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Sargento Tasias
Cuento del campo argentino

Un día espléndido. El sol aparecerá en algunos minutos. Mientras tomamos mate en el galpón con los peones, organizando entre todos las tareas del día, sentimos con sorpresa, un temblor en el suelo bajo nuestros pies: es el retumbar de los cascos de cuarenta o cincuenta caballos que, a rienda suelta, avanzaban hacia nosotros. Intercambiamos miradas de sorpresa, hasta que atiné a decir

- ¡Se nos viene el malón!...cada uno a sus puestos, y ya saben lo que tienen que hacer. ¡Corran!

Habíamos previsto que esto podía suceder y estábamos preparados. Bueno, eso creíamos al menos. Cada uno ocupó su puesto, lo habíamos ensayado muchas veces. Pero una cosa es hacerlo como un ejercicio y otra muy distinta hacerlo bajo la presión de medio centenar de ranqueles que se vienen dando feroces alaridos, con las lanzas en ristre, y en pingos ligeros como el rayo, como yo no había visto jamás.

Pese a todo, nuestra defensa les costó a los indios doce bajas, casi todas logradas con mi Winchester y creo que no nos mataron a todos por escapar del terrible poder de fuego de esta arma increíble.

Además, al salvaje no le interesa pelear. Apenas organizaron el arreo, comenzaron a retirarse con el ganado. Prendieron fuego a los techos de cortadera que, con la seca, ardieron como yesca. Esto seguramente lo hicieron para obligarnos a demorarnos controlando el fuego en lugar de perseguirlos.

Traté a los ponchazos de apagar el incendio provocado por la indiada. Arrearon con casi todo el ganado y muchos caballos. Todo está en llamas: la casa principal y el galpón donde guardamos herramientas y acopiamos cosecha para consumo o venta y semillas.

Pero no puedo terminar. Julio, un peón, me avisa que la indiada se llevó a mi hija Erminda, la mayor de 12 años. Él vio cuando un salvaje la levantó de los pelos y la alzó a la cruz del caballo. Julio, trató de evitarlo, pero el indio le pegó un bolazo en al brazo izquierdo. Por la forma en que está doblado, presumo que lo ha quebrado.

A la menor de mis hijas, Juana, la encontramos muerta, lanceada en la zanja donde se escondió

Se fueron sin ocuparse de sus caídos, que quedaron abandonados en el campo, algunos muertos y otros heridos. Que Dios me perdone, y no lo digo con orgullo, pero la verdad es que salí al campo temblando de ira, con la visión de mi hija muerta, y corrí hacia ellos con el facón en la mano y los degollé a todos, uno por uno, como si fueran reses, y lo volvería a hacer cien veces.

Tengo que atender a Julio de inmediato, porque pasada la excitación del entrevero ha comenzado a dolerle intensamente. Lo mejor es acomodar el hueso en su lugar e inmovilizarlo entre dos estacas y atadas fuertemente con tientos. Después el médico del pueblo, el Dr. Daniel Silva dirá lo que ha de hacerse.

Hace años, cuando decidí comprar este campo de 4000 Ha, mi mujer, la finada Josefa me dijo que era muy peligroso cuando le comenté que quería que nos mudáramos al campo.

Hacía poco habíamos llegado de Sabadell. Toda la vida fuimos campesinos en España, así que para mi no era tan descabellado continuar nuestro trabajo en la Argentina. Era campo flor y se vendían a un centavo la vara cuadrada. Una ganga. Pero Josefa no quería saber nada.

- ¿Mudarnos a Trenque Lauquen? ¿Para que quieres tener campos y vivir entre estos salvajes? y con dos niñas Erminda de 4 y Juana de 2 años. ¿Acaso te has vuelto loco? me dijo.

Me parece que la escucho a través de los años. Cuánta razón tenías querida Josefa, ojalá te hubiera hecho caso. Pero ahora ya está hecho.

No crea que fue fácil. Desde el primer día todo fue cuesta arriba. Es campo flor, de eso no hay duda. La tierra fertilísima. Agua por todas partes, pero pare de contar.

