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Si queremos una revolución, hay que fusilar. Hay que matar funcionarios del rey.
Tiene que haber sangre, mucha sangre para que se sienta en el aire y que la vean todos.
Se gritaba en las calles y los alaridos eran parte del aliento denso, maloliente que la multitud escupía cuando ingresaba por las ventanas del cabildo. Abiertas de par en par a pesar de la lluvia incesante para ventilar los salones atestados.

En realidad no era una revolución, no fue una revolución a pesar de Moreno, que el sí tenía la sangre caliente, los ojos inyectados, la mirada furiosa y la letra ejecutora de esta revuelta. De esta pueblada, como se la nombraría luego.
Pasábamos del viejo y perimido yugo español al capitalismo anglo francés, era un triunfo de los mercaderes dueños de Buenos Aires.
No del pueblo, el pueblo no sabía que estaba ocurriendo. La noticia no llegó a los suburbios. Nunca se les ocurrió que participaran.
Los dueños de los gritos sin saberlo, comenzaban con una derrota.
Pero el grupo reunido en el Cabildo, sin encontrar los motivos, presionados por los más excitados decidía fusilar.

Cincuenta seis días después de su formación la Junta de Mayo, la Primera, en el mismo lugar de su génesis, en el mismo edificio. En ese invierno del puerto Buenos Aires. Ahora con las ventanas cerradas y sin el gentío gritón estimulando con su aliento oloroso a los presentes, decide fusilar un militar, a Santiago de Liniers.

Y ahí Mariano Moreno ejerce su violencia por escrito:
“Temo, a la verdad, que si no dirigimos el orden de los sucesos con la energía que es propia, se nos desplome el edificio; pues el hombre en ciertos casos es hijo del rigor y nada hemos de conseguir con la benevolencia y la moderación”
“Los cimientos de una nueva república nunca se han cimentado sino con el rigor y el castigo, mezclado con la sangre derramada de todos aquellos miembros que pudieran impedir sus progresos.” (1)


Pero este francés era un héroe.
Reconquistó Buenos Aires, al comando del mismo y escaso gentío que festejaba gritando frente al Cabildo la creación de la Junta.
Recuperó la aldea, de un diminuto escuadrón de ingleses, que ya había tomado posesión del territorio y del puerto sin la menor escaramuza. Se lo devolvió a la Corona Española, que no atinó siquiera a defenderlo, esto solo cuatro años atrás.
Y la aldea con puerto lo nombró Virrey, Gobernador y Capitán General.

Liniers, este héroe nacido en la Francia, defensor del territorio ante la invasión británica, decide ser fiel a los hasta esa época dueños de la colonia.
Mala decisión la del soldado de cabello blanco. Quizá creyó que la multitud que sale a gritar a las calles y festejar lo que cree sus victorias estarán de su lado, y recuerda los festejos de la reconquista.
Tampoco cede a los ruegos de una bella y valiente mujer La Perichona, su amante, a huir con ella y con su amor y así lo hace.

Es capturado llegando a Córdoba por tropas que envía la Junta y comanda Ortiz de Ocampo. Pero el comandante le teme a la multitud, ahora en silencio, dispersa en sus hogares, cumpliendo con sus trabajos y no lo ejecuta.
Lo lleva nuevamente al puerto reconquistado por él.
Aquí dice la historia que Moreno enfurece, se vuelve casi loco y envía a Castelli, el orador brillante de la Primera Junta, a informarle al prisionero que será fusilado, y hacer cumplir esa sentencia.
Y se encuentran en Cabeza de Tigre.

“Todo es en vano, estamos en manos de la fuerza, morimos por defender los derechos de nuestro Rey y de nuestra patria y nuestro honor va ileso al sepulcro.”
Liniers continúa aferrado a Fernando VII, para su desgracia y para su mal fin, y la revolución que busca sangre y fusila para obtenerla.

- ¡Ya estoy muchachos!

Dicen que dijo, y recibió la descarga de seis tiros que no lo mata, que lo deja aún vivo luego del estruendo de la pólvora. Luego del estruendo, donde el ruido de la mañana se transforma en un silencio insoportable.

El héroe de la reconquista agoniza, soportando con los ojos abiertos el trauma que la munición de plomo hizo en su pecho. Sangra, cuando se acerca con su arma en alto teatralmente pegada a su cara el coronel Domingo French. Se detiene junto al comandante de la recuperación de Buenos Aires, que mira el cielo y tose. Tose su sangre.
Y le apunta tomándose su tiempo, a la amplia frente del fusilado y le ejecuta el tiro de gracia. Lo deja inmóvil, seco.

Sí, el mismo Domingo French, que junto a su ladero Berutti, - nos contaban las maestras en la escuela primaria, cada año durante la semana de mayo- repartían escarapelas, no sabemos bien de que colores, ese día lluvioso en que el la muchedumbre bramaba desde la calle y en el Cabildo ese grupo de hombres formaban el primer gobierno de este poblado.
Ahora remataba al héroe reconquistador, acortando la agonía del sangrado.



(1) Plan de Operaciones (Mariano Moreno)

Texto agregado el 19-07-2017, y leído por 127 visitantes. (0 votos)


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