El cielo está rojo, rojo de querer y poder.

Como un ojo encandilado ante el humo y el vapor que salen de tu boca maltrecha de tanto esconder las palabras necesarias para cambiar de color ese cielo.

Finges tomar en cuenta las nubes que pasan y escuchas el acorde de una guitarra sonando a lo lejos, como un tren vacío, lleno de esperanza, lleno de ganas, lleno de frío.

Las piedras se amontonan esperando tu descanso y se van turnando para dejarte el camino hecho hacia el mar, y de vez en cuando toman forma de esos personajes de películas lanzando chaquetas a los charcos de la ciudad.

El tren suena cada vez más cerca, se apodera de nuestra paciencia y nos abraza.

El mar se ríe de nuestro desprecio y se aleja llevándose las plegarias de los granos de arena más fuertes, esos que se aferran y te acompañan a casa.

La calle está a nuestra espalda y una mano nos ayuda a cruzarla. Te miro caminar y tú decides enfrentarte al azar, ese azar que solamente un chico crucificado en un libro conoce.

No entiendo qué hacer, alguien nos sigue reclamando su espacio y un par de monedas.

No me sorprende. Siempre es así. Lo lamento. Me voy.

El cielo está rojo aún.