¿Caminos? no hay. ¿Autoridades, escuelas, de dónde?, ¿almacenes de ramos generales? todo lejos, carísimo y muchas veces se viaja de balde al pueblo, porque ya no tienen nada y están esperando que les entreguen el siguiente pedido.

Pero no aflojamos. Me llevé a Julio de peón, otro catalán que ya había trabajado para mi padre y es muy conocedor de los trabajos de campo y tome peones criollos, tres mocetones más, todos jinetes de primera.

Hicimos un rancho y enseguida el arado abrió el primer surco, al que siguieron varios. Pronto esta tierra maravillosa entregó unos pequeños brotes pintaron de un hermoso verde el terreno próximo al rancho.

Teníamos algunas vacas y asegurada la leche para las niñas. Gallinas y chanchos también. Teníamos leche, huevos y carne para hacer charque, que no me gustó al principio, pero acabé por tomarle el gusto.

Sólo había que esperar, que los campos dieran cosecha tras cosecha y pudimos incorporar ganados y alambrar nuevos potreros.

Se trabaja desde que el sol sale hasta que se pone. Invierno y verano, con lluvia, con calor, o en invierno cuando el frío escarcha el rocío y los campos amanecen blancos.

Las manos llenas de cicatrices y sabañones, pero ¡qué satisfacción reunir a la familia a la mesa y consumir los alimentos producidos con nuestro trabajo!

¿Indios? Si veíamos indios ir y venir a lo lejos en el horizonte. A veces se detenían un rato a observarnos y después seguían por su rastrillada.

En el pueblo, el pulpero y varios paisanos me avisaron que cuando los ranqueles vieran que valía la pena, era seguro que se vendrían a alzarse con el ganado.

Los ranqueles, salvo muy pocas excepciones, jamás pasaron de ser recolectores-cazadores. Y cuatreros, ya que jamás quisieron aprender a cultivar el suelo o a criar ganado.

No necesita tomarse tales trabajos. Todo lo consigue con la lanza, atacando a las poblaciones y, mejor todavía, estancias aisladas como la nuestra.

Cuando me hicieron estas advertencias, decidí comprar un rifle Winchester’73, calibre 44-40 de acción a palanca, que estaban todavía empacados en el cajón de fábrica. Puede disparar 15 tiros sin necesidad de recargar y tiene un alcance efectivo de 200 metros. No tenía municiones ese día, pero le encargué 200 tiros que retiré pocos días después y dejé encargadas 200 más para lo próxima visita.

Al poco tiempo mi mujer falleció y está enterrada bajo un ombú corpulento. La niñas se hicieron mujercitas y ayudaban con el trabajo en lo que podían, los ganados se multiplicaron. El grano se apilaba en el galón esperando ser vendido. Separamos lo necesario para semilla. Y el resto daría un buen ingreso, que pensaba reinvertir en alambrado para nuevos potreros.

Ës triste ver que el trabajo de años fue destruido en minutos, y lo peor es que se llevaron a mi hija Erminda, de 12 años y esto no voy a dejar que quede así, además mataron a la menor y dejaron gravemente herido otro de los peones además del brazo roto de Julio.

Quedamos Julio con el brazo roto y yo. Los peones se han retirado. El herido grave se llama Cayetano y me preocupa. Recibió un feo lanzazo en el estómago y el Dr. Silva me dijo que será un milagro si sobrevive. Efectivamente, Cayetano falleció dos días después sin haber recobrado el conocimiento. Lo sepultamos bajo el mismo ombú donde descansa mi mujer y mí querida hijita Juana.

La casa principal, la casa de los peones y el galón están quemados hasta los cimientos. El maizal arde todavía y se han llevado casi todo el ganado vacuno. Sólo quedan seis o siete caballos. Ya no tengo familia ni casa donde guarecerme.

Pero esto no quedará así. De ninguna manera, no señor. Dejaré a Julio para su cuidado a casa de amigos en Trenque Lauquen. Se han interrumpido todas las tareas en el campo, pero dejo Antonio, un correntino de un valor temerario en el entrevero con los indios y se que dejo el campo en buenos manos.

