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Inicio / Cuenteros Locales / Mariette / Brisingamen, Vida Tras la Muerte: Capítulo 2

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Capítulo 2: “Una Mujer Sin Honor”.
Nota de Autora:
Waes Thu Hael. Los saludo desde mi metro cuadrado muy feliz de haber vuelto a las andanzas –aunque bastante tarde, habiendo tenido vacaciones desde noviembre, nunca tendré vacaciones más largas y recién me puse las pilas en febrero… es que estaba más muerta que viva-.
Hoy no quiero dilatar más esta nota de autora, quiero agradecer a Zepol su comentario al capítulo anterior, agradecer su apoyo y esperar no defraudarle y estar realmente progresando en este borrascoso camino que es la literatura.
En este episodio volveremos a ver a un personaje muy enigmático que en El Futuro del Pasado, de hecho, no tuvo más de una escena y me atrevería a decir que dos diálogos. Pero , ese es el motivo por el cual la canción que recomiendo para este capítulo es Helvegen –Camino al Hel- de la excelente banda de folk noruega Wardruna, quienes ponen la banda sonora a Vikings, una de las mejores series televisivas de nuestro tiempo. Sin más dilación, espero que lo disfrutéis y os doy una pista: a este personaje le hemos visto el capítulo pasado pero no le hemos reconocido.

¿Qué tal todo el mundo? Aquí la joven Sparrow reportándose desde las más amargas profundidades, tras sortear un pesado semestre. Extraño mucho escribir, así que… aquí voy.
Tras escribir este capítulo he llegado a la conclusión de que la canción no será Helvegen –así que me disculpo de antemano si la habéis buscado ya para oírla mientras leéis, y de paso os agradezco por leer-. El tema de este episodio es De Tva Systrarna, interpretada por el grupo de folk metal alemán In Extremo.


Freya se arremangó las faldas de su vestido blanco y salió corriendo de Hlidskjálf. Los níveos pies, protegidos en esas elegantes sandalias con piedras preciosas incrustadas en el empeine, parecían no tocar el suelo transparente. Cruzó un pasadizo tras otro, sin prestar atención real a nadie, casi arrollando a hombres, elfos, enanos, sirvientes, seres mágicos y todo lo que se le pasara por delante. Había visto quién acababa de entrar, sus ojos no se habían cruzado, pero ambos sabían que se encontrarían. ¿Dónde estaba? Quiso usar la adivinación para saberlo, si hubiera sido una simple mortal hubiera elevado una plegaria a los dioses para que la guiaran, pero siendo una diosa por sí misma, ¿a quién podía pedirle ayuda? Por una vez en toda su existencia deseo no ser el ser más poderoso de todos.

-¿Dónde estás?-masculló entre dientes mientras observaba alrededor como una posesa, intentando reconocer su rostro entre la gente del servicio. Observó también a través de las paredes de hielo, del otro lado no se veía a nadie.

-¡Dama Freya!-Arturo exclamó de pronto haciendo una profunda señal de respeto. Se preguntó cómo podía respetar un ser que iba en contra de Dios, del único Dios. Se sintió en parte sucio y desleal, por otra parte, sentía como si estuviera buscando un nuevo hogar que pronto habría de traicionar. Y por alguna razón no se sentía tan mal por eso, se sentía audaz, más audaz de lo que nunca se hubiera sentido.

-¡¿Tú?!-la exclamación brotó de lo más profundo de la garganta de la Vanir; sus ojos se agrandaron con escándalo. Cada seña de sorpresa se marcó en su rostro, que pareció congelarse como una escultura. Arturo retrocedió, ligeramente asustado; la única idea que le roía la cabeza era que Freya, acaso, hubiera podido descubrirle, descubrir sus intenciones, sus pensamientos, la oscuridad en su ser y en sus ambiciones. Ella estaría sorprendida, sin duda; nadie nunca podría esperarse algo así de él, haber desentrañado aquel secreto posiblemente estaría siendo tortuoso para ella. , quiso alzar una plegaria, pero ya no sabía a quién dirigirla; no a Jehová, no podía permitirse ser tan cínico, al menos eso intentaba decirse para ocultar la aterradora verdad de que creer se presentaba como la más terrible e imposible de las misiones. Pero tampoco creía a ciencia cierta que Odín o Frigg o Thor o la propia Freya pudieran ayudarle, fuera del impresionante poder que se desprendía de ellos, si acaso pudieran y si acaso estuviera errado en no creer en ellos, no le ayudarían, ¿quién ayudaría a un traidor? ¿Quién cuidaría a un lobo en el establo sabiendo que crecería y arrasaría con todo a su paso? Eran de dudosa moral y de más dudoso rango de acción, se le antojaban unos impostores, ¿pero acaso el mejor de los mentirosos no era el ser más audaz de todos por la forzosa misión de sobrevivir y por el agrio camino que se había impuesto a sí mismo?

-¿Qué sucede, Dama Freya?-preguntó; se sorprendió de que su voz sonara tan segura, tan firme; casi seria y sincera, cualquiera excepto ellos sentiría que estaba diciendo la verdad y que no confiar en él sería la mayor de las crueldades y casi un suicidio.

-¡Tú no deberías estar aquí! ¡¿Qué haces aquí?!-la voz de la mujer pareció incendiar las paredes, era aterradora, como estar en el seno de un volcán. Arturo se encogió ante la idea. , pensó, pero se obligó a pasar el pánico por alto, por eso no notó todas las espantosas consecuencias que eso tendría. Intentó decir algo, lo que fuese, ya no importaba cuán necio resultase, pero nada le vino a la cabeza.

-¡Freya!-la imperativa voz de Odín resonó al otro extremo del pasadizo. Ambos voltearon a ver al Padre de Todo. Arturo pasó saliva, , pensó; el gesto irónico y algo malicioso en los ojos de Odín le comprobó que tenía suficientes motivos como para sentir miedo; a medida que se acercaba más y más, convirtiéndose en un ser aparentemente más magnánimo a cada paso, le costaba más despegar la vista de aquella mirada aguda, a la que parecía no escapársele ningún detalle-. ¿Estas son formas de tratar a nuestros visitantes? ¿Esta es la forma en que tratamos a los amigos? Ni siquiera los mortales en Midgard tenían la osadía de pasar por alto la hospitalidad y el respeto-. Arturo se debatió entre pensar que aquellas palabras iban intencionalmente dirigidas hacia él, maquilladas en un bonito disfraz de protección, o decirle a aquel poderoso señor que los mortales en Midgard aún existían; de más está decir que no hizo ni lo uno ni lo otro-. Te pido disculpas, mortal. ¿Has tenido buen viaje?-preguntó con paternal amabilidad.

-Me…-Arturo quiso responder, pero la ruda impronta de Odín le cohibía. ¿Hasta qué punto sabría qué cosas? Freya lo sabía todo, hasta incluso lo que él mismo ignoraba: bien podía ponerlo en aprietos, o bien extorsionarlo o bien revelar toda la verdad, y no tendría cómo culparla, era su derecho.

-¡Pero qué digo!-exclamó Odín, interrumpiéndolo deliberadamente. Arturo sentía la tráquea apretada y la espalda sudorosa, atenazado por el miedo-. ¡Si en Midgard no queda nada ni nadie! No preguntaré qué has venido a hacer acá, no por ahora; es mejor que estés aquí, a que estés afuera.

Ambos pudieron ver al muchacho suspirar y relajar los hombros, como si nuevamente estuviera en paz. Cerró los ojos y quizá susurró un gracias, no estuvieron bien seguros. Freya se crispó indignada; una sospecha comenzaba a clavársele entre ceja y ceja, después de todo, lo había visto, ¿verdad? , pensó; la furia creció en ella. ¡Cómo osaba engañar a la magnífica Freya!. , se dijo. Porque ella, mientras veían entrar a aquella procesión de extraños y rudos marineros desde Hlidskjálf, pudo ver ese rostro, aquel odiado rostro. , masculló para sus adentros; . Pudo ver aquel rostro, burlón, disfrutando mostrarse, revelarse dentro de los dominios que no podía cruzar, y antes de que siquiera pudiera hacer nada, la visión se había ido y sólo estaba la procesión de marineros y la voz de Odín mascullándole maldiciones a la espalda. Y mientras ella se deshacía en sus paranoias, Odín no podía evitar sentir algo de culpa: ellos mismos habían puesto a ese chico ingenuo y abnegado en un problema del que no podría salir solo.

