Quiero una nube.
Quiero una nube, de esas que se reflejan en el océano y dibujan el cielo con tiza o cal blanca y carbón de pino negro.
De esas que se pasean y se transforman estacionadas en latitudes extrañas, que acarician el alma y vacían la pena, llenas de nostalgia y de figuras de manos envueltas flotando en la nada que limita al borde del horizonte y las miradas.
De esas que se las lleva el vidente viento amigo y frío del invierno en este puerto maltrecho y decaído.
De esas que tapando la luz del sol, en las sombras hacen jugar a despotricados perros y huérfanos niños.
Quiero una nube como las que se ven entre las ramas incrustadas de los árboles en las plazas azules y cordilleranas.
Como las que se forman sobre el café mal preparado de un atraso matutino después de la lluvia temprana.
Una nube como las de noviembre y diciembre, estratosféricamente llanas e imponentes.
Estoy de nuevo en el muelle.
Oscura o clara, me da igual, la quiero simplemente por el imposible de limpiar la tierra y el polvo de mi cara, llorar un poco y llenarla con mi propia agua desgastada.
Una pequeña amigable o una gigante mundana. De esas rojas escarlata o pintadas de naranja, cuando la tarde ya cesa junto al cansancio y el sol lo acompaña en picada vacía al inmenso espacio.
También puede ser plateada o de oro, como aquellas que se forman con la luna llena de madrugada, las que tapan el sordo y silencioso cielo de las noches en las dunas austeras más heladas y tácitas.
La veo y se pierde. Se aleja y no me entiende, desaparece.
Condensada es la imagen que tengo fijada en el corazón y en el exasperado vientre de mi atenuada cabeza y mi peligrosa mente.
Las caras que me acompañan cada vez se hacen más verdaderas y concurrentes.
Quería una nube hace un rato y ahora la veo aquí a mi lado, presente, palpable, caliente.
Me ataca, me apuñala y me vence, destruyendo toda fuerza omnipotente.
La sangre inunda el mar bajo el muelle caducándolo con fecha y remitente. |