Tengo que recuperar a Erminda. Pero no puedo ir solo por el desierto, aún cuando esté bien armado. Me matarían fácilmente en cualquier momento. Seguramente me emboscarán atrás de cualquier médano y no tendré defensa.

- Engánchese de milico -me aconsejó un paisano en la pulpería- aquí en Trenque Lauquen está el comando del Coronel Villegas. Si quiere encontronazos con los indios y ver sableadas, no tiene mejor lugar para elegir, porque al coronel le gusta salir al campo a pegarle duro al salvaje. Hable con él, tal vez lo deje ir con ellos cuando salen.

En un par de días me presenté en la Comandancia. Sólo llevo mi winchester, un caballo y una bolsa de harina blanca, de lo poco que pude salvar del incendio. Tuve que esperar porque el coronel esta reunido con los jefes y oficiales del Regimiento.

Dos horas después me hacen pasar. El coronel tiene un humor de perros, me parece, por su expresión tan seria. Es increíblemente joven y enérgico, muy delgado y pálido. Inspira fortaleza y confianza.

- ¿Qué quiere usted? pregunta bruscamente

Me presento y comienzo a contar mi historia. Me interrumpe secamente y dice

- conozco lo del malón a su campo y lamento lo que ha sucedido a su familia, pero ¿a qué ha venido?

Sin ser descortés, tiene un trato brusco sin etiqueta. Muy al estilo militar. Impone respeto sin ser autoritario. Me gusta eso.

- Coronel, he venido a pedirle que me deje acompañar al Regimiento en operaciones y participar de las descubiertas (patrullas) y entreveros, para poder buscar a mi hija. No puedo salir solo al campo. No duraría mucho si voy solo.

Clava su penetrante mirada en mis ojos mientras hablo y me contesta:

- Mire, lo entiendo, pero aquí de visita no lo quiero. Para quedarse en el Regimiento le conviene engancharse, o de lo contrario no lo dejaré quedarse.
Aquí no hay civiles. Son todos milicos y si no obedecen órdenes, les puedo acomodar una estaqueada o hacerles dar una marimba de palos como para UD. solo, y eso no lo puedo hacer con un civil.
- Ahora elija: si se engancha cuatro años, lo asciendo a cabo, porque es hombre de a caballo, se que maneja muy bien el fusil y entiendo su situación de padre. El gobierno necesita gente guapa y haría falta aquí. Y si no acepta, se me manda a mudar ahora mismo. - Pero le prevengo, aquí va a tener que hamacarse, la vida del cuartel es muy dura y muy difícil, Lo destinaré a un fortín donde tendrá oportunidades de pelear al salvaje, y lo pondré en una compañía a cargo de uno de los mejores veteranos que le enseñará lo que necesita saber.

Mi decisión está tomada. Mi única opción para buscar a mi hija es engancharme. Además me gusta este coronel, así que cuando termina de hablar, contesto

- Me quedo mi coronel. Me engancho de milico.

- Muy bien -y dirigiéndose al ordenanza- ¡qué venga el sargento Acevedo!

A los dos minutos llego corriendo el sargento Acevedo. En cuanto lo vi. Supe que con ese hombre seríamos amigos de por vida. Y no me equivoqué: todavía lo somos, después más de veinte años de correrías juntos. No hay mano que estreche con más aprecio que la suya.

- Sargento, dijo el coronel, a esta pieza se lo asigno a su compañía con el grado de cabo. Es hombre de campo y sabe manejar el fusil y es de a caballo, pero habrá que enseñarle a sablear. En usted queda enseñarle la ordenanza y todo lo que hace falta para ser un milico del 3 de Línea. Y que aprenda pronto, porque necesito gente experta. Ha traído una bolsa de harina que ira a la despensa. Que conserve el caballo y el armamento. Es todo sargento.

El sargento se cuadró, hizo la venia y se retiró haciéndome seña que lo acompañara a caballo hasta el fortín, distante una legua. Al aproximarnos a nuestra compañía, vi salir de unos ranchos, que más parecían cuevas de zorro que vivienda humana, a cuatro o cinco milicos desgreñados, vestidos de chiripá todos ellos; con alpargatas unos; con botas de potro los demás; con el pelo largo, las barbas crecidas, la miseria en todo el cuerpo y la bravura en los ojos. Estos serán mis compañeros.

