I
Mi derrota en la Batalla de Las Naciones
En Rusia, Prusia y Austria, comenzaron los preparativos para la guerra que harían contra mí. Los rusos invadieron el reino de Wesfalia y mi hermano Jerónimo se vio obligado a huir. El 11 de agosto, Austria me declaró la Guerra. Baviera también entró a formar parte de la coalición que se había formado contra mí. Yo deseaba liberar una batalla decisiva y llamé bajo bandera a otros doscientos ochenta mil jóvenes, muchos de los cuales eran adolescentes. El dieciséis de octubre de 1813, en la llanura cercana a Leipzig comencé la batalla más grande de mi vida. Mis efectivos eran la mitad de mis enemigos, los cuales se lanzaron sobre mis soldados por tres flancos simultáneos. Los oficiales sajones rompen sus sables y se vuelven contra mis hombres. Un dragón de mi escolta se lanza sobre el enemigo gritando: “Sabremos prescindir de ellos. ¡Cobardes! ¡Viva el Emperador! ¡Muerte a los sajones!”
Al segundo día, he perdido sesenta mil hombres. Cuando por la mañana en temprana hora inspeccioné el campo de batalla, unido a Murat, debí confesar que desde Borodino no había visto tantos cadáveres. El día 17 lo dediqué a retirar los muertos. Los días 18 y 19 continuó la batalla y en la tarde de ese día comenzó el repliegue de mis soldados.
La campaña de Sajonia había terminado y empezaba la de Francia. Mis soldados, que habían dado la batalla que terminó en mi derrota, no pelearon con el mismo ardor que los llevó a apoderarse de Italia y de Egipto. Eran hombres jóvenes de entre dieciocho y diecinueve años no habituados a los sufrimientos de la guerra, a las grandes marchas, las fatigas y las privaciones. Yo lo sabía y mis enemigos también.
Después de la derrota, en Erfurt, me despedí de Murat que se dispuso a volver a su reino. Yo sabía que me traicionaba y que se había pasado secretamente a los enemigos. A mediados de noviembre llegué a París. Permití al Papa, que era mi prisionero, regresar a Roma y a Fernando VII a España. Eran los primeros días de enero de 1814 cuando los ejércitos aliados franquearon el Rin e invadieron Alsacia y el franco condado. Wellington, por su parte, avanzaba desde España a través de los Pirineos. La superioridad de mis enemigos era abrumadora. Mis efectivos alcanzaban a cuarenta y siete mil hombres, mientras que mis enemigos poseían doscientos treinta mil hombres y poderosas reservas. En la primera maniobra obtuve un completo triunfo al rechazar a Blücher pero inmediatamente después éste me derrotó en La Rothière aunque no completamente. Parecía que había vuelto a mis tiempos de Italia y Egipto. Mi energía y mi capacidad de resistencia causaban asombro a mis generales. Estaba en todas partes y donde me encontraba, se ganaban las batallas. Derroté a los aliados en varias oportunidades, pero me faltaban soldados y mis mariscales no supieron sacar provecho de sus victorias. Los aliados me propusieron un armisticio pero me negué a recibir al mensajero y rechacé su respuesta. Exigí que mi imperio abarcara la orilla derecha del Rin, Polonia y Maguncia, Amberes y Flandes, Saboya y Niza. Los aliados no accedieron y Talleyrand los convenció de que no debían tener un encuentro conmigo y marchar directamente sobre París donde eran esperados.
En la noche del 30 de marzo, abdiqué en Fontainebleau. El día anterior, la emperatriz María Luisa y mi hijo habían abandonado París. Nueve días permanecí todavía en Fontainebleau. Estaba solo. Mis hermanos habían partido. A mi madre la obligué a marcharse como una medida de seguridad. Josefina permanecía en la Malmaison. El 20 de abril, terminados los preparativos para partir a la isla de Elba y dispuesta la comitiva que debía acompañarme me despedí de los soldados de mi Guardia diciéndoles:
“¡Soldados de mi vieja guardia! ¡Os digo adiós! Desde hace veinte años os he encontrado siempre en el camino del honor y de la gloria. Tanto en estos últimos tiempos como en aquéllos de nuestra prosperidad no habéis dejado de ser modelo de valor y de fidelidad. Con hombres como vosotros, nuestra causa no estaba perdida… Pero habría sido necesaria la guerra civil. Yo he sacrificado, pues, todos nuestros intereses a los dela Patria y me voy. Vosotros, amigos míos, continuad sirviendo a Francia. Su dicha era mi único anhelo y seguirá siendo el objeto de mis deseos. No lamentéis mi suerte, si he consentido en sobreponerme es para servir aún a vuestra gloria, quiero escribir las grandes cosas que hemos hecho juntos. ¡Adiós, hijos míos! Desearía estrecharos a todos contra mi corazón; dejad que bese al menos vuestra bandera. ¡Adiós, otra vez mis viejos compañeros! ¡Que este último beso llegue hasta vuestros corazones!”. Abracé al oficial y besé la bandera que el General me tendió y finalmente exclamé “¡Adiós, amigos míos!”.
