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EL CORONEL FANTASMA
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Yo estaba acomodado en mi asiento del lado del pasillo, en un avión de Aerolíneas que me traería de vuelta desde Mar del Plata. Había ido para pasar mi cumpleaños en casa de mi hijo y ahora volvía a Buenos Aires.

Habíamos pasado una semana entera de un calor insoportable. Ahora se había descargado una de esas lluvias torrenciales de verano, que suelen seguir a varios días de calor intenso. Era una noche negrísima, sólo iluminada por los fogonazos de los relámpagos.

Seguían subiendo pasajeros y se acomodaban en sus lugares. No me gusta volar. Nunca me gustó, volar. No es que me asusta, simplemente no me gusta. Si embargo, con este temporal me había puesto nervioso. Sentía como si el viento tempestuoso que sacudía al avión pudiera llevarlo hacia un costado, fuera de la pista, donde quedaría empantanado y no podríamos viajar esa noche. Por supuesto no era así.

Me sacó de mi preocupación un señor que me pidió permiso para acomodarse en el asiento de la ventanilla, mi compañero de viaje, un anciano jovial que después de mirar un momento la lluvia que golpeaba furiosamente la ventanilla, y notando mi preocupación, se volvió y me dijo

- buenas noches señor. Mucho gusto, me llamo Arturo. Hice este viaje muchas veces. No se preocupe, volar es muy seguro hoy en día.

- buenas noches, le contesté tratando de sonreír.

El avión comenzó a carretear hacia la cabecera de la pista e inició el despegue. Traté de hacer un comentario amable para corresponder al suyo y al mirarlo para contestarle, me llamó la atención que si bien aparentaba mucha edad, estaba atento, lúcido y divertido. Y antes que llegara a contestarle, volvió a hablar y dijo

- una noche ideal para que aparezca el coronel fantasma, ¿no le parece?

- ¿el coronel fantasma?

- si... ¿nunca oyó hablar de él?

- no jamás, dije

- bueno, si alguna vez le cuentan que es una leyenda, no lo crea. Existe. A nosotros nos pasó, es decir a mi padre y a mi, aunque yo supe parte de la historia cuando me contó todos los detalles, algunos años después de sucedidos.

De pronto, me miró fijamente. Sus ojos eran intensos y resueltos. Pero comenzó a hablar pausadamente.

- Yo nací cuando mis padres andaban por sus 30 años. Conocí a mi abuelo, el sargento Rojas, que había servido en el ejército en plena campaña del desierto

- Mi abuelo había sido ingresado al servicio a los 14 años porque así lo dispuso su padre, como aspirante, para hacer de él, un hombre de provecho. Era la costumbre de aquellos años. Mi abuelo entró al servicio en un regimiento de línea, cuyo comandante era el coronel Maidana, famoso por su bravura y por su valentía temeraria en la batalla.

- El coronel exigía un cumplimiento ciego e inmediato de sus órdenes. Era severísimo con las faltas de la tropa y ordenaba una estaqueada aún por faltas mínimas, pero sin embargo era respetado por la tropa, porque era justo en la aplicación del reglamento y se sometía él mismo a la disciplina que exigía de los demás.

- Era el primero en las cargas. bravísimo en los entreveros, abría huecos entre la indiada a remolinos y mandobles de su sable. Siempre era el último en retirarse. Era lo que el indio llamaba “mucho toro” y lo consideraban invencible, como al mismísimo coronel Villegas.

- Más de una vez los ranqueles huían sin más al ver su imponente figura avanzar al frente del escuadrón a rienda suelta, gritando como loco, parado sobre los estribos, el cuerpo hacia adelante y con la temible lata en alto, un sable a cuya sola vista solía dispersarse el ranquel.

- Luego del entrevero, empuñando todavía el corvo chorreando sangre, recorría el campo y se aseguraba que no quedaran heridos olvidados en la retirada y que los llevaran a todos de vuelta al fortín, porque si quedaban atrás, serían degollados sin más por los ranqueles. También se traía a los muertos, para darles cristiana sepultura.Tal jefe, tenía asegurada la admiración y lealtad incondicional de sus hombres, que lo habrían seguido al infierno si lo hubiera pedido.

