LA ESTACIÓN
Vivían juntos en una pequeña estación, la muñeca, el grajo y el astronauta caído en desgracia.
La muñeca era preciosa, aunque el paso del tiempo le había ido quitando esa inocencia rosa que tenía años atrás, cuando sonreía en una caja de plástico con sus ojos azules abiertos de par en par, mirando el mundo con asombro. Su vestido de lunares estaba sucio y mal cuidado; sus rizos rubios, enmarañados. Uno de sus párpados había quedado permanentemente cerrado luego de un encuentro con una rata hace un par de veranos. Le habían roto el corazón tres veces: Anita - su primera humana -, la hija de Anita, y una Barbie bailarina que la cambió por un Max Steel. No volvería a ocurrir.
El grajo era mudo. De haber hablado, lo hubiera hecho con una voz grave, áspera, quebrada, que contara historias terribles, pero tan cercanas a la verdad que causaran escalofríos. Verídicas a su manera, tergiversadas, como solo los grajos comprenden el mundo. Pero era mudo, y su silencio era aún más perturbador. Era un mal presentimiento en quienes observaban su vuelo de plumas oscuras.
El astronauta era pequeño, nervioso y delgado, habiendo perdido toda la masa muscular en su última misión al espacio, donde había descubierto un gran secreto. El gran secreto. Al volver a la Tierra había sido rápidamente desacreditado y, desechado como un pañuelo usado, le había costado reintegrarse a la sociedad. Pero ahora vivía tranquilo en la pequeña estación, junto a la muñeca y el grajo.
La gran mayoría de los días no hacían nada. Esperaban. La muñeca leía bajo una ampolleta titilante, el astronauta dormía largas siestas, el grajo miraba los tableros de control con un ojo negro fijo en las pantallas. O el grajo salía a esparcir malas noticias, la muñeca se deprimía junto a la ventana y el astronauta vigilaba - al astronauta le gustaba vigilar -. O el astronauta hacía complicados cálculos en sus libretas de notas, el grajo se limpiaba las plumas y la muñeca se sentaba junto a las máquinas. Hacían turnos, y esperaban.
Una vez a la semana repasaban juntos los manuales. Una vez a la semana aseaban la estación: limpiar, barrer, sacudir el mueble de los libros. El astronauta se metía bajo las máquinas y hacía los ajustes necesarios para mantenerlas funcionando. Para mantener las pantallas listas para cuando ocurriera. Y esperaban.
Esperaban.
Esperaban. |