Mi carroza se alejó y los ojos de los soldados de mi guardia se llenaron de lágrimas y los viejos granaderos estallaron en sollozos.
Había sido un viejo sueño y una utopía desde la Antigüedad hasta mis días. Igualmente utópicos habíamos sido aunque separados por el tiempo Alejandro Magno y yo, ambos
fracasados en crear un Imperio de representación universal.
II
Mi destierro en la isla de Elba y los Cien Días
Fracaso. He ahí una palabra que yo no soportaba. Quería reconquistar mi vieja gloria y restaurar el Imperio que había llegado a su apogeo en 1810. Heme ahora confinado a esta isla, el lugar al que me destinaron mis enemigos. Aún conservo el título de Emperador de esta isla desde la cual puedo divisar mi Córcega natal.
Mis primeros meses de exilio transcurrieron tranquilos. Yo paseaba, trazaba planes para introducir mejoras en las minas de hierro y en las salinas. Algunos de mis parientes me acompañaron por poco tiempo. Mi madre, mi hermana Paulina y la condesa Waleska. En la isla formé un Consejo de Estado del cual formaban parte los Generales Bertrand y Drout, que me habían acompañado, y algunos habitantes de Elba. Parecía que yo hubiera vivido ajeno a todo lo que no fuera la administración de mi pequeño estado pero no era así. Lo real, era que seguía con atención los acontecimientos que se desarrollaban en Europa. Sobre todo cuando tuvo lugar el Congreso de Viena donde cinco monarcas se han dado cita para reorganizar Europa. Libres de mí, hacían aparecer sus celos, sus intrigas y sus ambiciones y se traicionaban mutuamente, me sacó de mi inactividad.
Sabía que por los pueblos y cuarteles tomaba fuerza el descontento contra los Borbones que había implantado sus antiguas normas de vida y que una pregunta empezaba a oírse “¿Dónde está? ¿Cuándo volverá?”
Paulatinamente, la idea de volver a Francia y restablecer el Imperio cobró fuerza en mi espíritu. Estaba convencido de que toda mi guardia y el ejército continuaban siéndome fieles y que podía contar también con el apoyo de algunos generales. A mediados de febrero, llegó a la isla un emisario de un antiguo ministro de Relaciones Exteriores, Maret, con el encargo de informarme del creciente descontento que gobernaba en el país. Estos informes me decidieron a regresar.
Esa tarde, tuve un encuentro con mi madre…
-Le prevengo que parto esta noche.
-¿Hacia dónde?
-A París, pero ante todo quiero que me dé usted su opinión.
Letizia es una mujer fuerte y valerosa. Sabiendo que nada podrá detenerme me dijo:
-¡Déjame olvidar que soy tu madre! Sigue tu destino. El cielo no permitirá que mueras envenenado, ni en un reposo indigno de ti, sino con la espada en la mano. Esperemos que Dios que te ha protegido en tantas batallas, te proteja nuevamente…
Mi decisión estaba tomada e inmediatamente llamé a mis generales y los participé de ella. Me escucharon entusiasmados y di comienzo a mis preparativos. En la tarde del 26 de febrero, los mil cien soldados que me habían acompañado al Elba fueron embarcados sin que yo les dijera el objeto de mi partida pero no albergué ninguna duda de que lo adivinaron. Cuando aparecí ante ellos me saludaron con grandes aclamaciones.