No se cómo explicarlo, pero pese a esta primera impresión, me sentí inmediatamente a gusto entre aquella gente. Ellos por su parte me brindaron una amable bienvenida, tal vez porque saben mi situación. Me pasan una jarra con té pampa. Horrible, pero con el tiempo llegaré a acostumbrarme a su sabor tan amargo.

La vida en el cuartel no era lo que yo me imaginaba. El coronel no había exagerado. En el campamento del comandante, la tropa comía yegua. Pero aquí en el fortín sólo comían los pocos avestruces que podían bolear los milicos en los mancarrones extenuados y flacos. En el fortín, no había en aquel momento, ni con qué dar de comer a un mosquito.

El día anterior se había boleado una gama y encontrado dos piches, pero la escolta del comisario lo había tragado todo. Los milicos iban a salir al campo, y acaso por la tarde habría como churrasquear. Teníamos que conformarnos con lo único disponible: mate, té pampa y... buena voluntad.

Al día siguiente los milicos que hacían la descubierta encontraron una cuadrilla de avestruces. Y habían salido a bolearlos. Ahora traían cuatro espléndidos ejemplares que están allí, colgados en los postes del corral, gordos y sabrosos. En un periquete se asaron unos alones y una picana, y comimos con deleite junto al fogón, riendo y bromeando. Hacía mucho que no comía con alegría y con un apetito tan feroz.

La compañía de otros seres humanos despejó en parte mi soledad. Las mateadas, los fogones, las historias y bromas que hacen los compañeros, el buen humor general de los soldados a pesar de las privaciones y peligros, eran una bendición para mí. Todos sabían de mis desgracias y mi búsqueda, pero discretamente, jamás tocaron el tema, a menos que yo lo comentara.

El sargento Acevedo no descuidó las órdenes del coronel, y todos los días me instruía en la ordenanza, pero sobre todo el manejo del sable de caballería, un arma temible, en la lucha cuerpo a cuerpo a pie o a caballo, Es un arma capaz de abrir, de un solo golpe, impresionantes heridas, superior en mi opinión a la lanza en los entreveros. Y también aprendí el uso de las boleadoras, un arma temible en la lucha cercana y que los indios manejan muy bien desde la niñez.

Me hizo desprender de la silla inglesa que yo usaba y me aconsejó el uso de la montura criolla, mejor adaptada para las largas cabalgatas. Después de poco tiempo la adopté definitivamente. Es incomparablemente más cómoda.

Yo me apliqué con entusiasmo a la práctica del uso del sable y al estudio de la ordenanza, porque quería estar listo cuanto antes para salir al campo. En dos semanas, el sargento Acevedo le comunicó al coronel que yo estaba listo.

Y desde entonces, me ofrecí como voluntario en cada descubierta. Interrogué a cada indio que quedó herido en el campo que hablara cristiano sobre mi hija, lo mismo con cada cautiva de las muchas liberadas y con la chusma (mujeres, niños y ancianos) que caía prisionera. Nadie sabía nada.

No crea que es fácil tomar prisiones a un indio. El coronel Villegas fijó un premio de doscientos pesos moneda corriente y una semana de licencia para el individuo que se apoderase de un indio en las descubiertas. La prima era tentadora y así, no es de extrañar que los soldados, cuando salían a bolear o en comisión, lo hicieran en sus mejores caballos, y aguzando la vista para no perder el menor indicio capaz de anunciarle la presencia de jinetes en el campo Pero, era el indio tan astuto y tan despierto que, a pesar del empeño que ponían los soldados para sorprenderlos, no conseguían capturar a ninguno

En cuanto a los milicos de mi pelotón, todos apreciaban que yo fuera de la partida, cuando salían de descubierta y por supuesto con mi Winchester. Los indios pronto aprendieron a mantenerse a más de 200 metros del temible poder de mi rifle y de mi puntería, que se iban haciendo legendarios.

