Reflexión
Suele sucederme, como un acto instintivo, pero razonadamente inevitable, de vez en vez acudo a los rincones de mi escritorio o bien a las cajas apiladas y arrumbadas en alguna esquina de mi pequeña biblioteca que contienen aquellos borradores, textos inconclusos, ideas fragmentadas o bien dizque poemas y cuentos que nunca he puesto a consideración de los lectores. Los vuelvo a leer, la nostalgia le coloca trampas a la memoria y no recuerdo bien a bien por qué están sin terminar o la razón por la que no se publicaron. La fecha del inicio o al calce no me dicen nada. Fueron escritos un día o una noche como cualquier otra. Ni siquiera las acotaciones, cuando las hay, esclarecen el asunto.
“Cambiar el final…”, “demasiado sexo explícito”, “cae en lo cursi”, “quitarle el tono homofóbico”, “no debe haber un final feliz”, “atención con el vocabulario”. Estas y otras notas escritas al calor del escribir, borrar y volver a reescribir son referencias que en el momento de plasmarlas algo o mucho me decían. Ahora, en otras circunstancias, con otro estado de ánimo, inmerso en una renovada comprensión lectora, con un impulso distinto de comunicar algo, del que me llevó a iniciar esos textos, me resultan inútiles.
Se presenta entonces la decisión de eliminar algunos de ellos. Ya no razono ni me afano en enmendarlos o completarlos. La trituradora o una simple bola de papel y el cesto de basura como su último destino. Después de la “limpieza”, devuelvo lo que queda a ese mundo olvidado donde sé que acudiré en otra ocasión para repetir el ritual. En medio de un halo de melancolía queda la ilusión de aquellos primeros trazos o teclazos, la efímera convicción de que se empezó a escribir el mejor cuento o poema de nuestra dizque vida literaria. Porque nadie que escribe inicia su ejercicio pensando que lo que está creando no vale la pena, pues la idea de agradar y convencer al lector debe ser la condición sine qua non para ejercer el oficio. Ya vendrán los detractores, los lectores de buena fe, la crítica honesta, la autocrítica, para ubicarnos en nuestra realidad.
Sí, esa palabra fea para los engreídos, autocritica, para los menos, bálsamo bendito que nos protege del halago innecesario por ramplón. Ese vocablo tras del cual algunos nos amurallamos frente a la embestida deshonesta y perversa de quienes elogian exageradamente para recibir como retribución un elogio tal cual de deshonesto como el que indilgaron. Prostitución del ego, nada más que eso. Como escupir al cielo o cagar acostado y bocabajo. Cuántas burlas y sonrisas de conmiseración se ahorrarían los escritores noveles y los de egolatría senil si hicieran una consciente y oportuna autocritica. Evitarían, al menos, “exprimir” a Google y luego hacer una mediocre paráfrasis de alguno de sus contenidos mañosamente sin hacer la mención de la referencia de la autoría. ¡Ladrones y sinvergüenzas!
Entonces, retomando el tema original de este mamotreto, el archivo arrumbado de quien escribe no es un ataúd, tampoco una caja fuerte de la que hemos perdido la combinación, es un sitio donde reposan, fermentan, aquellas ideas que en su momento nos parecieron útiles, a medias. Esos papeles aparentemente olvidados, inconclusos o terminados y sin darse a conocer, son al fin y al cabo parte de nosotros, por eso acudo a revisarlos de tiempo en tiempo, para releer, corregir, cuando sea necesario desechar o para compartirlos con quienes deseen leerlos, como esta reflexión que ahora refiero a ustedes.
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