A las siete de la noche, la pequeña flotilla se puso en movimiento y tres días después a las tres dela tarde del 1º de marzo de 1815, atracaba en el Golfo de San Juan, cerca del Cabo de Antibes. Descendí y los aduaneros que me reconocieron exclamaron “¡Viva el Emperador!”. Este grito me acompañó a lo largo de todo mi camino hacia el Delfinado. En Grasse, hice imprimir una proclama dirigida al ejército francés y al pueblo. En Grenoble salió a mi encuentro el primer batallón del rey. Bajé de mi caballo, avancé hacia ellos y exclamé: “¡Soldados del Quinto! ¡Yo soy vuestro Emperador! ¡Reconocedme como tal! ¡Si hay entre vosotros un soldado que quiera matar a su Emperador, aquí me tenéis.” Obtuve una respuesta unánime salida de todos lo pechos: “¡Estos son nuestros hermanos! ¡Este es nuestro Emperador! ¡Viva el Emperador!”
Dos mil hombres marchan ahora tras de mí. El regimiento Grenoble me seguía y ahora con siete mil hombre me dirigí a Lyon. Las tropas de esta ciudad se me unieron también. Massena llegó desde Marsella así como una multitud de campesinos. Ney, al servicio de los Borbones se dispuso a hacerme frente pero al ver el entusiasmo popular se me unió también. A medida que continuaba mi avance hacia París, se me unían nuevas tropas que eran vitoreadas por las poblaciones que atravesaba. Al llegar estas noticias a las Tullerías, el rey huyó y entré en París sin haber disparado un solo cañonazo. En la ciudad había tranquilidad. Una inmensa multitud aclamó mi llegada. Yo, en cambio, observaba con atención lo que pasaba en Viena. La noticia de mi evasión y de mi llegada a París cayó como rayo y volvió a reunir a mis enemigos que se juraron amistad eterna ante el peligro que los amenazaba.
Yo, por mi parte, siempre había considerado a Inglaterra mi principal enemiga y había dicho: “Los ingleses quieren la guerra, que sean ellos los primeros en desenvainar su espada y yo seré el último en envainarla.” Había odiado con todas mis fuerzas al almirante inglés Horace Nelson y ante sus triunfo en el mar decía: “Nelson, siempre Nelson.”
Ahora comprendí que mi rápido triunfo se debía a las promesas hechas a los campesinos, la más grande masa de ciudadanos y me dispuse a dar una nueva Constitución al pueblo francés. Mandé llamar a Benjamin Constant, mi antiguo enemigo quien en pocos días elaboró un proyecto que fue aceptado y promulgado el 23 de abril. LA Constitución tranquilizó los ánimos por algún tiempo pero la burguesía confiaba poco en mi liberalismo y exigió la convocatoria del Parlamento, la cual quedó fijada para el 26 de mayo, en que sería conocido el resultado del plebiscito a que se había sometido la Constitución. El resultado fue de un millón quinientos cincuenta y dos mil cuatrocientos votos a favor y cuatro mil ochocientos en contra. El 1º de junio me dirigí al Campo de Marte para jurar solemnemente la Constitución. La ceremonia fue impresionante pues todos sabían que era el preludio de una nueva guerra que sería mi ñultima contienda. Ocho días después se inician las sesiones de la Cámara.
III
Mi derrota en Waterloo
Al siguiente día partí para el campo de batalla y decidí dar comienzo a mi campaña en el territorio bélico más sangriento de Europa, el de Bélgica. Europa se unió contra mí. Los lentos y pesados regimientos rusos atravesaban Alemania. Francia respondió a mi llamamiento con sesenta mil hombres en lugar de los doscientos cincuenta mil que necesitaba. Los aliados, decididos a terminar de una vez conmigo, alinearon de golpe, un ejército de setecientos mil hombres. Carnot que sabía todo eso me aconsejó que esperara. Haciendo grandes esfuerzos se podía levantar en unas semanas de doscientos treinta a doscientos cuarenta mil soldados. Moví mi cabeza negativamente. “Necesito una victoria, no puedo hacer nada antes de haberla logrado.
