A principios de verano, los plátanos ornamentales de jardín mudaban su corteza a trozos caprichosos, tal cual vieja piel, que caía alrededor de los troncos; entonces, las cascas grises y amarronadas dejaban en éstos una calva blancoamarillenta, y yo me entretenía en recoger las piezas caídas para reponerlas, exactamente, en el lugar del tronco del cual se habían desprendido. Era como rellenar un mapa mudo lleno de continentes y mares a los cuales ponía nombres imaginarios. En ocasiones me encontraba con que en alguna de aquellas escamas había sido grabada - supongo que a punta de navaja, por un amante adolescente y apasionado, conservando aún parte de su legibilidad - alguna promesa de amor implícita en un remedo de corazón que, seguramente habría durado - o no- lo mismo que el soporte perecedero donde había sido esculpida. Entonces yo trataba aquella pieza como una Itaca legendaria, tratando de encajarla con esmero en el lugar donde el enamorado lo había creado, como queriendo retener la ilusión inquietante del eterno sueño de amor que acelera el pulso de la vida. Sentía, al instante, un cálido agradecimiento llegado a mi desde el mismísimo viento que acariciaba las hojas, aunque fuese éste el ténue reflejo de una brisa de verano, tratando de recordar dónde estarían aquellos grabados de mi juventud, llenos de la pasión, que yo también había dedicado |