Rodrigo, Rodrigo…No hace falta que te diga lo mucho que te quiero y lo mucho que valoro tu magnífica labor como vicecanciller de la Iglesia durante todos estos años. Tú eres mi cardenal predilecto. El corazón de este Papa siempre ha estado y siempre estará abierto para ti. Siempre podrás contar con mi ánimo y mi consuelo ante las adversidades, con mi firmeza y mi consejo ante las incertidumbres. No dudes, ni por un instante, de que, en la medida de lo posible, y ya te habrás dado cuenta de que, desde la cátedra de Pedro y con la ayuda de Dios, hay muchas más cosas posibles de lo que pudiera parecer, apoyaré tus legítimas aspiraciones a una vida espiritual y material acorde a tu noble linaje. Si nuestro Señor tiene a bien llevarme a su seno antes que a ti, confío en que seas tú quien me sustituya como pastor de su rebaño. Pero, a pesar de todo, tengo que decirte que esto que me pides ahora me parece inapropiado. Estoy de acuerdo contigo en que la pérdida de Constantinopla ha sido vengada. También estoy de acuerdo contigo en que el peligro sarraceno ha sido extirpado. Motivos hay, desde luego, para la alegría e incluso para el júbilo. En cuanto supe la venturosa noticia, ordené que repicaran todas las campanas de Roma, que se realizaran numerosas procesiones y misas solemnes, y que se entonara un glorioso tedeum en la catedral. La ciudad entera se iluminó con hogueras y antorchas. Se programaron torneos, espectáculos y otros divertimentos para el esparcimiento del pueblo. Pero esto que me pides ahora… Ya sé que, como buen español y como buen valenciano, adoras las fiestas. Ya sé que en tu tierra estáis locos por los toros. Ya sé que en el escudo de armas de la familia Borgia figura un toro rojo en campo de oro. ¿Pero, de verdad, tú crees que es una buena idea realizar una corrida de toros para celebrar la toma de Granada?