Un buen día, mi amiga comenzó a sentir hormigas en su cabeza que no la dejaban de molestar. Desde que la vi rascándose, yo opté por evitarla, pues pensaba que tenía piojos. Me los imaginaba grandes y gordos porque ella me decía que hasta sentía sus pasitos por todo el cuero cabelludo.

A menudo, me la encontraba en el baño de la universidad desesperada sin saber qué hacer. Un par de veces yo accedí a revisarle la cabeza. Como nunca le encontraba encontraba nada, dejé de evitarla y mi confianza aumentó, lo cual no era suficiente para disminuir su incomodidad.

A veces probábamos arrastrarle una toalla por toda la cabeza, pero nada funcionaba. Ella seguía sintiendo los pequeños pasitos en su cabeza sin poder hacer nada.

Un día no llegó a trabajar y muy preocupada le llamé a su mamá, me dijo que estaba grave en el hospital y que podía ir a visitarla al medio día. Por supuesto que salí corriendo a verla. Cuando llegué, tenía toda la cara paralizada y a penas podía hablar. “Era estrés, amiga”, me alcanzó a decir. Yo me asusté al verla tan desmejorada; un derrame facial no es cosa de tomárselo a la lijera; pero eso sí, suspiré aliviada y le di gracias a Dios no tenía animalitos dentro de su cabeza, porque ese era mi mayor temor en la vida.