Amaban tanto a su patria que se las arreglaban para salir antes de sus trabajos y correr al estadio o llegar a encender los Smart TV Full Mega HD. Vestían la sacrosanta camiseta de la selección de futbol. Cantaban el himno nacional de pie, con la mano en el corazón. Gastaban la mitad del sueldo en carne y alcohol para celebrar el triunfo o aliviar la derrota. Prendían velas con devoción a los santos patrones del balón. Sufrían cada minuto del partido, gritaban gol con lágrimas en los ojos, se abrazaban entre ellos y se llamaban hermanos invocando el derecho de ius soli.
Y al día siguiente, la patria se desvanecía en la rutina de los trabajos anodinos, en la indiferencia ante las protestas callejeras por justicia social, en la apatía ante el sistema político inmundo, en la soberbia del antropocentrismo y en las bacanales del consumo.
Los hermanos ya no eran más hermanos sin el balón hipnótico que saltaba de lado a lado en una cancha. Eran solo individuos enfrentados a una realidad demasiado compleja que demandaba de ellos un desgarro de conciencia que no se atrevían a encarar.
Amaban a su patria…con la misma fugacidad de los fuegos artificiales en la clausura de un mercantilista y farandulero Campeonato Mundial.