-Supongo que querrás ver a Esperanza-la voz de Freya fue cortante, se asemejaba a una daga hecha del más puro hielo. Arturo abrió los ojos y vio la coqueta y, por qué no, irónica expresión de la Vanir. Decirle que no era un sinsentido, había pedido que dieran la vuelta, había soportado el pavor de que Jormungander de un coletazo le aventase al abismo, había aguantado todo con tal de volver a verla; pero aparentemente, decir no era la única opción de evitar que la telaraña que ella tan hábilmente tendía sobre él, dejara de extenderse. Si hubiera sido más sabio, habría refrenado su lengua, se hubiera detenido a pensar unos segundos antes de responder, aunque hubiera tenido total certeza de que ella lograba leer su mente y saber que lo que más deseaba era llegar a Esperanza.

-Más que nada en este mundo, Dama Freya-la seriedad de sus palabras hizo que Odín soltara una torva sonrisa; quizá algún día había sido tan joven como él, pensó Arturo, quizá en lo más profundo de los recuerdos de una edad perdida era capaz de comprenderlo; pero en realidad lo que Odín sentía era un dejo de culpa: cómo podían utilizar tanto a una persona por seguir estando en lo alto de los Nueve Mundos. Era casi asqueroso.

-No hay nada que no harías por ella, ¿verdad?-preguntó aquella voz gastada. Tanta ingenuidad no cabría ni en un mundo ni en otro, sin embargo parecía ser el marfil en el que estaba moldeado aquel muchacho. Arturo no alcanzó a responder, Freya le interrumpió con un gesto que parecía pedir una muy trabajada disculpa.

-Te hospedarás en Fólkvangr-una sonrisa se dibujó en sus bonitos labios y Arturo entendió que el recelo que ella parecía haberle tenido era ahora un asunto del pasado, y que comprendía que, aunque sus métodos no lo eran, sus intenciones eran sinceras. Odín frunció el entrecejo, de seguro algo se estaba trayendo entre manos.

-Muy bien, pero antes de que le entretengas con tus asuntos, mujer, te pediré que vengas conmigo a Hlidskjálf; pide a alguno de tus sirvientes que lleve al muchacho hasta sus aposentos. Supongo que debe de haber alguno que no esté en la cama, ¿o me equivoco?-lo único que Arturo notó era el pavoroso contraste entre aquella risa que parecía decir que sólo era una broma y aquel ojo rudo, violento, clavándose en la Dama.

-Razón tiene usted, Majestad-dijo ella mientras hacía una venia que se le hizo algo falsa-. ¡Ven aquí, Arturo!-su aparente sumisión desapareció para dar paso a un ademán brusco y arrogante. El chico se quedó en su sitio por unos momentos.

-Ve-Odín también parecía haber dejado caer su máscara amable y ahora era un viejo agrio e impaciente, pronto a regañar a sus díscolos hijos. Pronto sus pisadas se confundirían con las de Freya y Arturo saliendo del pasillo.

-No tenemos todo el día-aquella voz musical sonaba muy misteriosa cuando aquel tono soberbio lo invadía, pensó el muchacho mientras asentía hacia Odín y seguía a Freya; sin siquiera haber sabido qué estaba ella diciendo, se hubiera enterado de que era una orden proveniente de una Alta Señora, de aquellas órdenes que son sólo un aplazamiento de la muerte hasta que venga la siguiente. , fue el único pensamiento que cruzó su cabeza. ¿Cómo podía él, que apenas y comprendía nada de lo que decían sus propios tripulantes, mantener una conversación con esos bárbaros? Era una locura colosal.

-Señora, ¿me buscaba?-una voz masculina resonó y una figura enigmática apareció por entre los arcos, Arturo no supo bien de entre qué pilastra había salido, era como si hubiese llegado por arte de magia. Su único ojo tenía una mirada oscura, viciada.

-En efecto-Freya sonrió complacida y se relamió los labios-. Quiero que lo lleves a Fólkvangr, le des un cuarto, ropa y agua limpia, cena y le asignes una guardia en su puerta: es de mis visitas más ilustres y no quiero que corra ningún peligro.