Pero conseguir munición para el Winchester era imposible en esas soledades. Tuve que reemplazarlo por el nuevo fusil Rémington que el gobierno nos entregó. Con el tiempo se haría famoso como el “Rémington Patria”. Es un excelente fusil, pero no superior al Winchester que dispara 15 tiros sin recargar, mientras que el Rémington es monotiro, pero aún así era un arma que impuso respeto al indio. Esta arma y el telégrafo, según dicen, decidieron el resultado de esta campaña.

Una mañana, antes de diana, llega un chasque. Había malísimas noticias. Un grupo de indios considerable, mandados por el mismísimo Pincén, estaban "adentro" haciendo incursiones. Se había sentido el malón a inmediaciones estancias cercanas y, según los datos que se tenían, no sería difícil que la indiada pretendiese salir a la altura que estábamos nosotros.

Como podríamos tropezar con ella, era bueno que fuésemos prevenidos. Por lo pronto, convenía salir en el acto, a fin de llegar al fortín antes de la noche. Los caminos se hallaban intransitables a consecuencia de las lluvias y la caballada, como de costumbre, en deplorable estado.

Llegamos sin novedad con todos los animales que pudimos recuperar. Con choclos y zapallos que trajimos del campo hicimos un hermoso puchero de yegua, que el comandante mandó sacrificar para alimentar a la tropa. Le agregamos cabos de velas de sebo para hacerlo más sustancioso.

Iban pasando los años y yo no estaba más cerca de encontrar a mi hija que al principio. Todos los días se parecían unos a otros, marchas, sableadas, recuperar ganado, rescatar cautivas. Siempre interrogaba a todos, uno por uno, pero nadie sabía nada de mi hija.

Un día mandó el gobierno que se dieran a los cuerpos de caballería, a título de ensayo -o, como lo decía la nota ministerial, para batirse con ventaja- unas corazas de cuero que, realmente, eran impenetrables a las lanzas. Los milicos recibieron con desgano la famosa armadura; pero obligados a usarla, no tuvieron más que hacer.

Por esos días realizamos una expedición a los toldos de Pincén, y después de arrebatar algunos prisioneros y de tomar algún ganado acampamos en una aguada para que descansaran las cabalgaduras.

Estando allí fuimos atacados por los indios y obligados a desprender guerrillas que protegieran nuestra columna.

En una de esas guerrillas iba un soldado que había manifestado el deseo de probar la coraza haciéndose lancear en la primera ocasión. Y como ésta se le presentaba no quiso desperdiciarla.

Diciendo a gritos que el caballo no obedecía a las riendas porque mordía el freno, se apartó de las filas, a media rienda, en dirección a un grupo de indios, encima de los cuales consiguió dar vuelta a su mancarrón. Los salvajes, al ver a este individuo tan cerca de ellos, lo corrieron y lo alcanzaron.

El soldado, que llevaba el sable en la mano, ni siquiera hacía ademán de parar las lanzadas que, afortunadamente, no conseguían atravesar la coraza.

De pronto uno de los indios, viendo que ese hombre era invulnerable en el cuerpo desató las boleadoras y aplicándole con ellas un golpe en la cabeza, lo derribó.

Y lo hubieran ultimado allí mismo si en ese momento no hubiese yo picado espuelas y volado en su ayuda, cayendo como una furia entre la indiada, repartiendo sablazos y mandobles, esquivando los lanzazos que me tiraban de todo lados.

Al final, derribé a dos, pero recibí algunos puntazos y cortes en los brazos y piernas. Cuando el cansancio me ganaba, vi, que el capitán Morosini avanzaba hacia nosotros a rienda suelta con cuatro milicos.

Esto renovó mis energías y en una atropellada, le pegué un fiero sablazo en el hombro a otro indio, que se retiró con el brazo casi desprendido del cuerpo. Los indios pegaron la vuelta cuando ya llegaban lo milicos y con ellos el indio con la herida necesariamente mortal que yo le había propinado.

Supo esa misma noche el coronel Villegas que la disparada del caballo fuera un pretexto del soldado para hacer lo que hizo y mandó que lo castigaran poniéndolo, cuando acampásemos, media hora en el cepo de campaña. Pero tres días después en Trenque Lauquen lo ascendió a cabo primero.

