Hubo, hace un tiempo, un país de paisajes extraordinarios, de naturaleza proveedora, de cielo prístino, de océanos atiborrados de vida y de ciudades amables que buen auguraban prosperidad.
Nacieron, en aquella nación, gentes notables. Hijos e hijas del rigor, de infancias breves, de valores simples pero intransables, de roles adscritos, de vidas austeras. Ellas, parían 10 hijos y el amor les alcanzaba para todos. Ellos, se ganaban la vida bajo el predicamento de que el trabajo dignifica, y se partían la espalda en oficios ásperos y de salarios ínfimos.
Estas gentes honraban la palabra empeñada mucho más que un papel con firmas rimbombantes y leguleyas. Respetaban sus compromisos, pagaban sus deudas, pedían permiso, pedían disculpas y siempre daban las gracias.
Se agrupaban en cooperativas y en sindicatos porque les habían enseñado a creer en que solo la unión hace la fuerza. Creían en algo llamado República. Habían luchado por el derecho a votar y se vestían de gala cada vez que ejercían ese derecho.
Descansaban los domingos, no tenían que comprar las verduras y los remedios estaban en la huerta de la casa, cenaban en familia, caminaban tranquilos por las calles y conversaban con los vecinos, organizaban mingas y malones y se comunicaban a la velocidad del correo postal.
Estas gentes, tenían el extraño hábito de sentirse felices con poco. Bastaban la buena salud, pan sobre la mesa, una casa tibia y alguna excusa para festejar dos o tres veces al año.
Hoy, estas gentes aún viven, pero habitan una tierra diferente, más compleja y más triste. Ellos se reconocen entre sí y se reúnen en espacios colectivos para conectarse con aquello que de algún modo reverbera, de esa vida que vivieron en aquel país que ya no existe.
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