Luego de dar esa orden, Freya pasó de ambos con aquel distinguido caminar tan señorial y tan suyo. Siggurd ya no quería cuestionarse qué realmente quería esa mujer, sólo quería vivir en paz, morir en combate ya había sido suficiente, pero llegar a vivir a la morada de aquella promiscua era un asunto totalmente distinto. ¿Qué tenía de peculiar aquel muchachito que lo seguía? Era sólo un cúmulo de carne, huesos y sangre. ¿Carne, huesos y sangre con qué propósito? ¿Cogérselo? Sabía que ella era insaciable, que buscaba siempre probar algo nuevo. La conocía bien, de seguro a cada día que pasaba sentía cómo se podría entre riquezas, entre visiones y entre los mismos hombres a cada noche, hora tras hora. ¡Pobre! ¡Cuán lamentable era su vida! Siempre tenía un solícito esclavo por tomar y siempre podía desecharlo dentro de la media hora siguiente sin ningún remordimiento, con total seguridad de que sólo volvería a verle la cara si lo deseaba, pues ella misma se había conseguido un respetable número de varones dispuestos a cumplir sus más sórdidas fantasías. Era bien sabido en todo Asgard y en todo Vanaheim que ella no hacía ascos a nadie ni a nada, si podía pasarse la vida en la cama, con una fila infinita de hombres a su puerta, lo haría con gusto. Quizá ese sueño sin cumplir era lo que le agriaba el ánimo y por eso era tan pedante: estando vivo había conocido gente desagradable, neurótica y prepotente, al morir había pensado que descansaría y ese había sido el peor error de todos. ¿Para qué quería a ese niño? Porque eso es lo que era, un niño asustado, que le seguía por temor, que sentía que el mundo era tan grande que acabaría por comérselo. ¿O era lo limitado del mundo lo que lo asustaba? Siempre con un borde, siempre a la mira de los dioses, a la vista de Odín desde Hlidskjálf, siempre con los ojos persistentes y agudos de Freya sobre sí. ¿Para qué quería ella a un niño asustado? ¿Qué podía obtener de él? No sabía qué le daba más asco y vergüenza: la falta de escrúpulos de aquella Señora o ese muchachito tembleque que no le quitaba los ojos de encima. Al girar en cada recodo sentía el impulso de sacar su hacha y matarlo. ¿A dónde irían los muertos ahora que la propia Hella había desaparecido del mapa? No tenía la menor idea, quizá aquel chiquillo sirviera siquiera para averiguarlo.
A esa edad muchos ya eran hombres, con un hambre casi obsesiva por sentir sobre su cuello la caricia del futuro, por oír el susurro de las Nornas; con los sentidos alerta, siempre alerta, presintiendo lo que vendría un instante después, con la nariz inundada por el perfecto aroma de la sal y del mar. ¡Ah! ¡El mar! Cuando él tenía esa edad había añorado el mar.
Aún la brisa de verano venía a su memoria, aquel viento, que tras las fuertes nevazones y los lagos congelados del invierno, a cualquiera se le antojaría cálida, capaz de revivir el fuego en el pecho de los hombres. Su hermano, cuatro años menor aún correteaba tras él, persiguiéndolo con aquella espadita de madera cuando padre miraba, y con el hacha cuando conseguía escamotearla. Su hermanita no era diferente. Tenía doce años y hacía una semana había escuchado a madre decir que arreglaría su matrimonio con el primogénito de una familia vecina. Al crecer, aún al crecer, estarían juntos: ella siendo señora de aquella granja a la cual solían ir a jugar cuando eran unos niños, y él gobernando aquella que había pertenecido a su padre y a su padre antes de él, hasta que la historia se perdía en aquella que Odín había aprendido luego de vender su ojo. Todos podían decir que ella era grande, que ya era una mujer, pero su hermanita, a sus ojos, siempre sería una criatura y su más grande tesoro.
-Háblame sobre la Batalla de Brávellir-la vocecita de Helga le pareció como el canto más celestial de los ríos, apenas descongelándose, entre las piedras. No tuvo necesidad de voltear para ver la expresión de disgusto de su madre. A madre, a padre, a los tíos que nunca asomaban la cara por ahí, incluso a él mismo que rara vez prestaba atención a los Skaldos y a sus canciones, a todo el mundo Helga le pedía la misma historia.
-¿Sabes lo que es una escudera?-el sonido de la rueca entre sus dedos golpeteaba casi tan firmemente como aquel pájaro en el techo. No quiso pensar que golpeteaban tan fuerte como la decisión de romper con los sueños infantiles de su hermanita, pero de todos modos lo hizo. Era un hombre ya: conocía su sitio en el mundo y el de Helga también, sin embargo aún se le formaba un nudo en la garganta al saber cómo iba a acabar todo.
-¡Claro que sí!-tampoco necesitó voltear para ver cómo los ojos de Helga brillaban.
-Son mujeres que para luchar en el campo de batalla renuncian a lo más maravilloso que tiene una mujer-la voz suave de su madre, aquel tono que todas las madres suelen emplear para hacer que un hijo ingenuo entre en razón, cambió, así como la estrategia-. ¿Sabes por qué sólo tus hermanos pueden usar armas y tú no?-antes de que su hermanita pudiera hacer algún comentario agudo al respecto, su madre siguió hablando-. Porque atacar a alguien desarmado es una deshonra.
-Entonces que nos den armas para defendernos-aquel comentario inocente aún mil años después le arrancaba una sonrisa.
-Atacar a una mujer es atacar a la vida misma, y la vida es algo que hay que respetar-Siggurd años después se cuestionaría acaso esa no era la más alta ironía que hubiera escuchado nunca: proteger la vida… ¿De qué cuernos servía defender la vida si siendo apenas unos críos se subían arriba de un barco y disfrutaban del arte de ponerla en peligro a cada saqueo? Su mundo estaba forjado por el peligro y habían aceptado el reto de usarlo como cincel en pos de algo mayor, de gloria, de dejar una huella. ¿Y de qué serviría dejar una huella sino que para que cualquier hijo de vecino considerara que mientras más tentara a la muerte, más importante sería? ¿Qué tenía de importante la gloria y qué tenía de importante pretender respetar la vida?-. Tú ya eres grande, hija, y ya pasó aquel momento en que podías elegir si sacrificar aquel regalo o no.
Ninguna palabra más hizo falta. Helga se paró de la roca en la que estaba hilando. La rueca arrojada violentamente en el suelo y aquella espadita de madera que tanto se pelearan con su hermano menor también ahí, fue lo único en lo que pudo fijar la vista. Un paso tras otro; podía dar mil de ellos y aún le parecía estar en casa, aquel día, escuchando el canto de los pájaros, el rumor del río, los gritos de su madre intentando hacer regresar a su hermana.
No la encontró hasta unas horas después, cuando Máni tenía para sí el firmamento. Estaba en el muelle, viendo como el mar apenas parecía moverse desde las profundidades, allá donde yacía el horizonte, hasta sus pies descalzos. El viento aullaba entre las velas de las naves, entre las jarcias, silbó mientras se abría paso entre cascos y dragones de madera, ahora dormidos. Era la flota más grande que nunca hubiera visto, podía que en su corazón anidara el deseo de hacerse hombre y correr el mundo a lomos de una de aquellas embarcaciones, pero sus ojos estaban abiertos con infantil teatralidad y asombro.
-Sabía que te encontraría aquí-dijo con una sonrisa de mediolado, al tiempo que se sentaba junto a ella y se quitaba la capa para ponérsela sobre los hombros.
-Madre dijo aquello por lo que estoy pensando-la triste expresión de los ojos de Helga le partió el corazón. No tenía caso mentirle, pero tampoco era capaz de decirlo a viva voz, así que asintió con la cabeza-. ¿Te mandaron a buscarme?-aquella pregunta, aún más lastimera, le rompió el alma.
-No-el vapor salió de sus labios-. Madre y padre están demasiado borrachos como para recordar que tienen hijos-algo de rencor podía leerse en sus palabras.
-¿Borrachos? ¿Por qué?-.
-Padre ha hecho un festín para los capitanes de la flota, la casa está llena y creo que hay más hidromiel que agua-aquel comentario la hizo reír con ganas, sintió cómo un horrible peso se le salía de la espalda.
-¿Por qué los ha recibido?-.
-Uno de los capitanes es su hermano-.
-¡¿Su hermano?!-aquellos ojitos entre que curiosos y que estupefactos le devolvieron el alma al cuerpo.
-Sí, su hermano-no sabía bien qué había dicho, pero de repente la situación parecía bastante graciosa.
-¿Cuántos hermanos tiene?-preguntó ella frunciendo graciosamente el ceño.
-No lo sé, he perdido la cuenta-ambos rieron tanto que la tripa les dolió, pero nada dolía tanto como lo que iba a decir. Se mordió los labios mientras tomaba las manos de Helga-. Escucha, hermanita… el hermano de padre quiere llevarme en la flota, consigo-los ojos de su hermana se abrieron como dos farolas y sus mejillas perdieron todo color-. Madre lo único que ha dicho, o al menos que se le entienda, es que no quiere que yo me vaya aún, que quizá dentro de un verano o dos yo sea un hombre y pueda irme; pero padre creo que aceptará la oferta.