- Ya en el fortín -un recinto cercado de tierra apisonada y dentro del cual se veían alineadas algunas carpas que servían de alojamiento- visitaba a los heridos, saludándolos a cada uno por su nombre. Se hacía explicar por el cirujano del Regimiento, un correntino de Saladas, el capitán Daniel Silva, el estado de cada uno y mandaba algunos buenos churrascos -en general de yegua, salvo que hubiera de vaca, para la alimentación de los heridos, y por supuesto también lo que hubiera de tabaco, en una chuspa de cogote de avestruz, y también azúcar y té pampa.

- Una tarde –la indiada estaba alborotada y se maliciaba que organizaba un malón- el coronel pidió 3 voluntarios para una descubierta (salida) nocturna, que debería volver antes del amanecer para informar las novedades. El coronel quería conocer los movimientos del indio durante la noche, por cuál rastrillada se venían y en que aguada o en el fondo de que médano se agrupaban.

- Esto para calcular las órdenes que daría para el día siguiente. La guerra es como una sangrienta partida de ajedrez, donde a cada momento hay que entender los movimientos que hace el enemigo, adivinar su estrategia para poder decidir los propios.

- Poco después de la retreta, ya era noche cerrada, salieron los 3 valientes. Mi abuelo, el cadete Rojas estaba esa noche en la guardia de prevención y fue testigo de esta salida bajo una lluvia torrencial.

- El coronel no durmió, esperando el retorno de la patrulla. Después de algunas horas, comenzó a preocuparse. A cada rato le preguntaba la hora a su asistente

- tal hora mi coronel

- esto no me gusta...algo está mal, ya deberían estar aquí... ¿a ver cabo, qué hora es?... y la misma conversación a los pocos minutos...

- Pasó la noche y nada. Cuando comenzó a clarear el coronel estaba en el mangrullo con el cabo mirando ambos el horizonte con los prismáticos. La patrulla no volvía.
Bajó el coronel, dejando al cabo en el mangrullo. Comenzó a pasearse por afuera de la empalizada del fortín.

Llovía a cántaros, pero eso no lo incomodaba. Iba y venía como una fiera enjaulada, esperando y a cada minuto estaba más ansioso con la espera. Había ordenado ensillar 10 caballos y alistarse la tropa por si tenían que hacer alguna salida urgente.

Recorría una y otra vez la empalizada, con las manos cruzadas en la espalada, echando terribles maldiciones, jurando vengarse con una matanza salvaje y espantosa, si algo le había pasado a la patrulla. Se detenía cada tanto y observaba, cada vez más inquieto, el horizonte.

- ¿nada? le preguntaba al cabo en el mangrullo

- nada, mi coronel contestaba el cabo

Cuando tocaron diana, el coronel ya estaba seguro que algo malo le había sucedido a la patrulla

- a ver sargento, haga ensillar el rosillo... ¡pronto!

- El coronel montaba distintos caballos, según las circunstancias. El rosillo era para las salidas cuando esperaba algún bochinche con los indios. Era una caballo alto y recio, pero delgado, ágil, incansable. Acaso a veces se aplastaba un poco después de horas de correr a todo galope, pero jamás se cansaba. Podía galopar en noche cerrada, aún en campos acribillados de vizcacheras, lo que resulta –ya se imagina- sumamente peligroso. Y si embargo, jamás rodaron. Jamás.

- Subió al rosillo de un salto, sin más armas que la lata al cinto. Para qué más. Nuestros hombres de campo jamás han apreciado demasiado a las armas de fuego. Son indignas de su bravura. Siempre han preferido el arma blanca, donde la pelea es cara a cara y cuerpo a cuerpo.

- El Mayor Germán Sosa le recordó al coronel que la ordenanza prohibía y castigaba estas salidas. En la Orden General, de tiempo en tiempo, se recomendaba especialmente a la tropa de guarnición en los fortines, no salir al campo –ni aún a distancias cortas– desarmadas o en grupos que no fueran en número suficiente según las circunstancias.

