SEGUIR VIVIENDO
Han pasado meses de infructuosa espera, Adriana pierde la mirada en un punto que se dispersa en la nada; el constante ulular de las ambulancias anunciando su entrada o salida del nosocomio ya no le dicen algo ni le recuerdan nada. Ha permanecido ahí desde hace meses esperando alguna noticia del Centro Nacional de Acopio de Órganos Humanos para Trasplante.
Una y otra vez se han encendido lucecitas de esperanza, para luego irse apagando una tras otra sin que alguien done un riñón clínicamente compatible para su pequeño hijo de seis años de edad quien muere lentamente a causa de una insuficiencia renal congénita. Ni siquiera el poder económico de su esposo y su familia han sido suficientes para conseguir el preciado órgano para salvarle la vida a su hijo Fernando.
Afamados urólogos y nefrólogos diagnosticaron sin lugar a dudas que los padres del niño, por extraños caprichos de la naturaleza, no eran compatibles como donadores, pues el tipo de antígeno leucocitario humano (HLA) que tenían, era incompatible con la sangre de su hijo enfermo. Han coincidido en su diagnóstico: Al pequeño enfermo le quedan sólo unas horas de vida, las diálisis ya son insuficientes, la sangre del niño progresivamente se va envenenando y el desenlace fatal es inminente. La única posibilidad de salvar su vida es un trasplante urgente del órgano afectado.
Ante la terrible realidad, Adriana ni siquiera ha recurrido a la oración, poco a poco se ha ido rebelando ante el infortunio; en medio de su dolor ha buscado culpables a su desdicha, primero fue su esposo, por su pasado tormentoso de mujeriego. Luego su padre, por aquel tatarabuelo que apareció en el historial clínico de la familia. Le siguió la vida, por injusta; la gente por envidiosa de su riqueza; hasta terminar culpando a Dios por haberla abandonado y no escuchar sus ruegos.
Lágrimas de rabiosa impotencia comenzaron a brotar de sus hermosos ojos, ahora anegados de llanto. Lloraba en silencio, no quería ni buscaba compañía, deseaba padecer su infortunio a solas, no deseaba lástimas ajenas ni pesadumbre fingida, sólo ansiaba morir al mismo tiempo que su pequeño y único hijo.
En eso estaba, cuando se sentó a su lado una mujer que también lloraba inconsolable, se estrujaba las manos y luego las extendía hacia el cielo como pidiendo clemencia en un idioma que Adriana no entendía. Se trataba de Sumaya, otra mujer atormentada que padecía una pena tan grande como la de ella. Recién habían traído a su hijo Dulamah víctima de un accidente casero, quien ahora en estado comatoso esperaba, para poder sobrevivir, un trasplante urgente de corazón, debido que a consecuencia de la caída accidental los doctores habían descubierto un daño irreversible en el órgano vital del niño musulmán. Si no se realizaba un trasplante en un término de días, el enfermo fallecería irremediablemente.
El gran dolor que las agobiaba, así como el amor maternal de ambas, hizo que todas las barreras convencionales y estúpidas que forjan las sociedades se derrumbaran entre ellas. Ni la condición social, ni la nacionalidad, ni el idioma, ¡vamos, ni la religión!, que mal entendida se convierte en el peor lastre de la humanidad, impidieron que aquellas madres que tanto sufrían llegaran a un acuerdo de vida y muerte.
Después que clínicamente se comprobó que los órganos de Fernando y Dumalah eran absolutamente compatibles, las mujeres convinieron en que el primero de los dos niños que muriera, donaría el órgano necesario para conservar la vida del otro. Sellaron el acuerdo con un amoroso abrazo, juntas creyeron encontrar solución de vida a costa de la muerte de quien tanto querían. Era un reto tácito a la adversidad, era como jugarse un "volado" con la muerte, apostándole a la vida. Conseguida la autorización de los conyugues, no permitieron la participación de nadie más; incluso, Alá y Jehová, otrora tan adorados por ellas, fueron excluidos, bastante se les había pedido ya, para qué molestarlos tanto.
Aquel anochecer, cuando los médicos les anunciaron que el desenlace no pasaría de esa noche para cualquiera de los dos niños, Adriana y Sumaya se miraron con ternura y confianza, se tomaron de la mano y sonrieron; sabían muy bien que con amor habían logrado vencer a la muerte, porque de alguna manera los dos niños seguirían viviendo.
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