Me han estremecido un montón de mujeres,
mujeres de fuego, mujeres de nieve;
pero lo que me ha estremecido hasta perder casi el sentido,
lo que a mi má me ha estremecido son tus ojitos mi hija,
son tus ojitos divinos…
(Silvio Rodríguez)

Salvador Elizondo decía que no se escribe lo mismo de noche que de día; supongo que es cierto, porque el sentimiento que produce la luz diurna es muy diferente al que nos embarga cuando reinan las sombras, la oscuridad. Eso no significa que se escriba mejor o peor en cada situación, simplemente surgen diferentes sentires, perspectivas, percepciones. Así que aceptando esta premisa, por ejemplo, si deseo hablar o escribir sobre la mujer que amo, en las horas matutinas descubriré algunos aspectos de ella que solamente apreciaré en esas horas; que si escribo de noche sobre ella, serán otras las facetas que encuentre, otra mujer muy diferente a la de la mañana. De tal manera que las apreciaciones del día y de la noche me darán el todo que me permita conocer cómo es la mujer que amo, tanto de día como de noche. O al menos eso creo, porque las mujeres son impredecibles y el todo del día y de la noche puede no ser el todo, es más, me atrevo a asegurar que no sería el todo. Queda la parte oculta de los sueños: lo que desea, lo que anhela, lo que vive en ellos. ¿Cómo puedo afirmar entonces que la conozco de veras? ¿Y lo que han visto y guardan sus ojos de miel?...

Y seguramente hay más, mucho más, porque las mujeres además de ser bellas y queribles siempre guardan algo más: un secreto, unas palabras de amor, el recuerdo de un rostro querido, qué se yo, donde ningún hombre puede llegar. Conservan un cierto misterio insondable, que es solamente suyo. Sin embargo, así las amamos, sin condiciones, sin vergüenza, sin falso orgullo. Eso, es un hecho indiscutible.