- El propio Alsina había reprobado una conducta parecida, renombrando al 3ro.de Línea hasta entonces “Chañares” con un nuevo nombre: “Desobedientes” como castigo por una salida imprudente para bolear avestruces que terminó en una emboscada de los indios y acabó con la vida de varios soldados. En vano le recordaban al coronel estas desgracias, sorpresas y muertes que se contaban por decenas.

- Pero el coronel parecía un poseído. No escuchó a nadie, sólo le interesaba encontrar a la patrulla. No hizo caso. Se caló el kepi sobre la ceja derecha, como manda la ordenanza y picó espuelas. El rosillo de un salto ya estaba cabalgando en los campos bajo agua, porque seguía llovía a cántaros, como está lloviendo esta noche, dijo Arturo, mirándome...

Y continuó

- pasó el día y volvió la noche. Nada volvió a saberse del coronel ni de la patrulla.

- A las primeras luces del día siguiente, sin siquiera haber tomado el te pampa con galleta, ya habían salido partidas para localizarlos, pero una tras otra volvían, empapadas, ateridas y cubiertas de barro, pero sin noticias de la patrulla o del coronel. Nada. Ni siquiera un indicio. Imposible encontrar un rastro en los campos bajo agua. Se los había tragado la tierra.

- Pasó el tiempo, los días se hicieron meses y los meses se hicieron años. A su tiempo, se terminó por someter al indio. Se abrieron los campos a la colonización. Aparecieron los agricultores con sus familias, los ganaderos con incontables cabezas de ganado, los bolicheros, las poblaciones, los ferrocarriles. Brotó la riqueza y la prosperidad por todos lados y a la vuelta de varios años, el trigo argentino inundó y asombró al mundo entero.

- El comandante Prado se pregunta amargamente en sus memorias si el colono que abre el surco llegará a saber que está arando sobre las cenizas de tanto pobre milico, que dio su vida para conquistar estas tierras y jamás recibió nada a cambio, sólo miseria y privaciones.

- Perdón, me fui por las ramas, –dijo Arturo sonriendo- y continuó.

- Pasaron años y más años, y como el tiempo todo lo borra, el coronel y su patrulla fueron cayendo en el olvido...

- Bueno, casi en el olvido, porque cada tanto, en distintos lugares y siempre en las noches de lluvia alguien comenta que ha visto a lo lejos, a un jinete con uniforme militar cruzando los campos al trote largo, solo visible a la luz de los relámpagos, pero –cosa rara- sin importar la distancia a que se encuentre el jinete, todos recordaban haber distinguiendo nítidamente el retumbar de los cascos del caballo, confundidos con los truenos...

- Se corrió la voz sobre esta misteriosa aparición, se contaba en cada fogón, en cada pulpería, en cada pueblo, en la campaña, en cada regimiento, en cada rueda de peones, en los asados en las estancias y aún, era cuchicheada en la iglesia, durante la misa del domingo.

- Y no era raro que cuando se contaba la historia, siempre había alguno que afirmaba que ya la había escuchado antes y, de tanto en tanto, otro que decía haberlo visto personalmente al resplandor de los relámpagos y escuchado el galope del ya famoso rosillo del coronel, siempre –eso si- en noches de lluvia.

- En cuanto a mi abuelo, se retiró cuando cumplió los años de servicio con el grado de sargento, después fue declinando su salud hasta que mi padre lo internó en un asilo militar para su mejor cuidado. Estaba postrado y no siempre me reconocía cuando mi padre me llevaba a visitarlo.

- Mi abuelo compartía la habitación con otro ex militar a quién conocía como don Pedro, un hombre también mayor con deterioro mental grave, porque padecía el mal de Alzheimer. Pocas veces mi padre pudo conversar con él, porque don Pedro casi siempre estaba en un estado de confusión y en general, no parecía reconocernos.

- Una mañana mi padre me retiró del colegio antes de hora. Su semblante me alarmó. En cuanto lo vi, me quedó claro que algo grave había pasado.

- el abuelo murió anoche mientras dormía -dijo mi padre- vamos al asilo.

- Cuando llegamos todos nos miraron con vivo interés. Había un estado de excitación que se notaba en el ambiente. Hacían comentarios entre ellos y nos miraban con curiosidad. Era evidente que hablaban de nosotros.

