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LA PROVIDENCIA





Había caído una lluvia torrencial los últimos siete días en el municipio la Providencia en la zona costera occidental del país. Ese día el aguacero amainó ya tarde, por lo que Chito Bermúdez y su mujer Juana Rendón, al fin pudieron descansar del ajetreo de ir poniendo recipientes debajo de cada gotera que aparecía dentro de su humilde jacal. La mujer, bastante ágil para el escuálido cuerpo que mostraba, se apresuró a reavivar el fogón para calentar el aromático café y llevar a la mesa un pedazo de pan de la región, frugal merienda para esa noche. Temprano, como era su costumbre, buscaron el refugio de su camastro y antes de quedarse dormida, Juana le dijo al hombre:

—Qué bueno que ha dejado de llover, la lluvia no impedirá que festejemos como todos los años a nuestra madre, la virgencita de la Divina Providencia, mañana en su día—

—Sí pues — fue la lacónica respuesta del marido.

Mientras, en la iglesia del pequeño poblado, Crisóforo, el sacristán del lugar, —mejor conocido por “Choforo”—, alumbrado por una lámpara alimentada con petróleo, terminaba de limpiar la imagen de la Virgen y el precioso retablo de madera que adornaba su nicho, en eso estaba cuando llegó la Chole, la piruja del pueblo, a devolverle los treinta pesos que éste le había prestado para sobrevivir aquellos tres días, que por su naturaleza femenina estaba imposibilitada para atender a su clientela.

La mujer llevaba la ropa mojada por la llovizna pegada al cuerpo, lo que hacía resaltar la impudicia de sus carnes, esta visión fue el detonante junto con una botella de aguardiente ingerida por el sacristán, para que la libido del hombre le exigiera pronta satisfacción.

Se inició entre ellos una feroz y extraña lucha cuerpo a cuerpo, envites, requiebros, jalones, apretujones, jadeos, negativas y súplicas a media voz, que en vez de calmar, exacerbaban el deseo. Finalmente, sin bajar la intensidad, la pareja terminó rodando por el suelo, él, con un calzón de mujer roto en la mano y ella con el brillo en la mirada mostraba la ansiedad que la embargaba, con el último destello de razón, la mujer alcanzó a murmurar:

—Aquí no, porque es pecadooo—

Luego, dos movimientos que dejaron de ser opuesto al volverse complementarios, un vaivén frenético llevó a los sacrílegos a volcar la lámpara y derramar el petróleo que contenía, iniciando con ello la quema del retablo y de la imagen tan venerada, que a decir de los lugareños había concedido muchos milagros.

El cura Miguel Ángel estaba a punto de llegar al clímax de su acostumbrada masturbación nocturna, cuando fue interrumpido en forma abrupta por aquellos gritos provenientes de la iglesia, eran tan grandes los alaridos de la gente, que el santo varón sólo alcanzó a ponerse la sotana y sin importarle no llevar ropa interior ni pantalones, echó a correr para ver lo que pasaba.

En el lugar del incendio todo era caos, llantos y lamentaciones; los hombres presurosos acarreaban agua para sofocar el fuego, los niños que acudieron al lugar despertados por el alboroto, eran contenidos por los adultos a gritos y mentadas de madre; un grupito de beatas recogía con devoción, pedacitos de tela que en la ofuscación de su fe, aseguraban eran una manifestación milagrosa de su virgencita, porque el fuego diabólico había respetado parte del manto que cubría la imagen. La Chole, temerosa del castigo divino y el de la gente del pueblo, guardó miedoso silencio y no se atrevió a decir que la tela supuestamente milagrosa, era parte de sus pantaletas.

En la madrugada del día del incendio, como acostumbraba desde que era un joven y ayudaba a su padre en las labores de la pesca, Chito Bermúdez se sirvió un jarro de café para engañar al hambre, le agregó un chorro de mezcal para mitigar el frío y rezó un Padre Nuestro para aplacar la conciencia. Cuando terminó, tomó su apero de pesca y se dirigió a la orilla de la laguna cercana. Estaba por botar el cayuco, porque ese día no quería mojarse, había pasado una mala noche por causa del dolor de reumas que no lo dejó descansar; estaba en eso, cuando su mujer llegó corriendo sofocada.

— ¡Ten cuidado Chito, tengo un mal presentimiento!