-¿Y tú no puedes decirle que no quieres irte y ya?-se leía el rencor en la voz de Helga, ambos sabían que él añoraba el mar, pero que no quería dejar su casa, no quería dejarla a ella.
-¿Y por qué no les dices tú que no quieres casarte y ya?-ambos ciertamente estaban en la misma encrucijada, sin tener voz ni voto sobre sus propios destinos: dijeran no o dijeran sí, todo sería exactamente igual. Pero, siendo sinceros, quizá ahora no sólo añoraba el mar: ahora lo deseaba, lo quería todo para sí, gota a gota. Ver aquella flota tan grande como ninguna que hubiera visto, ver el viento acariciando sus velas le llevaba a preguntarse cómo se sentiría sentir el mismo viento pasar sobre su cabeza para hinchar aquel velamen e impulsar la nave, allí donde no había tierra; ¿sería acaso el mismo viento? ¿Cómo era sentir por primera vez aquel piso de tablas crujir, sabiendo que bajo él sólo había agua y más agua? Era una sensación embriagante y él quería beber de aquel licor. Quería ir, quería ver qué había más allá de aquella niebla, de aquel aire que le congelaba la nariz, de esas cascadas y bosques casi tan tupidos e impenetrables como el mismo mar. Porque si incluso su propio tío había sido capaz de conquistar el océano y cubrirse de oro y gloria, ¿qué se lo impedía a él? Quería irse, incluso si su hermanita se quedaba ahí, tan lejos, incluso si nada ni nadie le aseguraba que volvería al invierno siguiente; ¿quién quería volver a aquel sitio si tenía el mundo por delante? ¿Para qué volver si el mundo era suyo? Helga lo miró anonadada, dándose cuenta que las intenciones de su hermano mayor habían cambiado: él era un vikingo más, aunque ella quisiera creer que nunca se convertiría en uno. Al notar aquella expresión de pavor, sintió como si un cristal de hielo le hubiera atravesado el pecho-. No quise decir eso, hermanita-fue todo lo que atinó a salir de sus labios cuando la única cosa inteligente que pudo hacer fue abrazarla.
-No es justo-ella susurró, por primera vez no le abrazaba-. No es justo que tú te vayas en un drakar y que yo me quede aquí para casarme con quien padre y madre quieran-y razón no le faltaba. Por una vez en la vida, no consiguió conmover a Siggurd, él ya estaba lo suficientemente confundido tras sincerarse consigo mismo y comprender que aquel fuego que le llenara el pecho al mirar ese muelle –incluso antes de encontrarse con Helga- era el de embarcarse hasta donde la corriente le llevara. Una lágrima rodó por su mejilla y mojó el cuello de su hermano. No sería capaz de dejarla, ¿o sí?
-Escucha, tengo una idea; es una locura, pero es la única opción-Helga se debatió entre mirarlo con suma atención y alzar desafiantemente la barbilla, segura de que diría algo que sólo le haría rabear-. El hermano de padre, nuestro tío, está ebrio, ahogado de borracho, no notará la diferencia. Debes suplantarme.
-¡¿Qué?! Eso nunca funcionaría: notará que soy una niña-se quejó ella.
-Si quieres irte, tendrás que proponerte a que esto funcione-quizás fue su voz sibilante o sus ojos fríos, pero su hermana sintió el suficiente miedo como para callarse la boca-. Ahora escucha: tomarás mi ropa, te cortaré el pelo y usarás mi capucha. Te esconderás en una de las naves-al notar que a ella el pecho comenzaba a agitársele, bajó la voz y la aferró con más fuerza-. Mataré a su vigía, tomarás su lugar y yo tomaré su ropa. Te esconderás hasta que hayan salido del fiordo. Cuando él te pregunte quién eres, dirás que te llamas Siggurd y eres hijo de su hermano, no te puede temblar la voz, ¿entiendes? Cuando pregunte por qué no te recuerda o por qué te recuerda diferente, le dirás que no debe olvidar las jarras de hidromiel ni las de vodka ucraniano que se echó entre pecho y espalda, eso le parecerá ingenioso y le causará gracia. Finalmente, cuando pregunte por qué estás aquí y no fuiste a despedirlo con padre y madre, dirás que es porque pretendías escapar de madre, ya que ella no estaba de acuerdo con que te fueras tan joven. Él entenderá y, si no lo hace, ya estarás lejos del fiordo: no te tirará al agua si están en mar abierto y, si tocan tierra, podrás escabullirte hasta poder embarcarte. ¿Entiendes?-y se había puesto de pie de inmediato, buscando nerviosamente en sus bolsillos alguna baratija que sirviera para algo más que coger polvo o evocar recuerdos, y miraba ansiosamente alrededor, pensando en cuál de todos esos drakar estaba el pobre incauto al que le haría una buena propuesta para luego cortarle la garganta. ¿Se atrevería a cortarle la garganta? ¡Bah! Claro que sí, no lo sabía, pero era tan buen mentiroso que incluso él mismo conseguía creerse sus engaños.
-¿Quién eres?-preguntó aquel chiquillo cuando su curiosidad, o quizá sería su ingenuidad, venció el miedo con el que lo miraba y se convenció que, ante todo, era un ser humano. Sí, ahí estaba ese chiquillo. Le molestaba su actitud, su mirada huidiza, su cuerpo que parecía temblar, todo le molestaba de aquella criatura que rayaba en la cobardía.
-Ya está-fue lo único que supuso que podría responder antes de asestarle un puñetazo en la barbilla y rugirle que se hiciera hombre, mientras abría una puerta de aquel pasillo que aparentemente no tenía fin. Era Fólkvangr, lo había recorrido tantas veces, días y noches sin saber si eran noches o días y sin tener idea de si el frío que sentía era porque todo brillo que hubiera en su efímera vida se había evaporado, o si estaba en el corazón de un eterno invierno, de un infierno blanco y gélido que acabaría por congelarle. Porque esa era la verdad, las armas de Loki y las armas de Freya no eran de acero, tampoco eran de plata: eran de lapislázuli y oro, y controlaban desde donde quiera que ellos estuvieran, el ritmo de los nueve mundos y de la vida, mucho más certeramente de lo que Odín nunca haría. Hombres destruidos por el frío, el hambre y el tedio de una oscuridad que no iba a nunca acabar eran más fáciles de controlar y, cuando el momento llegara, el Ragnarök vendría sobre ellos, el fin del mundo caería como una ola gigantesca y ellos mismos alzarían o a Loki o a Freya sobre sus hombros para coronarle como su rey o reina, con la esperanza de que pusieran fin a su desesperación. Y ahí estaba, luego, aquel crío cobarde y asustado. ¿Qué había visto él que realmente pudiera asustarlo? ¿Qué realmente había observado que diera tanto miedo? Nada. No había visto pasar años tras otros, contando cada hora para no perder el sentido del tiempo, pudriéndose entre cuatro paredes, mientras la podredumbre y la muerte le rodeaban, no, él no había visto nada. Que se quedara muy quieto, en su sitio, tras esa puerta que estaba cerrando y que se quejaba a cada segundo de una forma más aguda, y que no hiciera más problemas.
-Te lo encargo-dijo a uno de sus compañeros que había conseguido vestirse con algo más que ropa interior y salir a hacer guardia a los pasillos, una guardia que muchos juzgaban de inútil: nada sucedería en Fólkvangr antes de que Freya pudiera vislumbrarlo en el tejido de las nornas y cambiar ella misma esas peligrosas tramas; él ya no pensaba que fuera un sinsentido tan grande-. Lo ha traído Ella-completó mientras le arrojaba una pesada y oxidada llave de cobre.
Sus pasos resonaban secos, ahogados en aquella superficie congelada. Había cruzado desde Vanaheim hasta Asgard y se había internado en Valaskjálf sin que ninguna idea se asomara en su mente, absorbida por la ira y la determinación. Sólo fue consciente de su propia existencia cuando sus botas sacaron agudas voces al suelo de aquel hielo casi tan transparente como el cristal, lo único fuera de su propia consciencia que le recordaba que aún estaba sobre el mundo. Las pilastras se alzaban alrededor de él, de aquel tono azulado tan igual al del piso, cada columnata con runas inscritas, cinceladas y esculpidas, a veces formando caprichosos diseños, en otras ocasiones rostros, cuyas miradas agudas aparentaban querer juzgarle. No, nadie tenía derecho a juzgarle.
-Oh, así que aquí estabas-la sensual y bien modulada voz de Freya emergió de algún rincón en aquel lúgubre y enorme salón. Los mortales que entraban en él solían enloquecer, perdidos en ese extraño, oscuro y congelado laberinto, sin más compañía que aquel eco que parecía traído de otra vida. , Siggurd maldijo por lo bajo; a buen recaudo tras una columnata: ella lo había encontrado, quizá lo había visto o, en su defecto, su poderosa magia le había hecho saber que no estaba sola en aquel sitio.