- Mi padre no permitió que yo pasara a ver al abuelo muerto. Supongo que, teniendo yo 12 años a lo máximo en esa época, quiso evitarme el mal momento. Había otras razones, pero no las supe hasta varios años más tarde.

- Y después de esto, cada domingo a la mañana mi padre me llevaba a la Chacarita, para visitar la tumba del abuelo, un nicho en el Panteón Militar, donde dejábamos un ramito de jazmines, que tanto le agradaban al abuelo.

- Siempre sentí curiosidad por saber que había pasado en el asilo. Por qué había tanto alboroto el día que murió el abuelo. Por qué todos nos miraban y hacían comentarios. Jamás tuve mucha confianza con mi padre. No era severo en realidad, pero tampoco cariñoso y mantenía su distancia. Nos tratábamos de usted.

- Cuando ya había cumplido los veinte años, me animé un domingo frente a la tumba del abuelo y le dije

- papá, hay algo que siempre quise preguntarle...

- es sobre el abuelo, ¿verdad?

- si papá...algo pasó en el asilo, cuando murió el abuelo, algo que usted nunca me contó.

- venga, me dijo y empezó a caminar hacia la salida.

Pero a la altura de la capilla donde arriban los cortejos para el responso, la triste y última oración de la liturgia de difuntos que se reza por los muertos, mi padre se detuvo y sentándose en un banco de piedra, a la sombra de un fresno corpulento, me indicó, con un ademán, que me sentara junto a él.

- usted era muy chico para meterle este barullo en la cabeza. No se si lo entenderá ahora. Yo mismo no supe que pensar durante mucho tiempo. Pero ahora usted ya es un hombre y se lo voy a contar. Usted sacará después sus propias conclusiones. Hizo una pausa como para acomodar sus recuerdos y continuó

- Cuando llegamos aquella mañana –dijo- yo hice que usted permaneciera en el patio y no le permití ingresar a la habitación donde estaba el abuelo muerto. Pensé que era mejor así, porque algo me habían anticipado cuando me llamaron por teléfono sobre hechos muy extraños en las circunstancias de la muerte del abuelo.

- En la habitación, con el cuerpo sin vida del abuelo estaban don Pedro, su compañero de habitación y Elsa la enfermera principal, una mujer de carácter fuerte y autoritario, pero esa mañana estaba muy nerviosa y con otra enfermera tratando de calmar a don Pedro, porque temblaba de manera incontrolable y hablaba de forma incoherente.

- Sin embargo, en cuanto me vio, apartó a las enfermeras y caminó resueltamente hacia mí, me apretó fuertemente las manos y comenzó a hablar, mirándome fijamente a los ojos, con una claridad y lucidez que no le conocía.

Lo que me contó resultaba increíble, pero insistía en que en la noche anterior se había presentado en la habitación, una imponente figura en uniforme militar, montada a caballo, al pie de las camas.

- ¡Cadete Rojas!.. ¡Prepárese!, nos vamos... tenemos que encontrar a la patrulla perdida, ordenó el jinete a mi abuelo

- Pegando un salto de la cama, el abuelo, postrado desde hacía años, se cuadró y haciendo la venia respondió:

- ¡a sus órdenes mi coronel!, con una voz tan potente que resonó en todo el piso del asilo

- nosotras lo escuchamos desde la enfermería, al otro extremo del corredor, dijo Elsa la enfermera. Vinimos corriendo, pero cuando llegamos ya estaba muerto. Se había levantado a pesar de su enfermedad y estaba a los pies de la cama, don Pedro sufría una crisis nerviosa.

- y yo -dijo la otra enfermera- escuché los cascos de un caballo sobre las baldosas. Acomodamos el cuerpo sobre la cama y tuvimos que atender a don Pedro, que estaba con un ataque de nervios.

- En eso venía llegando el director médico, que alcanzó a escuchar este último comentario de la enfermera.

- ¿los cascos de un caballo en el 2do. piso del asilo?...¡qué disparate está diciendo!, ¡es ridículo!....se habrá confundido con la tronada de anoche...

- si doctor, tiene razón, seguramente me he confundido, dijo la enfermera avergonzada...

