Enfrenta el aire que genera el calor sobre la arena del desierto con el parabrisas, de las dunas más allá de la barranca, atropella la única pintura del cielo al mediodía que es de un puro celeste o celeste purísimo, y rompe el silencio y él auto rojo avanza.
En las aves el aire es de plumaje blanco.
Si le clavo los ojos al horizonte aparece un movimiento de olas que ondulan, que deforman brillantes la línea del aire-tierra, tiembla el límite transparente y ese es el color.
Un color que se mueve empañando raybáns.
Redobla en la chapa y se quema por las rajaduras que el sol le arroja para fundirlo, para cortarlo con sus líneas cegadoras que caminan, y se mezclan ahora sobre el monte autóctono en un cóctel de lo mejor.
El Renó nada en la mixtura caliente y rojo en el aire del fondo de este mar que ahora es sílice, y grita hacia atrás el motorcito desde el caucho girando, girando salpica, escupe, babosea el ripio y el polvo, el lecho de precámbrico particulado y marino.
Cruzaron guanacos, varios, pero lejos. Lo supe por el galope entre la bruma, una tropilla amontonada y algunos dispersos. Veo que saltan, esquivan, la intemperie loteada.
Después dobla, y la nube que crece al avanzar se queda una eternidad aunada al celeste y al silencio, hasta que vuelve al suelo, y la mancha roja es solo un sonido que huye.
En la ventanilla posterior trabada por el cierre y apretada por el vidrio zumba parte de una toalla que busca cubrir el sol, trata de proteger el ardor del verano.
La muerte es parte (no lo saben pero es parte) de la comedia y cuando aparece precedida de anuncios, se la recibe con manifestaciones de respeto, de silencio, se viste de oscuro, o no, puede aparecer cuando avanza un auto rojo por el ripio entre el polvo como talco.
Igual es la muerte.
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