También supo de mi corrida en su ayuda (se hizo contar todos los detalles del encuentro) y por haber salvado la vida del imprudente, al batirme sólo contra varios indios, fui nombrado en la orden del día y me ascendió al grado de sargento.

En otra ocasión, a órdenes del mayor Rafael Solís atacamos los toldos del cacique Pincén; y, como era de práctica, al iniciarse el ataque la columna se dividió en grupos de tres a cuatro hombres, a objeto de abarcar en el menor tiempo posible una mayor extensión poblada.

Acompañado del cabo Toledo, un viejo correntino célebre por su coraje, y de otro soldado más, llegamos a un toldo escondido en el monte, a orillas de una laguna. Vimos al llegar como se alejaba un indio con una china en la grupa. El cabo y el soldado quedaron revisando el toldo y yo me largué a la carrera contra el indio.

Cuando lo tuve a tiro de boleadora, le largué las tres marías y le hago pegar flor de revolcón. Antes que pudiera levantarse, aprovechando su aturdimiento por la caída, le puse un pié en el pecho, lo miré a los ojos y con el sable en alto, lo interrogué como hago siempre con todos. Quiero saber si puede darme noticias de mi hija.

- ¿Hablás cristiano? le pregunté.

El indio no contestó. O no habla cristiano o no quiere hablar. Es lo mismo. Lo voy a sablear, como hago siempre en estos casos. Alzo la lata para dar el golpe fatal y abrirle la cabeza en dos, cuando la china, que acaba de incorporarse grita

- ¡No! ¡No padre, no lo mate, por favor padre, por favor, deténgase!

Quedo paralizado. Es mi hija Erminda. No la reconocí. Está completamente achinada, cambiada, envuelta en una manta patria, desgreñada, muy castigada la piel por el sol y la intemperie y con un notorio embarazo. Me costó reconocerla, pero es mi hija sin duda.

- Pero hija, ¿porqué lo defiende? Estos salvajes quemaron nuestra casa, mataron a su hermana y la han aprisionado a UD. ¿por qué lo defiende? Ya está libre, podemos volver a casa.

El indio, creo que habla cristiano y entiende lo que decimos, permanece en el suelo sin moverse. Mi fama siempre me precede y sabe muy bien quién es el sargento Tasias , y sabe también que si se mueve un milímetro le parto la cabeza de un sablazo.

- Este es mi marido padre. Es muy bueno conmigo y estamos esperando un hijo. No quiero volver padre, soy feliz aquí. Qué podría hacer yo en las poblaciones. Después de todo este tiempo, ya pertenezco a las tolderías.

Retiro mi pie del pecho del indio y bajo el sable. El indio se incorpora lentamente y con recelo, le quita las boleadoras al pingo y luego abraza protectoramente a mi hija. Su caballo, como el de todos los indios está muy bien enseñado y ha permanecido a su lado en la rodada.

Llegan varios milicos al galope, con el sable en alto, listos para achurar al indio

- ¡Alto! -ordeno ásperamente- estos dos se van y que nadie los moleste. Ella es mi hija Erminda.

Me miran extrañados, pero las órdenes del superior jamás se discuten, y menos en el campo de batalla. Todos obedecen.

El indio monta ágilmente y ayuda a Erminda a trepar a la grupa.

- Gracias, gracias por todo padre, no pase cuidado por nosotros, estaremos bien dice Erminda.

- Qué Dios la acompañe, hija -digo sujetando la brida del caballo- pero le doy un consejo, lo mejor que pueden hacer es entregarse en cuanto puedan. Se les respetará la vida, pero no luchen contra el Ejército. Serán tratados bien si se entregan y háganlo cuanto antes porque se viene la embestida final de esta campaña.
- Y una cosa más hija, ¿cómo me reconoció después de tanto tiempo?

Me miró a los ojos con ternura y la respuesta que me dio reconfortó mi alma de tantos sufrimientos y justificó mi búsqueda de tantos años.