- Pero cuando el director médico se retiró –continuó mi padre- Elsa la enfermera le comentó en voz baja que ella también había escuchado un caballo, y siendo criada en el campo, sabía muy bien como suenan la pisadas de un caballo. Tronaba anoche, es cierto, pero los truenos eran lejanos –dijo- y en cambio sentí las pisadas del caballo al lado mío.

- En cuanto a don Pedro, después de explicarme lo sucedido, como si eso hubiera agotado completamente sus fuerzas, cayó nuevamente en su habitual estado de de sopor.

Arturo hizo una pausa para mirar por la ventanilla. Seguía la tormenta. Yo estaba fascinado con el relato. El avión era sacudido por bruscas turbulencias, mayores que las que yo había experimentado hasta entonces. Los altoparlantes transmitieron la voz del comandante ordenando que nos abrocháramos los cinturones de seguridad.

Instintivamente miré a las azafatas para ver si estaban preocupadas, pero no, estaban en sus asientos y charlaban y reían animadas sin prestarle demasiada atención a los sacudones. Todo tranquilo, pensé. La nariz del avión bajó ligeramente: habíamos iniciado la maniobra de descenso.

- no se –continuó Arturo- yo creo que realmente se había presentado el coronel... mi padre pensaba lo mismo que yo... no puedo evitar recordarlo cada noche de lluvia.

Quedó callado y pensativo unos segundos. De pronto me miró y dijo

- ¿y Ud. qué piensa amigo?

No supe que contestar. Me había concentrado tanto en su relato y la pregunta me tomó tan de sorpresa que me quedé sin palabras. Solamente lo miré fijamente.

El sonrió y continuó

- pero si esto le resulta extraño, ahora viene la parte más sorprendente, lo más inverosímil de todo esto, porque desde ese entonces, cuando en campaña se producen los avistamientos del coronel fantasma, sólo iluminado por los breves fogonazos de los refucilos, los que lo ven afirman que son dos los jinetes que cruzan los campos; un hombre y ¡un niño que lo acompaña en la grupa del caballo!

- A mi –siguió Arturo- me gusta pensar que ahora mi abuelo en su niñez, el cadete Rojas, acompaña al coronel en su búsqueda de la patrulla perdida, y que no descansarán en paz hasta que la encuentren.

- Y desde que supe esta historia, dediqué cada noche de lluvia que he vivido desde entonces, a observar el horizonte, esperando, deseando ver pasar a la distancia al coronel y al niño que lo acompaña, mi abuelo, según creo, en su niñez. Pero como ve, ya soy muy viejo y voy perdiendo las esperanzas de poder llegar a verlos

Habíamos llegado. El avión aterrizó y terminó por detenerse completamente (y di gracias a Dios por eso, como siempre hago al final de cada vuelo). Me despedí de Arturo cuando retiramos el equipaje. En un momento lo perdí de vista entre la gente. Después me arrepentí por no haber anotado por lo menos su teléfono.

Caminé lentamente hasta conseguir un taxi que me llevó a mi casa. Seguía profundamente conmovido por el relato. Llovía todavía y no pude evitar mirar a lo lejos, a través de las ventanillas del taxi, salpicadas por la lluvia, buscando instintivamente a las dos figuras cruzando el horizonte al trote largo.

Ahora, y desde entonces, a pesar de los años transcurridos, cada noche de lluvia, esté donde esté, salgo a mirar fijamente al horizonte en la inmensidad de la noche, con la esperanza de verlos con cada relámpago, cruzando el horizonte.

Y ahora es de noche. Está haciendo mucho frío y tengo que estar muy bien abrigado, porque voy a salir: está lloviendo a cántaros. Estaré afuera hasta que escampe, pero si llueve toda la noche, me quedaré afuera, hasta el alba si es preciso. Y lo seguiré haciendo cada noche de lluvia mientras tenga vida.

¿Quién sabe?... con suerte, tal vez los veré esta noche...

Texto agregado el 09-07-2017, y leído por 167 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
10-07-2017 He quedado gratamente impresionado con la naturalidad de tu estilo, limpio, sin trabas ni alambicamientos y con la sorprendente fecundidad de tu fantasía. Agradezco el buen momento que me has hecho pasar. -ZEPOL
 
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