Mi ciudad, mi querida ciudad, cuántas veces pasé por sus laberínticas calles que forman su característico estilo virreynal. Sí, que hermoso era pasar por aquellos pasadizos, salir y entrar tantas veces, como un círculo vicioso. Tener esa rara, espeluznante y aventurera experiencia de perderme por los caminos y arterias de la ciudad, fue y será única en las vidas de algún oriundo citadino que se encuentra, por primera vez, con esta tradicional urbe de más de cuatrocientos años. ¡Oh sí!, mañana, tarde y noche. Era tranquilo pasar todos los días por su extenso territorio sin temor a ser dañado por personas inescrupulosas. Los tiempos pasan, y las personas también. Ahora, esa ciudad que albergó y fue objeto de inspiración para muchas personas para crear grandes obras, ya no es la misma. En muchos de nuestros distritos vivimos, por decirlo así, “encarcelados” y lo más curioso, es que son las mismas personas las que toman esa decisión, que es necesaria por la adversa situación.
San Juan de Miraflores, distrito en el que aún vivo, recuerdo lo tranquilo que era pasear con los amigos y amigas desde nuestras casas del barrio hasta Ciudad de Dios o el Nazareno, sector ubicado muy al fondo casi hasta llegar al lejano cementerio, que en mis tiempos de muchachito estaba desértico y aislado, ahora, está totalmente poblado. Hace cuatro o cinco años, pasando por los callejones para llegar al paradero y tomar un micro, caminé por la antigua ruta en el que junto a mis amigos paseábamos durante aquellos años embrionarios. Pues bien, pensé en tomar un atajo para no cansarme, pues era largo el camino. Al doblar la cuadra, me doy con la ingrata sorpresa de que el pasadizo estaba enrejado. “Oh no, y ¿ahora?” -dije indignado. No podía creerlo. Tuve que girar dando vuelta a toda la cuadra para cruzar la calle y seguir mi ruta normal. Pasado ese obstáculo, me inserto cada vez más en ese laberinto de pasadizos hasta que de pronto… “¡qué es esto!”. Era otra reja. Del otro lado había niños jugando, llamé a uno de ellos para que le dijera a un encargado para que me abriera la puerta. Nadie sabía nada. Nuevamente tuve que dar la vuelta. Decidí caminar por la avenida principal. Llegué al paradero muy cansado.
Inevitablemente tuve que estar en ese lugar para tomar el micro que me llevaría a otro destino. Siempre me gustó caminar por la zona residencial, por eso quise pasar por mi antigua ruta del colegio secundaria. Sí, “cómo habrá cambiado el lugar” -me decía. La tarde era apropiada, estaba relajado y algo emotivo por volver a caminar por mi antiguo sendero. Uno debe estar preparado para esperar lo inesperado. Ese no fue mi caso. Cuando estaba en pleno camino, observé una enorme reja que dividía una calle en dos zonas. ¡Increíble! Tuve que regresar y dar la vuelta. “¡Pero esto es increíble!, ¿qué pasó?”. Ya no tenía ganas de pasar por la antigua calle, sólo seguí la otra ruta, nada nostálgica, pero era la única forma de llegar a mi destino.
Las calles de mi antiguo distrito ya no son como las conocí, sé que otras zonas también están protegidas con rejas construidas por los mismos vecinos. Sí, así es. Esas rejas cumplen la función de no dejar pasar a los delincuentes e iguales a zonas tranquilas con sus parques y niños jugando (como yo las conocía desde mis tiempos de colegial). La belleza de esa Lima que en mi memoria aún se mantiene es destruida poco a poco por la implantación de las rejas divisoras.
Un reconocido autor peruano escribió un hermoso libro llamado “Lima, la ciudad enrejada”. Nada más acertado a esta horrible realidad, que resultó ser una inevitable necesidad. |