El ejército me acogió con grandes exclamaciones de entusiasmo, pero los hombres desconfiaban de sus mariscales y generales. El 14 de junio inicié la campaña invadiendo Bélgica. Mi plan era impedir que mis cuatro adversarios se reunieran, apartar a los prusianos de los ingleses y derrotarlos por separado. Ocupé Charleroi y cruzamos el Sambre, pero el General Bourmon, que mandaba el flanco derecho, huyó hacia los prusianos aumentando la desconfianza de los soldados. Desde Charleroi envié a Ney en persecución de Blücher pero la maniobra de mi hombre fue tardía y perdió la batalla con Wellington. Aquel día todavía alcancé una victoria en Ligny. Al día siguiente, 17 de junio, dejé descansar a mi ejército. El 18, envié a Grouchy con treinta mil hombres en persecución de los prusianos mientras que junto a Ney marchaba en relación a Bruselas. Wellington había ocupado con su ejército la posición del Monte San Juan al sur del pueblo de Waterloo a veintidós kilómetros de Bruselas. Cuando libre´la batalla de Moscowa, dije a mis hombres palabras que los electrizaron “¡Ahí está el sol de Austerlitz!” Pero el sol que iluminaba el día de la batalla de Waterloo era distinto: un alumbrar mortecino de resplandores inquietantes. Pasé revista a mis hombres y ellos gritaron “¡Vive l’Empereur!” En esa mañana del 18, mi ejército y el británico con fuerzas equilibradas se encontraron frente a frente pero la batalla se demoró. Yo esperaba que la lluvia cediera para colocar mis baterías en un terreno más seco. A las once y media comencé el ataque. Diez mil dragones franceses marchan tras el Mariscal Ney le brave entre les braves para ir a la toma de la colina de la cual depende la suerte de Europa. Di a Grouchy la orden de replegarse. Necesitaba vencer antes que llegaran los prusianos. Por la tarde, en pleno combate, me anunciaron que el cuerpo de Bullow se hallaba en marcha. A lo lejos, el Segundo Cuerpo Prusiano había entrado en acción. Tuve un momento e desazón al divisar los uniformes blancos del ejército prusiano. A las siete de la tarde, decidí mandar a la lucha a mis últimos cinco mil granaderos, pero el Segundo Cuerpo Prusiano cercó a mi guardia que comenzó a ceder. Grouchy no llegaba y rodeado por mis granaderos me vi obligado a retroceder. Las fuerzas enemigas aumentaban. “¡Rendíos, valientes franceses!”, gritó el Coronel inglés Halkett. Pero mis hombres preferían la muerte a la rendición y no cedieron. Al fin, diezmado el gran ejército, retrocedí y me vi obligado a huir con mis soldados. Blücher había seguido avanzando hasta completar la victoria. Aquella noche, un tabernero recibió a un hombre despeinado y con las ropas en desorden. Era yo. Pero no era ya un emperador. Mi imperio se había derrumbado como un castillo de naipes. Mi vida militar que había sido una existencia de fuegos de artificio había terminado. En el campo de batalla de Waterloo quedaban los cuerpos de veinticinco mil franceses y veintidós mil ingleses y aliados. Dos días más tarde, me hallaba en el Elíseo, mi nueva residencia. Carnot propuso al Parlamente que proclamase mi dictadura, Davout propuso disolver el Parlamento. Yo rehusé. Lafayette declaró: “Entre nosotros y la paz sólo se interpone un hombre; que se marche y tendremos paz.” No era ésta, sin embargo, la opinión del pueblo. Los habitantes de los barrios San Antonio y San Marcelo desfilaron por las calles de París aclamándome y pidiendo la continuación de la lucha pero yo no quise apoyarme en las masas y el día 22 de junio renuncié por segunda ve al trono en favor de mi hijo, el rey de Roma que se hallaba al lado del Emperador Francisco, su abuelo. Algunos de los que me acompañaban me aconsejaron adoptar un nombre falso y un disfraz y alejarme bajo su amparo. Pero este procedimiento me repugnaba y decidí confiar mi destino a Inglaterra y dicté la siguiente carta:
“Alteza Real; víctima de las facciones que dividen mi país y de la enemistad de las grandes potencias de Europa, he dado por terminada mi carrera política y vengo como Temístocles, a buscar amparo en el hogar del pueblo británico. Me pongo bajo la protección de sus leyes que reclamo de vuestra Alteza Real, como el más poderoso, más constante y más generoso de mis enemigos.”
El Capitán de la fragata Bellerophon que había anclado en el puerto de Rochefort garantizó mi libertad con estas palabras: “Napoleón será recibido en Inglaterra con todas las consideraciones debidas a su persona. Entre nosotros, sé generoso y democrático.” El 15 de julio de 1815 me puse en manos de mi más encarnizado enemigo.
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