Los Carrasco Luengo eran un cliché del “caso social”.
De sus tres hijos, el mayor había heredado las limitaciones intelectuales de sus padres, la segunda, un problema cardiaco que a los 7 años ya la había sometido de una operación a corazón abierto (y vendrían más) y la más pequeña completaba el cuadro familiar con sordera parcial y labio leporino de largo tratamiento.
Su pobreza era dura y a la antigua: con hediondez, con granos, con piojos… y aunque podía clasificárseles como clientes preferentes en el mundo de los subsidios del estado, el dinero nunca sería suficiente para las dimensiones de sus carencias.
En la medida que las niñas debían avanzar en sus tratamientos y que la red asistencial no era capaz de darles la premura suficiente, comenzaba la peregrinación de la madre por oficinas parlamentarias y concejalías, recolectando premios para rifas y bingos. También había beneficios organizados por otros familiares y amigos que de a poco iban sumando los pesos solidarios.
Todo el barrio los conocía, les tendían la mano si podían, les preguntaban con interés real, o morboso, detalles de su avatares médicos, detalles que la madre recitaba con un sorprendente dominio de la jerga médica, que de seguro le había entrado por osmosis de tanto escucharla.
En el matrimonio Carrasco Luengo, cada hijo había sido esperado como una bendición, tal como se lo enseñaba su fe protestante, y cada hijo había nacido como una prueba de que la vida es un valle de lágrimas…tal como también se los enseña su fe protestante.
Pero, era curioso como sus penurias parecían perturbar y angustiar más a quienes rodeaban a la familia que a la familia misma, porque pese a los interminables días de hospital, a los malos pronósticos, a la mala racha, los Carrasco Luengo simplemente seguían, como si adversidad fuera sinónimo de normalidad y como si de alguna forma las cosas eras así porque así debían ser.
Ellos vivían, en el aquí y el ahora, como en una especie de filosofía zen rudimentaria.
Pero, más allá de si mismos, traían consigo una misión poderosa. Traían como propósito enseñar a otros, estremecer a otros, hacerles agradecer cada día el no haber nacido pobres, ni limitados , ni con hijos enfermos. Hacerlos darse cuenta que una despensa llena, una ducha caliente, un sueldo a fin de mes, un ser amado feliz es todo o más de lo que se le puede pedir a la vida. Hacerlos aprender compasión, empatía y generosidad…
Da que pensar como en la vida nunca nadie sabe dónde ni cuándo va a encontrar a sus verdaderos maestros.
(de "Relatos Breves del Chile no Turístico") |