Apenas un grano de arena en el desierto, una gota de agua en el océano y una hoja de otoño dispersa entre la hojarasca.  Exiguamente una  minúscula parte de una múltiple cantidad de  objetos y sujetos similares.  Una parte de un contexto en el mundo. Solo eso soy.  Estructura ósea sostenida y visible,  desde la imagen que me muestra  mortal y frágil.    Parte de  una existencia camino al exterminio. Únicamente existo ante los ojos de quienes me ven. Intrascendente  número de una sumatoria  entre el elemento y el hombre; criatura creada  en apariencia de un dios supremo o  de otros dioses en la controversia de otras controvertidas creencias. En definitiva,  una simple partícula entre otras tantas vidas. 
                                 
En eso pensaba cuando una pregunta afloró a mis dudas: ¿de qué estamos hechos, qué nos hace diferente?, si es que se pueda ser diferente. Sin remediar mis dudas me atreví a visualizar  mínimamente esas diferencias. Comencé preguntándome en qué radican las variables.  
                                                                                               
¿En el organismo, en la raza, en el idioma, en el color? No, nada de ello fundamenta  mis preguntas. Entonces, sin ser tan profundo en mi análisis, me doy cuenta de que  somos y estamos formados de cultura, inteligencia, sentimientos, límites,  de nuestros orígenes, desde el paisaje  y, sin duda a equivocarme,  agregaría: saber amarnos. Quizás, esto sea  algo endeble, parte de un deseo infinito, un sentimiento que se percibe, que se  siente. ¿Está el corazón involucrado en ello, es el alma, que se eleva y lo magnifica y embellece? No lo sé, no  sabría decirlo. 
 
Creo ser una sombra minúscula que se diluye sin sol, un borroso espejo que me multiplica transitoriamente  en donde me expongo a contemplarme, el leve audio en que escucho mi nombre, el breve tiempo en que me detengo a saberme. Es todo tan endeble y frágil que me expongo a la vanidad de saberlo todo y, sin convencerme, me digo:   ¿quién  soy, de qué estoy hecho?         
                                                    
Quizás, una recopilación imperfecta de la memoria, hojas de ese libro siempre abierto e incompleto, ese baúl que nos resguarda de olvidos, que nos pone de frente  al futuro que viene detrás encadenado al pasado, el que cada día guarda en su interior parte de nosotros. Uno, cientos, miles y millones de baúles con diferentes cargas, con disimiles guardas nos van haciendo distintos y, en la imperceptibles diferencias, nos  señala como únicos. 
  
En ese total de todo cuanto guardamos habitan voces, imágenes y hechos simples e intrascendente, puntuales momentos.  Entre ellos, el dolor, la risa y la ira, elementos que nos tatúan el alma, haciéndonos  diferentes.  Sin ánimo de seguir hurgando en los motivos que sin tregua persigo para entenderme más, para saber de mí y  de tantos porqués, creo haber encontrado el inicio para dilucidar mis dudas. 
 
Incertidumbre, acertijos y débiles presunciones, desde una inestable coherencia que apenas lo sostiene. Todo ello para comenzar a desmadejar el ovillo. De lágrimas humedecí mi piel, mis ojos y mi corazón; de risas dibujé la felicidad  en mi rostro, en mi boca  y en las ganas de ser feliz. Así, simplemente,  comienzo a saber qué hay en mí. Razones y motivos sobran, para situar en el presente lo que  quedó grabado en mí, todo cuanto fui, lo que me formó, todo está ahí, a mano de la necesidad de ir por ello. 
 
Un paisaje de verdes y ocres, de otoños y primaveras, de ríos y soles. La voz y la ternura inconfundible de mi madre llamándome, acarreando y sosteniendo mis dolores y mis miedos. La figura inmensa, la palabra y esa manera de decir y aconsejar  en la boca de mi padre.       
                                    
Después están las cosas exteriores, las que llegan,  se las retiene o se las deja ir. Un libro, una frase, imágenes  y palabras, la herramienta  en que trasciendo y me eleva en la tarea de crear y embellecer mi espacio y mi tiempo. Todo tiene su dimensión, su valor. Siempre tuve la necesidad de amarrarlas a mi carga  y de llevarlas conmigo. 
  
De ello recuerdo pasajes, imágenes de un libro: “Don Segundo Sombra” de Güiraldes. Ahí encontré al hombre en su dimensión. Recuerdo cuando el peón,  el joven que se hacía a la vida como resero, dormía entre mantas bajo la lluvia. De pie, a su lado lo contempla don Segundo, dio unos pasos y pateó con cariño al joven.   Luego, yéndose, murmuró: “¡Hacete hombre, muchacho!”       
                                                              
Del mismo libro recuerdo un pasaje que pinta la inocencia y el atrevimiento. El mismo joven hacia alardes de un romance con una chinita  del campo vecino. Don Segundo escuchaba en silencio. En una de esas, el joven ve la cara del viejo criollo, calló de repente  y guardó recato ante las chanzas de los demás; con vergüenza, el joven se encamina para los corrales  mirando en hitos de tiempo, el silencio y el rostro de don Segundo.                                                   
 
Abro una revista, en su tapa se anuncia una entrevista a Jorge Luis Borges. Doy vuelta con rapidez a las hojas para encontrar la nota. En una foto Borges mira tras los cristales un día de sol, su perfil se alumbra en un contraste de  luz. Los ventanales y las cortinas corridas para alumbrar tanta oscuridad. Jamás he podido olvidar aquella foto. ¡Tanta luz, tanta vida en esos ojos apagados! Tiempo atrás, tiempo que ya olvidé,   anduve por esas sombras;  y de vez en cuando llegan  a mí, me resguardo en ellas para encontrar la luz y doy gracias a Dios por las sombras que guardan en ella mi alma y mi paz.      
 
Así voy recordando escenas de películas como la de Leonardo Favio:  "Crónicas de un Niño Solo".  En una de sus escenas, Piolín, nombre del personaje, corre sin detenerse por el amplio salón.  Castigado, lleva atado a su cuello un cartón donde dice: "Piantadino", en alusión de  “escaparse”.  Después, mira desde su diminuta altura la puerta que lo encarcela. Arriba, una ventanilla lo invita a soñar a  huir y lograr la libertad tan ansiada, la cual tan bien representa la mía.     
                                                
Me dejo estar en la placentera paz  de haber dilucidado algunas de mis eternas dudas  que andaban sin respuestas, dejadas a la deriva  para un después cuando todo se torna más confuso, cuando ya no queda tiempo,  yéndonos de este mundo sin haber dejado nada, apenas lágrimas, descontento  y mucha pena.      
                                                              
Al final,  todos nos iremos llenos de preguntas; quedarán  muchas más dudas que aseveraciones y flotará  en el aire final de  la partida un porqué no fuimos un poco más felices si estaba en nuestras manos y en nuestros corazones todo cuanto nos hacía falta. Simples, cotidianas y perdurables cosas, frutos y semillas de todo lo sembrado.  
 
Después de pensar y analizar tanto, tomo consciencia de mi limitada trayectoria  en proceso a ser simplemente ceniza.     
       
 
  
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