-¿Dónde más iba a estar, preciosa?-una voz varonil y con un marcado acento burlón, semejante a una sempiterna risa, habló antes de que el joven guerrero se pusiera en evidencia. Un hombre cubierto de pies a cabeza por una capucha azul apareció dándole la espalda, no pudo verle el rostro, y por mucho que estuviera de frente, tampoco hubiera podido verle la cara, ensombrecida por aquella capa.
-Pudriéndote, bajo tierra-ella escupió cada palabra-; ¿cómo el veneno de aquella serpiente no te mató?-más que una verdadera pregunta, aquello era un desesperado reproche: el reproche de una mujer que quería el mundo a sus pies contra alguien que no se había doblegado, alguien que no había muerto por más que ella así lo hubiera deseado. Interiormente, Siggurd sintió que aquel hombre le agradaba-. ¿Cómo lograste escapar?-la voz de ella se hacía a cada más segundo más furiosa.
-No eres la única a la que la vida le sonríe, mi preciosa trepadora; no eres la única aquí que sabe cómo funciona el Seid-Siggurd escuchó como una risita burlona escapaba de los labios de aquel hombre, le vio tomar la cintura de Freya y recargar a la diosa contra una de las columnatas.
-Quítame las manos de encima si aún disfrutas ser varón-siseó ella. El muchacho, desde su escondite, pensó acaso no era su deber como guardián y sirviente suyo defenderla de aquel ladino. Optó por no hacerlo, estaba mucho más seguro en su sitio y, si interrumpía, nunca conocería el desenlace de aquella enojosa situación.
-¡Oh! ¡La lujuriosa Freya tiene miedo de irse a la cama!-el individuo se mofó, sin embargo, acicateado por la amenaza, la soltó, no de muy buen ánimo: sus manos parecían detenerse lentamente, caer muertas por aquella cadenciosa curva que Siggurd había acariciado tantas veces. , pensó con un dejo de malicia y bronca.
-Al fin muestras tu verdadera cara-ella parecía estar en una ensoñación. La tensión era tal que podía oír sus respiraciones.
-¡Oh, por favor! ¡Yo siempre muestro mi verdadero rostro! Es el resto quienes prefieren detenerse mirando la máscara y no escuchando lo que dice-.
-¡Claro!-le interrumpió ella, luego de soltar una encantadora risita-. Eres un mentiroso, disfrutas ser un mentiroso; no sientes la necesidad de dejar caer tu máscara. Pero yo sé perfectamente quién eres, dónde estás, aunque no pueda verte.
-¿Un actor necesita dejar de lado su personaje en medio de la función? No, mi preciosa trepadora. Y tú lo sabes tan bien como yo, aunque quien te vea siga viendo a la hermosísima Freya y a nadie más: no necesitas mentirme, porque no hace falta en lo absoluto-el hombre de la capa azul se recargó contra la pilastra, acorralando a la Señora de los Vanir: al fin alguien parecía ponerla nerviosa, ponerle cada punto en su lugar.
-¿A qué has venido?-preguntó ella, su voz era firme, se notaba que se estaba obligando a sí misma a no demostrar la aversión que aquel sujeto le inspiraba.
-¿Y aún lo preguntas? Para ser una trepadora de tanto renombre y talento, tu agudeza mental deja mucho que desear-aquella burla aparentemente iba a soltar pronto una nueva retahíla de insultos y amenazas, pues un dedo cubrió los labios de la Dama antes de que aquella voz varonil siguiera sonando.
-Por tu culpa me lo robaron-se mofó ella, antes de concluir-: estás loco.
-¡Oh!-él moduló perfectamente, cadenciosamente-. No fui yo quien fue hasta Heimdall porque le habían robado el Brisingamen, ¿verdad? Una jugada estratégica, mucho: te sorprenderá que no te odie por ella-Siggurd pudo ver el perfil del hombre, una nariz respingada, unos pómulos marcados, unas mejillas delgadas, aquella perenne sonrisa torcida que desfiguraba sus labios y prominente barbilla, y aquellos brillantes ojos verdes, astutos y fuertes, audaces. Aquel sujeto realmente le daba miedo. Freya hizo ademán de irse, pero aquella mano macilenta la aferró del brazo, impidiéndole marchar-.Ten mucho cuidado con lo que hagas ahora, Freya: yo no te recomendaría irte-el semblante del encapuchado se volvió súbitamente sombrío-. He venido a proponerte un trato.
-Ten mucho cuidado con lo que digas ahora: porque de lo que digas dependerá si mañana tengas tu cabeza sobre el cuello-por alguna razón, tan cruel amenaza sólo provocó una fuerte risotada en su interlocutor: parecía parecerle algo nimio y banal. ¿Tan poco valoraba su vida? ¿O es que ni con su vida y su muerte lograrían detenerle?
-¿Cuál mañana? ¿Cuándo tu collar maldito se decida que hemos estado a oscuras demasiado tiempo? He sabido que tienes a Esperanza Rodríguez bajo tu custodia-la diosa bufó, poniendo en evidencia lo mucho que la detestaba-. Tengo la solución perfecta para que te la quites de encima: voy a casarme con ella, pero para eso, necesito que…
-Eres un ser sucio y vil-la Dama escupió: se esperaba todo de él y, aún así, su falta de escrúpulos era sorprendente y, quizá, a sus ojos, admirable.
-Todos lo somos, preciosa trepadora-un ojo del hombre se cerró con picardía-. Si quieres quitártela de encima, dile a Odín quién has visto, dile quién realmente soy, quién se oculta tras aquella careta y dile que hago mi humilde oferta de matrimonio a tan poderosa y valiente dama-Freya estalló en una violenta carcajada en aquel momento.
-¿Y entregarte el Brisingamen en bandeja?-se burló-. Creo que el arte de las estafas ya no se te da tan bien.
-Si quieres podrías enseñarme-aquello más que a desafío sonaba a oscura proposición-. No, no me entregarás el Brisingamen: no me interesa el Brisingamen-.
-¿Y tú crees que yo voy a creerte eso?-bufó ella.
-Por supuesto que lo harás: sino realmente conseguirás que me interese y Odín estará de acuerdo, Odín estará de acuerdo con cualquiera que lo tenga excepto tú: yo puedo ayudarte o ser tu ruina, y tienes la oportunidad de elegir-y aquella sonrisa pérfida y a la vez vacía de crueldad fue lo que le heló la sangre a Siggurd, nunca había visto una sonrisa así, tampoco unos ojos tan perdidos.
La Dama Freya asintió solamente, cualquiera hubiera dicho que era admirable, pues en esa aterrante situación, no demostraba ni una pizca de miedo; Siggurd la conocía mejor y sabía que había algo de temor en ella, en cada gesto, en la forma en que se movía su caprichoso cuerpo, y sabía que hervía de ira, de deseos de someter a aquel advenedizo y conocer sus verdaderas intenciones, tirarlas por tierra. Los pasos de la Vanir la llevaron hasta que se perdió de vista de su sirviente, quien no tuvo tiempo de reaccionar a tiempo, antes de que aquel sujeto se acercara y no pudiera salir de su alcance. Ahora podía ver su rostro.
-Y tú también ten mucho cuidado-la Señora de los Einherjer escuchó la voz de su mayor gloria y mayor ruina decir. Los pasos a su espalda se alejaron, dos personas se separaban, cada una por su rumbo y ella sabía perfectamente quién era quién. Cuando finalmente consiguió salir de aquel extenso salón de pilastras de hielo, una sonrisa cruzó su bonito y simétrico rostro: ahora sabía, también, exactamente lo que quería y debía de hacer. Cuando entró en el Valhalla, las trompetas y voces se alzaron.
-Reverenciad a Freya, Señora de los Vanir-dijo uno de aquellos que custodiaba la puerta del salón por la cual entró. Apenas se detuvo mirando a los hombres de pie y a las valkirias, tan complacientes como duras; leyó la lujuria en sus ojos y también leyó del recelo. Tan pronto como entró, salió por otra puerta. Cruzó salones y escaleras hasta que, finalmente, llegó al punto más alto de la morada de Odín.
-Quiero que mires-dijo el anciano, de espaldas a ella, su voz le causó escalofríos-. Quiero que mires y me digas lo que ves-pudo distinguir su perfil, apenas un pedazo de nariz, un pómulo hundido y un ojo profundo, con una mirada penetrante: él lo sabía todo.
Freya observó la estancia, la conocía desde siempre, desde su más tierna infancia, acaso había tenido una, eso bien podía remontarse al inicio de los tiempos. En un comienzo había pensado que ser una diosa era un privilegio, la envidia de cualquier mortal: cualquier cosa que deseara estaría a su alcance, en sus manos estaría el poder de ser la mayor gloria y el mayor terror, siempre dependiendo de su voluntad; los elementos se doblegarían ante ella, Señora de la Naturaleza, Señora de todo. Sin embargo, a medida que pasaron los años, y milenio a milenio formaron en los anales del tiempo, se dio cuenta de que poder decidir caprichosamente sobre el destino de otros tenía un precio, y ese era el tener que renunciar a ciertas cosas que la hubieran hecho feliz. Una de esas cosas era la ingenuidad, la completa ignorancia sobre el curso del futuro, sobre el significado de los intrincados tejidos de las Nornas; hubiera disfrutado haber sido una niña normal, la hija de cualquier humano sobre Midgard, haber jugado inocentemente junto a las olas del mar y haber descubierto una a una las criaturas de los bosques. Saberlo todo era la mejor arma de todas, Odín y ella, muy en el fondo no eran tan diferentes, sin embargo, saberlo todo era a cada instante más tedioso. Caminó lentamente, disfrutando el sonido de sus pasos y las miradas de los guardias sobre el movimiento de sus caderas, rostros llenos de lujuria reflejados en los vidrios; aún así, no sonrió. Los muros formaban un enéagono, todos ellos de cielo a suelo hechos en vidrio, al igual que el techo y el piso. Así, desde su Trono, en el centro de la habitación, el dios más importante, podría observar los nueve mundos según su deseo.
