El mendigo
Desde hacía varios meses, Eusebio había hecho del atrio de la iglesia su lugar de trabajo como mendigo.
Cada día llegaba temprano. Se sentaba en un lateral de la puerta, se quitaba el sombrero, que colocaba al alcance de su mano derecha y se colocaba unas gafas oscuras.
Todo delataba su triste condición: la descuidada barba y la expresión de desaliento del rostro; el olor a descuido en sus ropas sucias y sus zapatos rotos. Era un hombre de mediana edad, enjuto, de piel curtida y un bigote de pelos largos desordenados.
La presencia miserable del hombre convocaba la solidaridad de gente, que colocaban monedas en el sombrero, lo que él agradecía con un “que Dios lo bendiga”.
Quien lo observaba cada día podía notar la presencia de una dama que asistía cada mañana al templo, que miraba de soslayo al pobre hombre, quien, con ojos ansiosos, esperaba un gesto de compasión.
Ella, que siempre llegaba en su flamante auto faltando unos minutos para la misa de las nueve, cruzaba con un gesto de desagrado pintado en el rostro, como si la presencia del hombre le repugnara.
Sin embargo, un buen día se detuvo y se quedó inmóvil, observándole con atención. Eusebio creyó ver un brillo en los ojos de la dama y una ligera sonrisa en sus labios.
Entonces, con una habilidad inusitada, se incorporó y se puso frente a la mujer. Con esa cercanía pudo apreciar la tersura de su piel y el olor de su perfume. Pudo también apreciar la calidad de sus finas vestimentas y de sus joyas.
Ella lo miró aparentemente desconcertada por su osadía, aunque ya no tenía la mueca de desagrado de otras ocasiones, por lo que él se envalentonó y le dijo lo que siempre había pensado:
—Tanto tiempo esperando un gesto consecuente de tu parte, que llegué a pensar que no me saludarías, que jamás te detendrías.
La mujer sonrió con desparpajo. Lo apretó contra su pecho y sus olores se mezclaron por primera vez en mucho tiempo.
—¡Mentira! Sabías que venía por aquí cada día para verte, porque no puedo vivir sin ti ¡Vámonos a casa!
Alberto Vásquez
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