Cuando preguntaron a Ausencio González por su oficio y beneficio, no dudó en presentarse como cuentero; cuentero local. Al principio en el cuartel no lo tomaron en serio, por no saber qué cosa podía ser aquéllo de cuentero local; pero conforme fue tomando confianza y escaqueándose de guardias, los mandos se fueron haciendo una idea de qué diablos podía ser cuentero local.
Y lo empezaron a tener por una especie de caradura municipal- que de todo hace falta en los pueblos pequeños- que vivía falsariamente de estratagemas y ardides improvisados conforme se iban presentando las dificultades.
Hasta tal punto caló aquéllo en el cuartel que cuando lo despidieron licenciado le organizaron, con el auspicio del mando, una especie de homenaje. Aquel ejército había, durante el servicio de Ausencio, perdido marcialidad; pero todos coincidían en que se habían divertido.
En un alarde de sentimentalidad, Ausencio, tomó la palabra para ensalzar también al Ejército. Aquello empezó a adquirir perfiles lacrimógenos. Tanto es así que el oficial al mando se fundió en un abrazo con Ausencio. También le regalaron una insignia. Nunca el universo de las letras había estado tan cerca de la rudeza que se supone en el militar. No pudiendo evitar unas lagrimillas, agitaron los pañuelos mientras veían alejarse el autobús de Ausencio; contagiando al resto del pasaje que no entendía tampoco aquel alarde emocional.
Ni un perro acudió a recibirlo en el pueblo a la llegada de Ausencio, unos días después. Llegó a su casa y su padre frunció un tanto el entrecejo y ya está. El resto de la población apenas recordaba que Ausencio había estado ausente y se fueron acostumbrando nuevamente a su presencia repentina.
De haber tenido menos sentido del humor, Ausencio se hubiera deprimido, pero se dedicó a hacer lo de siempre: revolotear por aquí y por allá, comprobando que allí no le funcionaban sus ardides. Se trataba de un pueblo curado de impresiones. Muchos años tardó Ausencio en olvidar la vida que había llevado fuera- un año y pico de servicio militar- llegando a la conclusión de que el mundo consistía básicamente en un espacio infinito donde le consideraban pero no podía vivir y otro habitable donde despertaba menos emoción que un rayo partidor.
Y esta es la historia de Ausencio; el inventor de la inefable profesión nuestra, que algunos años después inspiraría al creador de la página, compañero de armas, que tuvo la fortuna de hacer la mili con él; instituyendo el oficio de cuentero local, que desde entonces goza de predicamento y existencia real. |