años, la de su abuela a los once. Era una historia que escuchaba desde muy pequeña, pero no muy seguido, debido a que casi siempre estábamos separadas. Su padre se volvió a casar con una joven mucho menor que él, casi quince años menor. Su hermana mayor, la tía Filomena, cansada de pelearse con su madrastra, fue casada de prepo con un italiano honrado y trabajador. Nadie le pregunto si estaba enamorada o quería casarse. Mamá durmió con su abuela hasta que ésta murió. Después comenzó la soledad y el trabajar en casas de familias conocidas del abuelo. A los veinticuatro años se casó con mi padre, hermano de su madrastra. Creo que lo hizo como un acto de venganza contra mi abuelo que se oponía a ese casamiento porque pensaba que no estaba bien que una joven se casara con el hermano de la mujer de su padre.
La casita de Monte Hermoso era habitada una vez por año, así que había que ponerla en funcionamiento, limpiarla, sacudir los pocos y viejos muebles, tender las camas, colgar la ropa que habíamos llevado, guardar los víveres e implementos de cocina... Hacer que el bombeador comience a extraer el agua, llenar el tanque y lavar todo y todas las cosas que lo necesitaran. A la tardecita, mamá y yo, estábamos físicamente agotadas pero contentas. Nos sentábamos en el porche a descansar. Teníamos un mes para estar juntas, charlar, pasear y, también, pelearnos –inevitablemente- como lo hacíamos todos los años. La casa pronto se transformaba y, hasta sus olores se hacían agradables. Las toallas en el baño, el jabón perfumado, las frutas en el centro de mesa, los canastos llenos de flores... Todo eso nos daba la sensación del “estar bien”; otro año más de compartir enero, ir a buscar choclos y zapallitos a las quintas, elegir los melones mendocinos y comprar la miel propia del lugar. Esa miel hecha con flores de eucalipto, fuerte y dura. Iríamos a dar un paseo hasta el balneario vecino, visitaríamos a mi hermano Raúl, pasaríamos al costado del Faro Recalada.
Ese faro es el más alto de Latinoamérica, construido por la misma empresa que participó en la construcción de la Torre Eiffel: la Barbier, Benard & Turenne París Constructeurs. Llegó por barco, desde París, en unos cien cajones. Un vapor, el “Ushuaia”, lo trajo de Buenos Aires y unos lanchones lo depositaron en la playa. En abril de 1905, comenzaron a armarlo. Seis meses tardaron en dejarlo erguido en sus setenta y siete metros de rojo y blanco. El alcance de su luz llega a los 52 kilómetros. Por sus dimensiones se dice que ocupa el sexto lugar en el mundo. Recuerdo haberme paseado por el balcón de su cúpula después de haber subido por su escalera caracol de 327 escalones.
El Hotel de Madera y el Faro Recalada son las dos imágenes que más perduran en mi recuerdo. Sin ellos, Monte Hermoso, no existiría.
Mientras estábamos sentadas en el porche, mamá me contaba sobre los últimos cumpleaños de los parientes, casamientos y bautismos. Nos prometimos que al día siguiente iríamos a visitar a nuestros amigos de Monte Hermoso, compraríamos pescados en la playa, juntaríamos caracoles y nos meteríamos en el mar.
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