Un resorte interrumpe la paz de mi espalda.
Ondeante, se escapa del respaldo del sillón
y zarandea, de arriba abajo, de derecha
a izquierda, entre mis costillas. Impertinente,
gira, sin ir a ningún lado, mecánico e inquieto,
como si quisiera coserme la cuerina a la piel,
o peor aún, como si deseara meterse, sutil,
en mi columna y bambolearme como un juego.
Me canse de pensar en arreglarlo, mi manos
se rindieron ante su pertinaz obsecuencia,
(tampoco digamos que son manos muy hábiles).
Estudié la posibilidad de cambiarlo por uno nuevo.
Más moderno, de esos que se alzan y bajan,
se reclinan suaves, con apoyabrazos acolchados,
con respaldos que van desde el coxis a la coronilla.
Confieso que he probado algunos en las tiendas,
me he sentado en ellos, estiré las piernas, palpé
si eran de cuero, de arpillera, tusor o lienzo.
Miré la resistencia de su estructura. Si era de madera,
aluminio, plástico reforzado, desmontables y otros etc.
con que me tentaban (y acosaban) gentiles vendedoras.
Pero mis glúteos están acostumbrados a sus molduras,
mi hueco poplíteo (vaya nombre) perfectamente adaptado
al borde, ya gastado, de su viejo asiento con espuma.
Tibia y peroné (y todos sus músculos) alcanzan exactos
la distancia que del piso los separa. Digamos casi perfecto,
salvo el santo resorte empeñado en jugar con mis trapecios. |