A la orilla del río, sentada sobre una piedra, observo el agua mansa y azulada. No hay brisa y la quietud es el único forastero. Los pinos se erigen como guardianes silenciosos del arroyo y su imagen se refleja en el agua cristalina.
Estoy por lanzar una piedrita para perturbar la serenidad del río, pero al levantar la vista, las montañas cubiertas de nieve me invitan a respetar el silencio imperante. Por un largo rato permanezco con los ojos cerrados tratando de fijar el paisaje para que perviva por mucho tiempo.
Escucho un murmullo, abro los ojos y contemplo la cascada que se desliza desde la montaña. La catarata forma la figura de un ángel, se multiplica y ya no es uno, sino seis. Son seres brillantes que juegan alrededor rompiendo la calma del lugar. Uniéndose, forman de nuevo una sola imagen.
Me levanto y camino por un sendero de piedras que me lleva a una puerta en forma de arco cubierta de pérgolas que caen como cortinas y apenas dejan ver lo que hay más allá. El camino empedrado se transforma en una alfombra de flores anaranjadas; a los lados, arbustos celestes, violetas y verdes lo enmarcan. Me sorprendo ante tanta belleza y sigo el sendero.
Finalmente encuentro un pequeño pueblo; parece un cuadro impresionista con casitas blancas. Mariposas de variados colores están a la entrada formando un arco. Entro, observo un rayo de luz dorado. Camino hacia la luz. Al avanzar, todo se ilumina aún más y aparecen unas construcciones antiguas.
Miro al cielo arrebolado, las nubes mudan de colores y comienzan a pintar un cuadro. La figura principal es una deidad de traje largo y celeste confeccionado con telas vaporosas. Un río pequeño divide al pueblo en dos. En un lado se encuentra la deidad con un ramo de flores amarillas en su mano izquierda. Del otro, un unicornio plateado descansa en el suelo cubierto por un manto de flores verdes y amarillas. Colinas pequeñas rodeadas de árboles con rostros muy expresivos decoran el ambiente. Lentamente, el cuadro comienza a bajar hasta posarse en tierra haciéndose parte del paisaje.
La deidad se me acerca, abre su mano derecha y la sopla. Un pájaro aparece y comienza a trinar. Con el trino despiertan bostezando criaturas que hasta ese momento no se veían: ardillas multicolores, unicornios dorados y varios seres pequeños. Entre ellos hay una muchacha de rostro angelical portando un cetro de oro engarzado con piedras preciosas. Se erige y al hacerlo, una brisa sopla con gentileza mostrando los colores del arcoíris en su vestidura. Sobre su cabeza vuelan mariposas doradas, azules y plateadas que revolotean en todo el ambiente. Parecen querer hablar. Se unen formando un arpa dorada. Ésta empieza a tocar una melodía y mientras suena, las mariposas se transforman en estrellas. Titilan y a medida que lo hacen, se transcribe un poema que dice:
Lo que escuchas es el canto de las estrellas sobre la tierra.
Ellas esparcen notas encantadas
sobre los caminos ensombrecidos por las penas.
Himnos de esperanza nacerán sobre las sendas;
y los huérfanos de amor que deambulen por las calles
oirán la melodía que mitigará el vacío de sus almas.
Los ríos barrerán los rastros de tristeza
acumulados por largos años de espera.
Un silbido de ilusiones humeará de las estrellas.
Cuando el silbido arrulle la esencia de los hombres,
habrá una metamorfosis desde su interior,
y sentirán una mágica conexión con las maravillas de la vida.
Será, entonces, cuando las mariposas dancen,
esparciendo con sus alas el amor infinito
que cobijará los hombros de los enamorados, al llegar el otoño.
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