I. Sobrantes de historia.
Agradeciendo las previsiones de la abuela, un día nació en sí luego de haber muerto alguna otra encomienda. “En la vida hay tres cosas que hay que hacer: tener un hijo, escribir un libro, plantar un árbol”. En orden de importancia o no, miró con genialidad el hecho de que la abuela les tenía, desde que recordaba, cavando hoyos en la estéril arena de un Levittown en proceso de arrabalización; los Baby Boomers lo habían cagado todo.
Es tan fácil describir y olvidar a un mismo tiempo ésta sujeta sin trazos remarcables. Ni mediocre ni genio, ni astuta ni sanana, un cabello ondulado cual león, naturalmente propenso a sufrir la inmanencia de la estática. Estatura caribeña promedio, peso promedio, raza indescifrada en un sexo siempre presente, corriente, combatiente de cuanto ismo le hubiese amenazado.
Siete años hacían de su ida a la nada. Ya no guardaba importancia alguna. La ruptura había sido cuajada, la gloria de matriarca prometida, quedada inconclusa entre cuestionamientos que solo se alzaban desde reclamos impertinentes e inoportunos. Final. Retorno. Palabras que perseguían tan solo sus pesadillas entre violaciones familiares y dejos de futuros violentos para los cuales ya no tenía fuerza de encarar. Porcelana envejecida de dolores propios y ajenos, genocidios y abortos demasiado suyos, demasiado lejos, demasiado grandes.
Cobarde de mangles y abuso de sustancias. Violencias cotidianas le criaron en un nomadismo costeño, migración concreta de quien no encuentra cuerpo ni pertenencia en ningún llano ni llanto. Tráfico de drogas, de hacer las cosas bien y de velar esperanzas de otros que en su tiempo desvanecerían toda dignidad que de niña admiraba.
II. Descubriendo.
Describiendo tesoros se escribe uno mismo. De pequeños, abuela nos ponía, cual línea de producción, a cavar hoyos estériles de arena, como perros, enterrando luego ramitas y semillas robadas de otros Lares, de Arecibo en ocasiones. Los nenes casi no participaron, y sin embargo sus árboles fueron los más fuertes. Roble, limón, de raíces cotiledóneas o con espinas sagaces o frutos de utilidad crecieron con abono de cáscaras y demás que abuela cada noche les esparcía terminada la faena cotidiana. Mi árbol no recuerdo qué fue, qué era, qué puñetas intentó ser. A los catorce, como duende curioso me dijo abuela que viniera al patio y me enseñó algo que nunca había visto y que nadie más nunca vió: “orejitas de viejo” le llamaban a eso. “Hay que tumbarlo”; me dijo dónde estaba el machete tras contestarme que si no, se enfermarían también “los de tus primas”. A veces recuerdo a esos hongos a contraluz con el cielo. Parecían escaleras de gnomos.
III.
El hombre se contenta en su miseria.
Bailando su llanto, escribiendo sus abismos,
Deshilvanándose identidades cual bandera
Celebra su dolor como triunfo en carne viva. |