Llegaban  como peregrinos a  la tierra prometida. 
 
Parecía  un cuento  con final feliz para cientos de  vidas  desgastadas  por   años de  lucha, de espera, de promesas rotas, de plazos incumplidos.  “La casa propia”  era al fin una realidad. 
 
En cuestión de días,  una amalgama humana de allegados, pobladores de tomas de terreno y  terremoteados (1)  tomaban   posesión de sus nuevos y ansiados hogares,  habitándolos con sus  singulares contrastes  de  plasmas de 60 pulgadas sobre cajones de frutas y  refrigeradores de última generación  llenos de vienesas Til y  botellas de 3 litros de  Piri Cola (2) …o a veces, de nada. 
 
Era un  paisaje urbano  prístino, todo limpio, todo intacto, todo dispuesto para una nueva historia. 
 
Las dirigentas vecinales que habían acompañado a los comités de vivienda estaban a cargo de la logística colonizadora, organizando la distribución de llaves y procurando establecer  vínculos sociales  elementales entre vecinos. Era una tarea maratónica, pero que ellas realizaban con el corazón henchido de orgullo y satisfacción, después de largos años de empecinada pelea contra la adversidad. 
 
Nuevos contextos  para viejas historias, porque traían consigo la misma pobreza que los acompañó en las mediaguas, y era posible que la violencia,  los estigmas, la pasta base  y  las incertidumbres de la subsistencia también  los hayan seguido a los departamentos inmaculados….pero, ya habría tiempo para reencontrarse con esos dolores. Ahora era el tiempo de celebrar, de inaugurar, de poner la bandera, de apostar por la buena racha. 
 
El fin de semana habría cumbia y  asado,  y hasta la hora en que el alcohol terminara por develar a colocolinos y chunchos (3) ,  todo sería  felicidad en el nuevo barrio. 
 
(1) damnificados por terremoto 
(2) marcas de alimentos de baja calidad 
(3) hinchas de clubes de futbol antagonistas 
 
(de "Relatos Breves del Chile no Turístico) 
 
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