Yo, Nora Inés
Cuando lo conocí, todavía en mi cuerpo de mujer que abandonaba la adolescencia había rincones inexplorados que sus manos ávidas de caricias buscaban conocer a toda costa. ¡Y le costó! Frente al altar sin titubear respondí a las preguntas del ritual: Yo, Nora Inés., te tomo a ti, Alberto. como mi esposo. Prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad. Amarte y respetarte todos los días de mi vida.
En la noche de bodas Alberto conoció al fin parte por parte lo virginal de mi cuerpo y, llena de rubor confieso que conocí el éxtasis en el trámite de eso. Un año después de aquella fecha, Alberto y yo celebramos nuestro aniversario de boda. Cenamos en un restaurante de lujo, degustamos manjares deliciosos, brindamos, por él, por mí, por los hijos que tendrían que llegar, por la vida, por todo lo que se nos ocurrió brindar.
Pasada la media noche decidimos, porque casi todo lo consensuábamos, lo poníamos a consideración del otro, continuar el festejo en algún sitio donde se pudiera bailar.
Nos gustaba mucho acompasar nuestros cuerpos entrelazados al compás de la música, olvidando la presencia de los demás. Abandonamos el lugar y nos dirigimos a casa para terminar como Dios y el cuerpo demandaba aquella noche de ensueño.
La vida tenía previsto otra cosa, un pesado camión conducido por alguien más ebrio que mi Alberto, el pavimento de la calzada mojado por la llovizna que había caído, el descuido de mi esposo al volante cuando se inclinó a un lado para besarme y la puta tragedia se presentó.
Han pasado casi dos años de aquella noche que se me ha hecho inolvidable. Alberto está condenado a vivir el resto de su vida en silla de ruedas. Y yo como su sombra, invariablemente pendiente de él. Como siempre hay un resquicio para la esperanza, una junta médica dictaminó que había posibilidades, aunque mínimas, de que mi esposo recobrara la movilidad de sus extremidades inferiores. Una intervención quirúrgica de una eminencia en ese ramo de la medicina… pudiera ser.
Así llegó Rubén Mandujano a nuestras vidas. Un gran cirujano, de reconocida capacidad profesional en casi todo el mundo. Desde que lo conocí, su sola presencia hacía remover emociones de mujer que creía adormecidas para siempre. Su cercanía me producía sudoración de cuerpo y humedecimientos incontenibles en la entrepierna. No podía ni hablar en forma coherente, un tartamudeo involuntario hacía presa de mí. Cuando él acudía a valorar a Alberto, yo de inmediato abandonaba la habitación o el lugar donde se encontraran.
Mi esposo era minusválido de algunas partes de su cuerpo, pero no de entendimiento, terminó por darse cuenta de mi situación. Rubén desde luego que también lo hizo. Al principio antepuso su ética médica. El respeto y consideración a su paciente, pero terminó por ceder al deseo y buscó un acercamiento conmigo. Tuvimos una plática sobre el escabroso asunto, nos despojamos de toda careta y hablamos con sinceridad. También él deseaba poseerme, adivinaba mi cuerpo vibrando de pasión entre sus brazos. Aquella vez hubo caricias, besos, tocamientos que me produjeron derramamientos de mujer enloquecida por el deseo de hombre.
Cuando Rubén entre jadeos frenéticos me preguntó si quería llegar a la culminación del escarceo, en medio del frenesí en que me encontraba, me rehusé a ello. No pude hacerlo en aquel momento, grave error de mi parte, pues mi vida entró en un torbellino de emociones incontenible. Después de aquello mi existencia se rige entre dos fuerzas avasalladoras, el deseo casi irrefrenable de ser poseída sexualmente por Rubén y el amor que aún le tengo a mi esposo.
Ayer por la mañana, cuando leía algo a Alberto, no pude más y rompí en llanto. Él fue paciente, dejó que terminara mi arrebato y una vez atemperado mi ánimo, preguntó lo que pasaba. ¡No pude más! Le confié exactamente la situación que estaba viviendo. Mi esposo hizo silencio, quedó pensativo y al fin con voz entrecortada me dijo que por la tarde hiciera lo que tenía que hacer con Rubén. Después de eso ni una vez más siendo todavía su esposa.
Si después de estar con su médico y quería irme con él, que lo hiciera, porque Rubén desde aquel momento dejaba de atenderlo profesionalmente. Si regresaba a su lado, nunca más se mencionaría como terminó el incidente, buscaría como paciente otro especialista para realizar la intervención quirúrgica.
—Tú decides. Terminó diciendo y giró su silla de ruedas para darme la espalda.
He terminado de vestirme para mi cita con Rubén. Mi estado de ánimo es un caos, la ternura y el amor que me inspira Alberto, se contraponen a la excitación que me provoca solo imaginarme en la intimidad con Rubén.
Escurren mis ojos, mi vulva, aprieto los puños para que los prejuicios no escurran entre los dedos, el tic tac del reloj adquiere de pronto un frenético ritmo, luego se ralentiza hasta la exasperación.
Yo, Nora Inés dudo, me condeno, me absuelvo, me justifico, me recrimino, me envalentono, me acobardo. ¿Iré?
Yo, Nora Inés, aun no lo sé.
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