Antes de treparse al cayuco y empezar a remar laguna adentro, Chito le contestó a su mujer:
—Así lo haré—

A que mujeres tan atarantadas, siempre pensando lo peor, —cavilaba Chito puesto en pie sobre su endeble embarcación— al mismo tiempo hacía girar sobre su cabeza, con movimiento acompasado, con destreza, aquella tarraya de aproximadamente un metro treinta centímetros de diámetro, para luego lanzarla con vigor no exento de gracia sobre las aguas turbias por la tormenta reciente. Esperó con paciencia como parte de un ritual, que el perímetro lastrado de la red al descender se fuera cerrando, convirtiéndose en una trampa sin escapatoria para los peces y otras especies que quedaran dentro de su contorno. Luego, afianzado muy bien en el cayuco, fue halando con brazada vigorosa la maya, confiando en que se cumpliera aquel adagio: “A río revuelto, ganancia de pescadores”. Al poco rato, estaban sobre la embarcación un buen número de peces, algunos camarones y otras especies no comestibles, que el hombre devolvió vivas a su hábitat. ¡De pronto, el pescador gritó con terror y se santiguó!

— ¡Dios Santo!, ¿qué es esto? — gritaba y miraba con ojos desorbitados aquel pez prieto, de horrible cabeza, con espinas salientes que semejaban cuernos y escamas brillantes como la lumbre.

A un ritmo poco habitual en él, Chito Bermúdez remó tan rápido como nunca lo había hecho en su vida, antes de que el cayuco llegara a la orilla, el hombre olvidándose de sus reumas se lanzó al agua llevando en una bolsa de plástico aquel adefesio que había pescado.

Cuando en el pueblo se supo la noticia de la captura de un pez prieto de horrible cabeza y cuernos, inmediatamente se le relacionó con el incendio que hubo la noche anterior en la iglesia y la desaparición de la virgen. Entonces la chusma dictaminó con la anuencia del cura onanista, que las fuerzas del averno con satanás al frente, se habían apoderado de la región.

Reunidos en gran asamblea popular, los habitantes del lugar acordaron con un sincretismo perverso, producto de la ignorancia y el miedo, realizar varias acciones para librarse del mal infernal. En primer lugar, se acordó iniciar un rosario ininterrumpido a la Virgen desaparecida; luego, estuvieron de acuerdo que Toribio el curandero y brujo del lugar, realizara un ritual de “limpia” en las dos entradas del poblado y en los cuatros puntos cardinales del mismo. Se envió un mensajero a la capital pidiendo al obispo refuerzos eclesiásticos, porque al padre Miguel Ángel le había surgido un temblor permanente en la mano derecha, sin causa aparente, por lo que este mal también fue atribuido al diablo. Por si las dudas, fue un acuerdo unánime, el que todos los gatos negros de los alrededores fueran sacrificados, incinerados y tirada sus cenizas muy lejos del pueblo.

También acordaron que Juana Rendón, por tener presagios de mal agüero, el profe Chávez de quien se sospechaba que era masón, Rosarito, la niña con síndrome de Down, Julito el hijo que le resultó jotito a Felipón el carnicero y la vaca pinta que no daba leche, propiedad de Isidro Robles, fueran expulsados ipso facto de la región. Se aprobó también con jubilosa algarabía, que la casa de Chito Bermúdez y todas sus pertenencias, principalmente el apero de pesca, fueran quemados de inmediato; sólo fue considerada Chole la puta reconocida, porque a decir de Choforo el sacristán, ella fue la primera en llegar a la iglesia a sofocar el fuego. En el debate público pro liberación del mal, a María Rodríguez se le ocurrió la idea de traer un brujo afamado en una provincia distante.

La propuesta fue aceptada y a las pocas semanas llegó Jeremías Pilotzin, todo vestido de negro, con sombrero de ala ancha del mismo color, revestido de autoridad ultra terrena y en la mano una maleta de marca, en donde llevaba sus menjurjes, amuletos y demás implementos necesarios para el caso. Luego de conocer a los directamente involucrados en la quema del retablo y de la sacra imagen, el Pilotzin solicitó que se le asignara a la Chole como su asistente, se le diera un lugar apartado para realizar junto con la ayudante un retiro espiritual por trece días, a fin de fortalecerse para su lucha contra el demonio.

Durante ese tiempo, brujo y mujer permanecieron encerrados sin salir para nada, de día y noche se escuchaban aquellos alaridos que provenían del lugar de retiro, la mayoría de la gente pensaba que era el demonio que gritaba pidiendo clemencia, atormentado por la ira del brujo, mientras las beatas elevaban plegarias para ayudar a Jeremías en su titánica lucha, Choforo y los demás hombres sabían muy bien que aquellos lamentos sólo eran gritos de placer de la Chole al momento del orgasmo.