-Veo destrucción, Padre de Todos, eso veo-se apoyó en uno de los pilares de oro y cerró los ojos, su respiración era agitada y, ¿cómo no iba a estarlo ante semejante amenaza?
-Tú misma la has traído hasta aquí, ¿qué propones para evitarla?-aquella pregunta le hizo cuestionarse acaso él no lo sabía todo. ¿Qué sacaba con todo ese diálogo? Una confesión. Una confesión y ella estaría acabada. Pero, ¿qué podía perder siendo una diosa? ¿Podía realmente perder algo? Ella era la pasión, la furia, la muerte, ¿podía eso ser erradicado de raíz en un universo donde luchar era la única forma de sobrevivir?
-Lo he visto-interrumpió antes de que Odín pudiera salir nuevamente con alguna de sus agudezas, seguramente alentado por la mirada lánguida que ella mostraba en esos momentos. Lo vio mecerse la barbilla, pudo ver su único ojo clavado con fuerza en los suyos-. Vi a Loki, consiguió sobrevivir al Ragnarök y está de vuelta en Asgard.
-¿Qué clase de truco es este, Freya? Iddun lo vio morir en el Ragnarök, Arturo y Heimdal lo mataron; hirió a Esperanza y ella comió de las manzanas del Yggdrassil. Esperanza ha roto el orden del universo al romper tu collar, pero ante todo, eso es tu culpa-estaba colérico, su voz había subido desde el escepticismo, hasta un rugido fruto de la ira-: tú debías velar por la muchacha y por el Brisingamen, incluso si estaba en sus manos. Ahora Loki ha venido nuevamente por el Brisingamen, bien sabemos tú y yo que su malicia le llevará incluso a pervertir ese collar aún más que lo que tú hiciste nunca.
-Lo sé, Padre de Todos-por primera vez en muchísimo tiempo, Freya se comportaba de una forma sumisa y educada, aunque se obligaba a mantenerle altivamente la mirada-, por eso he llegado a un acuerdo con Loki.
-¡¿A un acuerdo con Loki?!-Odín finalmente perdió la paciencia; se puso violentamente de pie, mientras el pesado Trono de oro caía a sus espaldas-. ¿Has llegado a un acuerdo con Loki? Hace menos de un mes que intentó destruir el orden establecido y por poco lo logra, hemos perdido a nuestros mejores hombres y los Nueve Mundos, especialmente Midgard, aún son un verdadero despojo: todo por tu culpa. ¿Cómo te atreves?-no fue capaz de preverlo ni evitarlo, sólo supo que ese puño fue a estrellarse contra su nariz, la cual emitió un crujido bastante desagradable de oír y que, cuando la tormenta pasó, una sensación húmeda y metálica le cubrió los labios.
-No dejaría que él nunca volviera a tocar el Brisingamen, así fuese con un palo-ese fue su turno de estallar de rabia-. Ha venido por Esperanza, viene a casarse con ella.
-¡A casarse con ella!-Odín bramó atónito, incapaz de comprender nada.
-Sí, a casarse con Esperanza. Al parecer piensa que ella es de quien depende poder del Brisingamen, que ella es más importante que el mismo collar, que sin ella no puede controlar el Seid en lo más mínimo-sus ojos se agrandaban más y más a medida que desvelaba cada detalle de los deseos del más amargo y retorcido de los dioses, acaso él mereciera ese título.
-¿Para qué quiere manejar el Seid? Ya ha demostrado dominarlo perfectamente-la voz del dios sonó ronca e incrédula.
-Para lo mismo que quería el Brisingamen hace menos de una luna: es un maestro del disfraz y de los trucos, pero algo como cambiar el orden natural y sacarte de tu Trono es algo que está fuera de su alcance: necesita todas las fuerzas del universo en procesión o algo superior a eso. El Brisingamen ya no le importa en absoluto, pero sí mi discípula.
-Ese es un motivo más para evitar poner a Esperanza a su alcance-entre dos guardias pusieron el Trono nuevamente en su sitio y un tercero llevó una jarra de hidromiel y dos copas. El ruido del líquido cayendo en el cáliz fue lo único audible, aunque a Freya ya le parecía posible escuchar las reflexiones de su interlocutor: Loki no era el único capaz de causar el caos a voluntad, ambos eran capaces y ambos lo disfrutaban, con intenciones demasiado diferentes y, a la vez, demasiado iguales. El más importante de los Señores de Asgard apenas alzó la palma de la mano para rechazar la copa ya servida, que fue a dar a los ansiosos labios de la Vanir, quien observaba, de pie, los efectos de sus palabras.
-¿Está seguro, Majestad?-preguntó ella con su voz, nuevamente suave y melodiosa-. Esperanza sin el Brisingamen es una simple mortal más.
-Nos odiará por haberla casado por la fuerza-concluyó él, y más cerca no podía estar de la realidad. También un espíritu indómito y rebelde se ocultaba en lo más profundo de su corazón, él también había sido salvaje y ahora le parecía que esa faceta de sí mismo estaba retornando lentamente, como venida de un largo y profundo sueño, despertada por el Ragnarök y las conspiraciones. Debía admitir que estaba harto de esto último, quería un descanso, retirarse humildemente a pasearse hasta el fin de sus días, hasta que Iddun decidiera nunca más darle de sus manzanas, en un mundo alejado de todos aquellos ambiciosos seres que querían sentarse en Hlidskjálf y que destruirían todo su esfuerzo de una vida condenado y atado a su deber; quería hacer todo eso, pero de preferencia en un mundo que no estuviera destruido, como estaban todos los mundos que su anciana mente era capaz de recordar. Quizá aquellas bestias sedientas de poder y vestidas de seda y gloria habían comenzado su labor, después de todo; quizá haber luchado valientemente en el Ragnarök sólo había sido posponer cobardemente el fin, el final que iba a llegar de todos modos. Quizá Freya y sus profecías lo habían condenado desde el comienzo, se dijo, y la frustración anidó en su corazón por unos breves instantes, los suficientes como para darse cuenta de que no estaba dispuesto a darle el gusto. Aquel espíritu intrépido volvía a anidar en él, y quitarlo de en medio tomaría tanto como pelear las últimas batallas. Ya mandarle saludos a Hella no le importaría si hubiera una Hella a quien mandarle saludos y un Hellheim a donde ir a congelarse los huevos, perseguido entre almas que le atormentarían hasta que todo acabara por extinguirse como el fuego de cualquier hoguera, lo buscarían y lo llevarían a la locura entre el frío y la oscuridad por haberle cerrado las puertas del Valhalla y haberlos mandado a podrirse entre monstruos y sus peores y más oscuros miedos. Un infierno, un infierno de hielo, sí, de hielo, para inocentes y malditos, para todos por igual. Aquel no era un infierno de fuego, no podría nunca acabar, y sin embargo, así las cosas, incluso con eso habían cargado.
-No lo creo… el disfraz que Loki ha escogido esta vez es muy conveniente: es Arturo Gómez-una sonrisita presuntuosa se formó en los labios de Freya mientras apartaba la copa, devolviéndosela al guardia, quien hizo una mueca de desagrado al descubrirla vacía. Los ojos de Odín se agrandaron desproporcionadamente. Ya no estaba de ánimos para conspiraciones y tener que esconder incluso sus más naturales reacciones para que no pudieran usarlas en su contra, y aunque lo hubiera estado, no hubiera podido evitar el desagradable sabor en la boca que le dejaba aquella idea. Arturo siempre había sido una persona fiel y leal, saber ahora que sólo había sido una máscara, un mero truco, se le antojaba, además de inesperado, aberrante. Freya disfrutó con su expresión, era más dulce que cualquier otro elíxir. Su interlocutor no era ningún tonto, sabría que Esperanza estaba ridículamente enamorada, como cualquiera en sus años mozos, de aquel chiquillo a quien suponía un desertor del clero cristiano; casarse con él se le iba a antojar apresurado y, posiblemente, exagerado, pero sabiendo lo apasionada y curiosa que era, hasta rozar en lo dominante, pronto se iba a olvidar de sus recelos e iba a disfrutarlo. Ella no necesitaba saber que nunca había existido tal Arturo, moriría feliz, si tenía mucha suerte, dentro de un par de décadas, creyendo haberse casado con su primer amor; no era necesario descubrirle tal engaño. Loki se desposaría con su propia estafa y el Brisingamen no saldría de Asgard.
