Dos niños de nueve años decidieron entrar a un cementerio. Ambos mintieron a sus madres. Alrededor de las ocho de la noche emprendieron la marcha y a mitad de camino la duda rondaba sus cabezas.
La noche era negra, no hubo luz eléctrica, esto hizo que el cementerio sea más tenebroso. Era un arenal sin nada de vegetación. Poco a poco el miedo acechaba sus pequeños cuerpos. Las viviendas, una a una, iban desapareciendo conforme avanzaban. Uno de ellos notó que pasaron a toda la civilización, y que de allí en adelante empezaría el tétrico lugar.
Los chicos entraron con temor. A lo lejos unos perros aullaban como lobos. Las tumbas estaban alrededor. Quedaron estupefactos, no querían quedarse y huyeron. Los perros empezaron a ladran, y los chicos corrieron a mayor velocidad. Uno se resbaló y cayó bruscamente, el otro siguió corriendo y gritando: no, no, no. El muchacho quedó tirado. Los perros se acercaron. El niño sangraba de la pierna. Los perros lo mordieron. El llanto se hizo intenso. Las garras le desfiguraron el rostro. La sangre se mezclaba con la arena, y el polvo ensuciaba al niño y a los sabuesos.
En la mañana, el vigilante vio una desgarradora escena: el cadáver del niño. El estómago estaba abierto con todos los órganos. Quiso avisar a la policía, pero se percató que ya había patrullas con gente alrededor viendo algo espeluznante: el vigilante y toda la gente chismosa veían al oficial preguntando al otro niño, trastornado, demacrado y perturbado, su nombre, pero sin respuesta. Estaba traumado y solo repetía, como si sufriera de hipo, “no…, no…, no…”. |