- Porque jamás padre, ni un solo día dejé de pensar en UD. Al principio pensaba cómo escapar de las tolderías, pero eso es imposible, Después sólo me quedaron los recuerdos de mi hermosa infancia con UD. padre, reconocí su voz en cuanto lo escuché.
Además en los toldos, todos hablan del sargento Tasias que busca a su hija. Sabía que me buscaba, ¿pero que podía hacer?

- Bueno hija, no sabe el bien que me hace con sus palabras, y como las agradezco. Y ahora márchense y no se olviden de los consejos que acabo de darles. Háganlo por ese niño que lleva en el vientre.

El indio, que habla cristiano según creo, me ha mirado atentamente todo este tiempo y asiente ligeramente con la cabeza. Erminda vuelve a agradecerme. Está desgarrada por la lealtad a dos mundos trabados en una lucha mortal. Pero el destino marcha hacia delante y la comprendo. Me sonríe con esa carita de niña que he conservado en mi memoria desde que la perdí y vuelve a agradecerme.

Dejo libre al caballo, un tordillo soberbio y parte al trote. Erminda me hace un saludo final y se alejan en la inmensidad de la pampa.

Me quedo inmóvil, y gruesas lágrimas comienzan a recorrerme el rostro. Los milicos no preguntan. Son compañeros y entienden. Saben que todo esto tiempo he buscado a mi hija y ahora la he perdido, tal vez para siempre.

Se van retirando discretamente poco a poco y me esperan a cierta distancia, hasta que vuelvo a montar y me les uno. Cabalgando entre estos valientes siento que poco a poco el alma me vuelve al cuerpo y nos acercamos juntos a reunirnos con el grueso de la fuerza.

Encontré a mi hija y la volví a perder. No tengo familia. Ahora mis hermanos son los valientes milicos del fortín y allí me quedaré.

Además soy una gloria del regimiento, una leyenda viviente, me han nombrado innumerables veces en la orden del día.

Hasta el coronel Villegas cuando pasa a mi lado, siempre se detiene un momento para hablar conmigo y me trata de “mi sargento” como un forma de cortesía militar. Es una distinción que no le dispensa a nadie más. Últimamente es notable como ha decaído su salUd. Se dice que viajará a Francia para que lo vean los médicos allá.
Después supe que falleció en Francia. Nada pudo hacerse. Tenía 43 años y asombró a los médicos franceses que reconocieron 54 cicatrices de arma blanca en el cadáver del coronel.

Pensé que había nacido para ser un hombre de campo. Jamás pensé que este sería mi destino. Mis manos eran para empujar un arado y criar ganado. Sin embargo no fue así. Hoy soy conocido porque manejo el sable como pocos y por ser un tirador certero.

Antes del encuentro con mi hija, sentía un odio feroz contra el indio. Pero ahora, muchas veces, pienso en las muertes que he causado. No piense que no me siento feliz. Lo soy. Pero tengo mucha sangre en las manos, alguna de inocentes. Las vidas que uno toma, no mueren en realidad. Sus fantasmas en forma de recuerdos vuelven cada noche cuando uno se acuesta y están allí al levantarse cada mañana

Pero también he recibido las bendiciones de los cientos de infelices que rescatamos de la esclavitud, veo su agradecimiento en las caras de las cautivas liberadas que vuelven a sus familias.

Por lo que he visto con mi propios ojos, se que los cautivos son considerados entre los indios como cosas. Su condición es la más triste y desgraciada. Lo mismo es el adulto que el adolescente, el niño que la niña, el blanco que el negro; todos son iguales los primeros tiempos que pasan entre los bárbaros son una verdadero calvario de mortificaciones y dolores.

Deben lavar, cocinar, cortar leña en el bosque con las manos, hacer corrales, domar los
potros, cuidar los ganados y servir de instrumento para los placeres brutales de la carne.
¡Ay de los que se resisten! Los matan a azotes o a bolazos.

La humildad y la resignación es el único recurso que les queda. Y, sin embargo, yo he conocido mujeres heroicas, que se negaron a dejarse envilecer, cuyo cuerpo prefirió el martirio a entregarse de buena voluntad.