-¿Estás segura?-Odín nunca había sido un romántico, ni siquiera con su esposa, Frigg, pero no podía ocultar que un proyecto tan vil le causaba recelo como pocas cosas lo habían hecho. Ni siquiera Loki se le había antojado nunca tan pérfido, incluso siendo señor de ladrones y mentirosos, siempre le había parecido más un niño travieso que un hombre malvado. Sus intenciones solían ser ocultas y difusas, tanto como sus idas y venidas, pero aunque sus métodos eran cuestionables, acababa ayudando a quienquiera que se encontrara en problemas con criaturas realmente crueles. Pero todo había cambiado con el asesinato de Baldr, sí, todo había cambiado. Lo había aventado al abismo, lo había condenado, había acabado con las pocas cosas buenas que había en él, y no se arrepentía: podía hacerlo una y mil veces más.
-Tanto como de las intenciones de Loki y de que, si el Brisingamen permanece en Asgard, podrás, con tu infinita sabiduría, repararlo, o llevárselo a Mimir o a los enanos que lo forjaron-Odín se ahorró un comentario al respecto, tal vez dos; ¿cómo iban a quitarle el Brisingamen a Esperanza? La respuesta era obvia: Freya se lo quitaría, ¿cómo quitárselo sin pasar por las manos de Freya? Eso era más complicado. Ella no sacaba nada con todo ese plan, nada que le devolviera su collar, excepto eso: y era sólo una mera posibilidad. Torció el gesto, desilusionado por lo que iba a hacer.
-Que Loki nunca le revele su verdadera identidad, sino estamos acabados, todos nosotros. Y encárgate de él, de que no arruine todo un poco más: es su talento, no quiero que me demuestre nuevamente su talento-su voz sonaba cansada; Freya supo entonces que lo tenía finalmente a su merced.
-Oh, eso lo tengo completamente controlado… Majestad-murmuró antes de girar sobre sus talones, bajar la pequeña escalinata que separaba el Trono de la puerta y ambas hojas se abrieran dejándola nuevamente en el pasillo.
Y aquel fue el último momento placentero de aquella jornada. Cuando regresó a Folkvángr, con la luna brillando tras un grueso manto de nubes, convocó a cenar a todo su séquito, al menos a los varones que formaban parte de él. Comió cuánto deseó mientras observaba atentamente; sus ojos finalmente chocaron con un puesto vacío.
-¿De quién es ese puesto?-preguntó desde la cabecera de mesa, señalando el sitio vacío. Para ser sincera consigo misma, que siempre lo era, se sentía insultada por aquella desobediencia, su orgullo le impedía dejarla pasar.
-De Siggurd, mi Señora-respondió uno de los einherjer. Mentiría si dijera que era capaz de recordar el nombre de aquel sujeto y mentiría dos veces si dijera que lo recordaría dentro de media hora. Pero sabía quién era Siggurd, al menos eso creía. Si eso hubiera pasado antes del Ragnarök, le hubiera parecido patético siquiera pensar cuál de todos los Siggurd en Fólkvangr era el ausente.
Con aquella mirada astuta aún impresa en su bello rostro, siguió cenando hasta que se cansó de comer y escuchar la incesante e insensata conversación de sus hombres, aquellos cumplidos y preciosas palabras por alguna razón se le hacían burdas y grotescas en sus labios, ella deseaba alguien más, algo más. Aquel cosquilleo en su entrepierna crecía hasta enloquecerla. Todos ellos ya la tenían harta, sentía deseos de gritarles que se callaran y que se fueran, que desaparecieran del mundo para siempre, no verles nunca más. Los miraba uno a uno, desde el borde de su cáliz y sólo sentía asco al verles, insatisfacción. Sin siquiera despedirse, se recogió las faldas, dejando la copa a medio vaciar y se fue a recorrer su fortaleza, su infranqueable fortaleza donde podría podrirse hasta morir o morir hasta podrirse, el sentido de la frase no le quedaba claro. A su paso recibía reverencias, insinuaciones; uno de los Einherjer la tomó de la cintura y respiró quietamente en su cuello. Por primera vez en mucho tiempo sintió que era profundamente aberrante. Había yacido con todos, vivía por y para el placer y ellos eran sus meros sirvientes, muy conscientes de lo que ella quería, de lo que ella necesitaba. Pero con ninguno de ellos esa molesta sensación, que ya no parecía estar en lo profundo de su entrepierna, sino en lo más profundo de su espíritu, era capaz de aliviarse y de irse, sólo crecía más y más hasta ser en lo único en lo que pudiera pensar junto a la ira irracional que ellos le provocaban.
Sus sirvientas ya se habían retirado a dormir, la costumbre les diría que ya no eran horas para que anduvieran en los corredores, laberintos y pasadizos; sólo su Señora tenía el derecho de hacer tal cosa y regodearse, escoger con quién pasaría una hora y luego la otra, lo necesitaba, lo anhelaba desesperadamente. Al pasar por frente a una de las muchas puertas esbozó una sonrisa cínica, y ese sería el único gesto que rompería su apatía y duro gesto de incontrolable rabia, al menos hasta que llegara ante otra puerta y la abriera sin tocar.
Él estaba ahí, sí, siempre ahí; con aquel rostro rudo e inexpresivo, serio, imperturbable. Sus pensamientos eran inexpugnables, pero de todos modos, lo que menos le importaba de él, al menos por ahora, eran sus pensamientos. Recostado sobre la cama, entre aquellas sábanas que se amoldaban cómodamente, como modelando su cuerpo fornido y bien marcado, cubierto de cicatrices. Incluso su cuerpo parecía carecer de expresión, aquel brazo puesto detrás de la almohada. Completamente desnudo, esperándola.
-Mi Señora-Siggurd se incorporó de la cama lentamente, como si nada le importase, ni siquiera su presencia, y la miró, con aquel ojo torvo y sombrío que parecía saberlo todo, incluso donde Odín había escondido su ojo. Ella cerró ansiosa la puerta, asegurándose de que quedara bien trancada, lo suficiente como para que no entrara ningún extraño ni segundo en discordia. Se paró frente al muchacho sin prestarle atención a lo que decía, batallando con los cordones al costado de su torso que refrenaban su vestido y lo mantenían pegado a su cuerpo; finalmente la amarra cedió y el vestido cayó como un simple trapo blanco. No pasó mucho hasta que sus calzones fueron a dar justo sobre él. Se abalanzó sobre la cama, sus pechos colgaron provocativamente, su cuerpo, aquella obra de arte envidiada por los dioses y admirada por los mortales, apresando sugestivamente al otrora guerrero, nuevamente de espaldas. Sus labios atacaron casi rabiosamente su cuello y cada vez bajaron con más pasión, con más locura; sus manos recorriendo cada centímetro de su piel. Esa noche, si él la hubiera tocado, no se hubiera dado por enterada, concentrada en aquella tarea de sacar toda su desesperación, toda su propia fuerza, su lujuria y proyectarla en alguien más. Esa noche no le interesaba lo que él o cualquier otro hiciera con ella, le importaba lo que ella haría con él. Desde luego, Siggurd ya se esperaba lo que ella buscaba y sabía de antemano qué era lo único que podía hacer para dejar de ser un mero objeto y ser, aunque sonara mentira, una persona, alguien con derecho a actuar y hacer lo que deseara.
Ella gimió, jadeó y dijo algo que él, pese a estar mucho más cuerdo, no logró comprender. Estaba como ausente, pensando en aquella mujer. Freya guiaba sus manos y sus movimientos, pero era incapaz de sentirla, no deseaba sentirla. Aquello se estaba volviendo maquinal, siempre tan frío. Freya podía ser la pasión personificada, el encanto el amor y algo más, pero él no dejaba de ser su zorra, eternamente a su disposición para su disfrute y nada más. Mientras ella gritaba y gemía, él no sentía nada; era incapaz de recordar la última noche que había disfrutado de toda esa farsa antes de caer en la dura realidad. Y de pronto había llegado la mujer de los largos cabellos de azabache y los astutos ojos verdes, profundos, fuertes, provocativos. Sus gestos eran bien trabajados, su andar una delicia de ver. No entendía cómo nadie la había visto colarse en el castillo ni en una habitación de un Einherjer y eso era, de todos modos, lo que le traía con menos cuidado. Llevaba una tiara de oro sobre su frente de una palidez de muerta y una gargantilla a juego, de la que pendía una enorme piedra roja y brillante entre sus senos generosos, apenas cubiertos por unos mechones de pelo. Su cintura era bien modelada y de sus caderas anchas se sujetaba un lienzo negro, cubriendo su intimidad y parte de sus esbeltas piernas.
-¿Tú quién eres?-preguntó cuando entró esa tarde en su cuarto.
-Kaira-respondió la mujer, su voz era como un susurro ronco, pero encantador, más que cualquier sonido que Siggurd jamás hubiera escuchado. Se levantó de la cama, donde estaba tirada como al descuido y anduvo hasta él, acercando su afilado rostro hacia el suyo.
-No eres una de las doncellas de Freya, ¿o sí?-Siggurd estaba harto de preocuparse por los demás, quería ser egoísta, ya no quería preocuparse de si metería a alguien en problemas con sus acciones, pero ahí estaba ella. No entendía por qué le importaba, quizá porque él nunca había sido indiferente y forjarse ese carácter se le hacía difícil.