Finalmente, en el término previsto, Jeremías Pilotzin abandonó su centro de retiro, salió tembleque, con patas de trapo, apenas si podía hablar, sudoroso y desencajado; haciendo un gran esfuerzo rindió su informe:

No pudo vencer a satanás, pero si lo obligó a que en un plazo no mayor de un año el príncipe de los infiernos abandonaría la región, siempre y cuando los lugareños terminaran la construcción de una nueva iglesia, en donde se adoraría a una imagen bendecida por el mismo Santo Papa, esta imagen sería presentada en el Vaticano por Soledad Amuchástegui, alias la “Chole”, quien se había ganado ese privilegio después de luchar cuerpo a cuerpo contra el “Señor de las Sombras” durante trece días con sus noches.

La gente se resignó, al menos sabían cuándo y cómo se liberarían del mal. El padre Miguel Ángel fue sustituido por un cura más joven, pero sobre todo sano, porque al padrecito onanista ahora le temblaban las dos manos. La Chole terminó por integrarse al grupo de beatas, sin que esto fuera impedimento para seguir atendiendo a Choforo y a la clientela que conservaba cautiva.

Durante los meses que siguieron, por aquellos rumbos sucedieron muchas cosas extrañas a las que la población no le dio mayor importancia, puesto que estando el demonio entre ellos cualquier cosa podía suceder. Por ejemplo, el embarazo y parto sin explicación de Sandra Alemán, la muchachita tullida hija de Gustavo Abarca; se dijo, que en algunas noches se vio a un hombre disfrazado con sotana, brincar la cerca que limitaba la propiedad de Don Gustavo, ¡cosas del malo concluyó la chusma!

Luego sucedió la desaparición de casi todo el ganado de Quintín Lozano, coincidiendo con la herencia que recibió Choforo de un tío lejano que nunca se le conoció. Artimañas de Lucifer para confundir a los cristianos, se dijo. Y qué decir de la aterradora muerte de doña Esperancita Terriquez, víctima de grotescas convulsiones y de vómitos verduscos, justo un día antes de la llegada del notario para redactar el nuevo testamento de Esperancita, en donde quedaría excluido su adultero esposo. ¡El diablo metió la cola murmuraron! Sin olvidar hacer mención de la trágica muerte de Luz María Moyado, la hermosa y apetecible viuda, quien fue violada, ahogada y abandonado su cuerpo en la laguna y la partida al otro día, en forma apresurada y sin razón aparente de su primo Leonel Guzmán. Fue poseída por el demonio aseguró la mayoría.

Aquella mañana muy temprano Chito Bermúdez pescaba con cordel y anzuelo a orilla de la laguna, estaba taciturno, pensaba en Juana su esposa, ¿cómo la estaría pasando la vieja?, —se preguntaba, para luego contestarse— de seguro tan mal como él mismo. Extrañaba las pláticas interminables de la mujer, su quejumbre y sus achaques, extrañaba tantas cosas. ¡De pronto, algo haló con fuerza del otro extremo del cordel!, volvió la mirada al recipiente lleno de peces que tenía junto y en ese momento decidió regresar al agua la presa que estaba enganchada a su anzuelo y abandonar por ese día la pesca, con desgano, sin prisas, empezó a recobrar el cedazo; sobre el agua, al otro extremo del cordel se podía ver un espécimen de buen tamaño que se debatía con gran fuerza oponiendo resistencia al recobre de la cuerda.

Chito Bermúdez terminó de enrollar el cordel y se agachó para destrabar el pez y volverlo al agua como lo había pensado... ¡Gritó lleno de espanto por lo que veía entre sus manos! ¡Era un gran pez que no tenía cabeza y sin embargo estaba vivo!, en la panza tenía un solo ojo, el animal era de color plateado brillante y la cola era como la de los camarones. Chito rompió a reír a carcajadas, ¡reía y gritaba enloquecido!, llevó el animalito a su boca y empezó a devorarlo con rabia desbordada, poco le importaba que las espinas se le incrustaran en la lengua, en los labios y en el paladar haciéndolo sangrar profusamente, algunas espinas le atravesaron las mejillas y asomaron al exterior, no dejó de reír como un demente hasta que exhausto levantó los brazos al cielo, dio un alarido y se desplomó por tierra pesadamente.

A lo lejos, en una gran lancha con dos motores fuera de borda, sus tripulantes recién habían terminado de vaciar en aguas de la laguna varios contenedores de desechos radioactivos.



Texto agregado el 16-07-2017, y leído por 363 visitantes. (5 votos)


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