Aguas arriba del río Zamweke sólo existía el dolor, la locura y la muerte. Las manos amputadas se empleaban como moneda de cambio, los niños jugaban entre los cadáveres que depositaba el río en sus orillas y el sol se ponía todas las tardes sanguinolento entre las nubes de moscas.
Aguas arriba del Zamweke la muerte y la vida se entreveraban pero no existía el horror. No había horror, sólo una masa de cadáveres en descomposición agitada por los gusanos y que serviría de abono para la jungla. El horror lo traería el bardo.
El bardo llegó una tarde normal, con el habitual aroma pútrido, en la que habían muerto asesinados ni más ni menos niños que un día cualquiera y cuando se habrían violado al número acostumbrado de mujeres. El bardo llegó y tan pronto puso un pie en el limo de la orilla su corazón sensible se estremeció y una hoja en la jungla, temiendo la tempestad que se avecinaba, se desprendió de la rama cayendo estrepitosamente sobre un helecho.
El bardo escuchó atónito las anécdotas cotidianas de canibalismo, venganza y extrema crueldad. Asistía sin habla a los sacrificios a machetazos de trabajadores poco productivos. Aguantaba a duras penas las náuseas ante las cabezas hinchadas con las que se entretenían los buitres. Hasta que llegó el día cuando comenzó a llorar, y lloró y lloró pareciendo que la cuenca del Zamweke no sería capaz de acoger el incremento en su caudal. Y comenzó a escribir, y escribió y escribió pareciendo que todas las personas que había conocido a lo largo de su vida no serían suficientes para ilustrar los personajes. Y comenzó a componer, y compuso y compuso pareciendo que todos los corazones del mundo no serían suficientes para sufrir tanto dolor. Y fue entonces cuando aguas arriba del río Zamweke, nació tiernamente el horror.