A una de ellas la habían cubierto de cicatrices; pero no había cedido a los furores eróticos de su señor. Pero esta heroica mujer no está ya entre los indios. Tuve la fortuna de rescatarla y devolverla a las poblaciones.
Recuerdo los detalles de aquel encuentro con el indio que la tenía cautiva. Llegué a caballo y el indio esperó de a pie. Con un golpe de sable le arrebaté la lanza de las manos, pero el indio desató las bolas y tuve que bajar del caballo, porque un bolazo en la cabeza del pingo podría derribarlo y a mi junto con él.

El indio era joven, fuerte y ágil como un gato.

Por fin, me largó un bolazo a la cabeza. Lo esquivé agachándome y de revés le encajé un fuerte sablazo a la altura de la rodilla. Perdió pié y le costó levantarse. Sangraba mucho y se notaba que le dolía porque se apoyaba en un solo pie. Entendió que iba a morir.

Antes de sablearlo, le pregunté, como siempre hacía si hablaba cristiano, para saber si podía darme noticias sobre mi hija. Pero no pudo contestar.

La cautiva llegó corriendo por detrás y lo atravesó son su propia lanza. No quiso retirarse para gozar los últimos estertores del indio, y como tardaba en morir, le pegó varios terribles bolazos en la cabeza que le rajaron el cráneo.

Que terribles humillaciones habrá sufrido para ensañarse de esa manera. Jamás había visto el odio reflejado en una persona como el de aquella mujer.

Luego volvimos a la rutina del fortín. A veces, si el servicio lo permite, tomamos mate a la mañana con mi amigo el Sargento Acevedo. Hoy tenemos galleta rancia. Un lujo. Recordamos nuestras anécdotas y es con el único que puedo compartir mi sentimiento. Me lleva años de experiencia y, como todos los hombres de campo, es un sabio a su manera. Con Acevedo nos tratamos recíprocamente con cariño de “mi sargento”

- ¿No le pesa a veces, mi sargento, haber tomado tantas vidas?, le pregunto una mañana.

- Si claro que si mi sargento. Pero lo nuestro es matar o morir. El indio no perdona jamás. Es inútil esperar piedad ni compasión de él. Además UD. ha visto en que estado vuelven los cautivos que rescatamos, marcados a lonjazos, porque tratan a los cautivos como si fueran animales, y ha visto como les despellejan las plantas de los pies a las cautivas para que no huyan.

- ¿Pero duerme bien de noche mi sargento?

- Por supuestos que si. Cada indio que sacrifico, es un cristiano que salvo de la muerte o del cautiverio, o salvo la vida de un milico que el indio mataría sin piedad si pudiera. Si mi sargento, me duermo en cuanto pongo la cabeza en la almohada. ¿Usted no?

- No siempre mi sargento, no siempre y además pienso mucho en mi hija.

- Estarán bien, no se preocupe. Estarán bien. Si han seguido su consejo, ya estarán a salvo

Ojalá así haya sido, porque en estos mismos momentos el General Roca pasa horas estudiando los mapas de la zona y ultimando detalles para lanzar la embestida final contra el indio, que llevará los confines de la patria al extremo sur del continente.
Y como sigo preocupado, el sargento Acevedo dice para animarme.

- ¿Ha visto a ese joven oficial, el alférez Manuel Prado, que anda tomando notas para escribir un libro sobre la guerra al malón? Estamos haciendo historia mi sargento, estamos construyendo un futuro.
Algún día seremos recordados como héroes. Nuestros sacrificios serán reconocidos por quienes nos sucedan. Hemos dejado a nuestros hijos las bases para formar una gran nación.

- ¿Será así como UD. imagina, mi sargento? Ojalá, pero por lo que conozco a la gente, no estaría tan seguro.

- Pues así ha de ser -dice- no tenga la menor duda.

Texto agregado el 24-07-2017, y leído por 119 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
24-07-2017 Lectura entretenida. Desde lo literario, en su trama tiene sus "asegunes", por ejemplo una etopeya exagerada, pero a mi entender poco importa eso cuando se cumple uno de los principales objetivos de un texto, que es el de divertir, sobre todo en este sitio donde hay más lectores que escritores, (aprendices todos) y en donde campea una valoración literaria desvirtuada y tendenciosa. Me ha sido grato leer tu texto. respondom
 
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