El régimen lo había destinado a enseñar sus letras al fin del mundo, excomulgado por el gremio, castigado por ser demasiado culto, díscolo y vanidoso.
Maldijo su destierro y desdeñó la posibilidad de enseñar a muchachos provincianos, después de haber dado cátedra en escuelas de la flor y nata . Pero se acostumbró, e hizo su trabajo con distinción, porque amaba los libros, los verbos y al Quijote de la Mancha.
Bebía vodka los fines de semana. Lo bebía porque decía que después de tomarlo se le salía por los ojos, como una purga de penas antiguas. Por las noches paseaba solo, rumiando sus rabias, las que de vez en cuando aliviaba en alguna gresca callejera o en algún amorío breve y ardiente.
Hizo cuanto pudo por despertar a sus estudiantes, por zamarrear sus mentes, por mostrarles horizontes lejanos, por promover una diáspora que los llevara por el mundo. Alentó e inspiró (más allá de lo él nunca supo) a quienes lo escucharon, pero llegó a ser cruel con quienes no. Fue admirado y fue detestado.
Se quitó la vida de súbito, como una sorpresa brutal y de mal gusto, cuando ni el vodka ni las pasiones de una noche pudieron aliviar por un momento su espíritu atormentado, y dejó a sus a sus estudiantes, ya adultos, ya desparramados por el mundo, con un recuerdo imborrable y con una deuda de gratitud no declarada.
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