Fue casi al comenzar la primavera y en uno de los años del pasado siglo, cuando mi abuela paterna, decidió violar una de las reglas de la tiranía. Norma que fijaba la edad de siete, como la obligatoria, para que los niños se iniciaran en el recorrido de lo que sería su educación.
Y lo que élla nunca pudo asimilar, fue el efecto de la cercanía de mi fecha de nacimiento con la conclusión del año lectivo. Lo que según su acertado cálculo, me echaría a perder un año de avance en mis estudios. Todo lo cual y, me imagino, después de calenturientas reflexiones, le supo a desgracia.
Así, que sin pensarlo más, echó a andar un plan: impartirme élla, sin haber nunca visitado en calidad de alumna una escuela, lo básico del primer grado. Y después pelear. Bueno,... y sin pérdida del tiempo ahí mismo se armó una corredera en contra del reloj. Aquellos meses discurrieron, burlando la lógica de un niño, a una velocidad espantosa, pero por supuesto, ignoro el medidor usado por la madre de mi padre.
Luego, pasados siete largos años y al inicio de mi séptimo grado, una gran algarabía eclipsó la robusta voz de la maestra. Y era que exáctamente frente al largo y extraño pasillo de entrada de la República del Salvador, frenó una 'camioneta' repleta de libros en inglés, franqueada por ocho gringos pedaleando igual número de gordas y enanas bicicletas.
Lo que siguió aquella mañana en mi escuela, en términos de argumentos, intensidad, calor, sorpresa e intentos de ruptura de las normas establecidas, sólo se podría comparar con el tratamiento ofrecido a mi abuela, aquel lejano y temprano izamiento de bandera. Con la gran diferencia, en contra nuestra, de que unos fueron festejos y otros insultos.
Y que mí única ganancia, después del último atrevimiento de mi doña, a que me probaran en contra de los pupilos titulares, fue el disparejo, prolongado, certero e inolvidable abrazo de la profesora del áula.
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