Sentada frente a la ventana mojada, de pronto, como una epifanía que rompía la rutina mecánica de su vida pueblerina, imaginó la cantidad inconmensurable de gotas de lluvia que había visto caer, y el enorme número de flores de ciruelo que había visto florecer después de esas lluvias, y las legiones de gorriones que había visto anidar en esos ciruelos floridos, y las toneladas de mermelada de ciruela que había preparado, años tras años, hijo tras hijo y nieto tras nieto. Pensó en todos los árboles, cientos de ellos tal vez, que habían sido el combustible para la elaboración de esa ambrosía de fruta. Imaginó cuántas conversaciones, cuántas discusiones y cuántos silencios hubo mientras la familia compartía la mesa y untaba con mermelada alguno de los miles y miles de panes amasados que ella había preparado.
Se estremeció, pensando que esta cuantificación súbita de pequeños actos cotidianos, esta secuencia lógica de acontecimientos que desfilaban en su cabeza, cual inventario de vida, podría ser una señal de que su tiempo terminaba y que era hora de estimar cuánto se hizo y cuánto se dejó de hacer.
Podría haberse levantado de la silla, sacudir la cabeza y ahuyentar esos pensamientos aritméticos extraños. Podría haber vuelto enseguida a su rutina predecible y segura…pero no lo hizo.
Se quedó mirando a través de la ventana, interesada con la tarea evaluativa que debía enfrentar, segura de que los siguientes pensamientos no se tratarían de gotas de lluvia ni panes con mermelada, sino de ecuaciones, porcentajes y operaciones matemáticas mucho más complejas que debía resolver.
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