-No-ella sonrió y cerró los ojos, quizá encantada por su reacción-; soy algo así como su seguidora-ambos entendían perfectamente a qué se refería y él la deseaba. Hubiera dicho que deseaba a cualquiera que le hiciera recordar que lo que él deseaba, importaba; no hubiera mentido, quería saber lo que se sentía hacerlo, yacer con una mujer y hacer lo que se le antojara, dándose libertad de sentir placer, de explorar, de complacer sus propias necesidades y no sólo dedicarse a ser un instrumento para que ella alcanzara el éxtasis. Sin embargo, había algo más que eso. Era incapaz de quitar la vista de aquellos pechos firmes, de aquella cintura y de esas caderas; era incapaz de frenar por un segundo el deseo voraz de quitarle aquel lienzo, de tenerla completa ante sí. Ella parecía disfrutarlo, profundamente divertida a juzgar por la expresión de sus ojos-. Siggurd-susurró su nombre, mientras sus labios se curvaban en una sonrisa cruel. Y lo esperaba, ambos sabían qué hacía ahí, y de todos modos esperaba el momento en el que él se decidiría a comenzar, demostrándole que eso era suyo, que nadie podía quitárselo, que su voluntad por primera vez en mil años importaba. No aguantó más y la sujetó de las caderas, apresándola entre el peso se su cuerpo y la pared, la besó, recordando cuán placentero podía resultar besar a alguien. Las manos de ella se movieron con soltura quitándole cada prenda que traía encima; no se contuvo y rasgó el lienzo, dejando al descubierto sus piernas bien torneadas y algo más.
-Así no podré salir de aquí-bromeó ella.
-Quién te dijo que quiero que te vayas-replicó él con tono ácido, mientras sus manos recorrían aquel cuerpo. Sentía el frenesí apoderarse de su mente, sus instintos más bajos reprimidos por tanto tiempo. No se contentó hasta que la alzó en brazos, sus piernas, frías, se enroscaron alrededor de su cadera; aquel tacto le erizó la piel. La tendió rudamente sobre la cama, ahora completamente inconsciente de sus actos, dejándose llevar por aquella amalgama de emociones y pasiones que lo arrastraban a la locura y al placer. La sintió gritar, se sentía tan real; eso estaba mucho más allá de la farsa, de la pantomima que Freya representaba. Se sentía en la más profunda gloria. Ahora sus manos podían estar entorno a la Dama de los Vanir, quien se preguntaba por qué él parecía estar en un mundo completamente distinto al suyo, tan despreocupado, distraído, pero para él seguían aún envolviendo el torso de Kaira. Karia era la perdición, pero qué importaba eso si le estaba llevando al paraíso, acaso existiera un paraíso. ¿Quién quería ir al banquete de Freya si podía recordar lo que era volver a sentir? Incluso su piel desnuda sobre su pecho, aquel suave cabello negro, se sentía maravilloso cuando la pasión y la lujuria se hubieron ido.
-Ya es tarde-había dicho ella, con esa voz tan calculada-. Deberías ir al banquete de Freya-le había aconsejado, mientras intentaba levantarse. Él la había rodeado por la cintura, obligándola a acomodarse nuevamente sobre su pecho. No alcanzó a ver la sonrisa que se formó en su rostro, pero pudo imaginarla-. No creo que le guste que uno de sus Einherjer se ausente de la recepción a su invitado, demostraría poca disciplina-su voz se entretuvo coquetamente al llamarlo un Einherjer. Siggurd se había preguntado de qué demonios valía la disciplina en Fólkvangr y acaso uno de los hombres que pululaban por ahí podía llamarse disciplinado.
-No creo que le importe. Seguramente ni siquiera notará si uno de nosotros falta o no. De hecho, mientras más falten, mejor: podrá despacharlos antes y hacer lo que realmente le importa hacer con aquel chico-dijo burlonamente. Ella frunció el entrecejo y aguzó los ojos, no muy convencida por sus palabras, algo parecía no cuadrarle.
-Aguarda, ¿estás seguro de que hablamos del mismo invitado?-preguntó.
-¿Acaso tiene más de uno? Pasará muy buena noche al parecer-se mofó.
-Un chico no muy alto, delgado y pelirrojo, algo tímido. Apenas es un niño-ella meneó la cabeza, algo parecía disgustarle. Algo de lo que inmediatamente se olvidó cuando la mano de Siggurd encontró su barbilla.
-Y un cobarde, un maldito cobarde. Lo llevé hasta su cuarto. Se morirá cuando entienda para qué Freya lo llevó ahí y, si no lo hace, lo hará cuando ella siquiera lo toque-se burló, todo el veneno del mundo se escondía en sus palabras. Cualquiera que lo oyera, pensaría que odiaba profundamente a aquel muchacho.
-Es un niño. Freya no le ha traído para eso-la voz de Kaira se hizo suave, casi como el regaño de una madre-. ¿No le has reconocido? Estoy segura de que lo conoces-no consiguió sacarle una sola palabra a su interlocutor, quien estaba profundamente perdido contemplándola-. Es Arturo Gómez, estuvo aquí en el Ragnarök, se hospedó aquí-el gesto de su interlocutor se volvió serio de repente. ¡Claro que recordaba a aquel chiquillo! No lo había visto antes, pero recordaba su nombre y, por supuesto, quién era.
-¿Vendrá a casarse acaso?-preguntó con mohín burlón.
-No-Kaira había estallado en una estrepitosa carcajada.
-Y de todos modos, ¿tú cómo sabes tanto?-no pudo evitar ser despectivo, cuando se dio cuenta de lo que había hecho, era demasiado tarde y no se arrepentía.
-Ya te he dicho: soy una seguidora de Freya-su sonrisa era fría, el curtido guerrero sintió cómo su espalda era atravesada por un escalofrío. Quiso replicar algo, demostrar su escepticismo, pero ella se le adelantó-. Yo escojo al ejército de los muertos.
-¿Y con qué propósito? El Ragnarök ya pasó-así las cosas, Siggurd no entendía por qué aún había Valkirias y Einjerher en Asgard, si la guerra había acabado. Los ojos sensuales de Kaira se clavaron en su rostro, si había pensado que era astuta, lo cual de por sí era un cumplido, la había subestimado:
-Mientras los Nueve Mundos sigan unidos al Yggdrassil, como manzanas a su árbol, habrá caos; mientras el Yggdrassil siga en pie, habrá destrucción y oscuridad-dijo ella antes de ponerse definitivamente de pie, tomar las ropas de Siggurd e irse de la habitación.
Los gemidos y la agitación habían pasado, el universo parecía haber vuelto a su curso o haberse detenido en el proceso. Freya yacía sobre su hombro como hacía unas horas lo hiciera Kaira. Había pensado que dejar caer sus máscaras, todo lo que significaba ser hombre y vivir en Fólkvangr sería más difícil; por unos momentos incluso había pensado que le azotaría la culpa, culpa hacia Freya. Ahora volvía a pensar que era imposible sentirse mal por ella: era sólo una oportunista a quién no le importaba si con saciar sus instintos o impulsos hacía daño a alguien más. Siempre había imaginado la muerte en combate como algo de lo que sentirse orgulloso, pero no había honor en calentar la cama de alguien, incluso si se trataba de una diosa.
-Hoy estás muy distraído-susurró Freya con su voz adormilada y queda. Ni a eso su interlocutor le prestó atención, aún impactado por aquel día tan extraño-. Me recuerda a la primera vez que estuvimos juntos-aquello sí tuvo el suficiente poder como para remecerlo y devolverlo a la realidad. Una suave mano de la Vanir acarició su brazo, las venas se marcaban irremediablemente en él-. Eras joven, apenas un novato. Habías llegado hacía una luna. Te di tanto tiempo para acostumbrarte como yo misma me lo permití, pero aquella noche no pude evitarlo. Nadie en su sano juicio hubiera podido evitarlo. Cuando todo terminó te recostaste como un niño sobre mi pecho.
-Estaba impresionado-tuvo que admitir, aunque sus palabras fueran escuetas y casi nulas, que aquella noche se había sentido bendecido por los mismísimos dioses, luego el tiempo le demostraría todo lo contrario.
-Por supuesto que lo estabas-el ego de ella se alimentaba nada más oírle.
-¿Por qué me tomaste? ¿Por qué no permitiste que las valkirias me llevaran con Odín?-su lugar había sido en el Valhalla, bebiendo hidromiel de los cuernos curvos que las valkirias llevaban de un sitio a otro, riendo con los otros caídos en combate, con aquellos que habían muerto con honor, luchando, haciendo juegos de puntería; ¿por qué había acabado luego de muerto haciendo totalmente lo contrario?
-Porque tú tenías un propósito al morir y la gente con un propósito es aterradoramente leal y fiel, no iba a deshacerme de tu lealtad-ella sonrió presuntuosamente, las dudas crecieron en el pecho de Siggurd-: o eras de Hella o eras mío, pero nunca de Odín-fue su increíble revelación, la cuál fue incluso aún más preocupante.

Texto agregado el 01-08-2017, y leído por 87 visitantes. (0 votos)


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