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MI ABUELA YAYA

Llegué a casa, sangrando profusamente, ayudado por mí hermano Ernesto. Me acostó en su cama y me indicó que comprimiera fuertemente la herida.

El dolor era insoportable. Enseguida mi hermano salió a buscar a un enfermero que conocíamos de la infancia.

El sólo hecho de estar en casa me hizo sentir mejor. El dolor del balazo que me había atravesado a la altura del hígado, iba cediendo poco a poco, pero no podía contener la hemorragia por el dolor que me provocaba al comprimir la herida.

Ahora tenía que esperar Cerré los ojos y repasé lo sucedido.

Todo salió mal. El plan era perfecto, las cajas del Supermercado estaban muy cerca de la salida. Sería muy fácil llegar y mientras yo vaciaba tres o cuatro cajas, Ernesto haría otro tanto y en quince minutos ya estaríamos en la calle, subiríamos al auto de Roque, que nos esperaría con el motor en marcha y nos perderíamos en el tránsito del medio día.

Para cuando llamaran a la policía, ya estaríamos lejos.Pero todo salió mal.

Yo no tuve problemas en arrebatar el dinero de cuatro cajas.

Pero Ernesto tuvo que luchar con una cajera, que presa de un ataque de nervios, comenzó a gritar pidiendo ayuda y lo atacó, tratando de quitarle el arma de la mano. Ernesto la empujó, pero ella volvió a sujetarlo tratando de inmovilizarlo. Ernesto le disparó su pistola en el estómago: a quemarropa. El impacto la impulsó con fuerza hacia atrás. Estaba muerta antes de llegar al piso.

La detonación hizo evidente el robo en todo el Supermercado, que hasta ese momento sólo había sido notado por las personas más cercanas.

En la calle, cuando Roque escuchó el disparo se asustó y abandonó el lugar. Nos dejó solos. Me lo imaginaba.

Esta mañana cuando nos encontramos con él, estuve a punto de cancelar todo, porque lo noté muy drogado, pero me aseguró que estaba bien y que podría conducir el auto en que nos fugaríamos.

Cuando salimos del Supermercado y viendo que Roque no estaba, decidimos luego de un momento de indecisión, correr a la esquina más próxima.

La alarma inalámbrica del Supermercado fue activada en el mismo momento que Ernesto mató a la cajera. La policía estaba en camino.

Al llegar a la esquina, doblamos en sentido contrario al tránsito, para evitar que la policía los siguiera.

Cuando llegamos a la siguiente esquina, todavía con las armas en la mano, nos encontramos con Roque, que luego de un primer momento de pánico, había vuelto a la zona para buscarnos.

Corrimos hacia el auto y escapamos Los vecinos, al vernos pasar a la carrera, armas en mano, llamaron al 911 y desde ese momento la policía estuvo al tanto de nuestros movimientos e inclusive tenía los del vehículo en el que huíamos.

Roque subió a la autopista, rumbo al sur. Este fue un error fatal. Nos encerramos solos. La policía ya conocía el vehículo que conducíamos y pronto fuimos avistados por un helicóptero policial que nos seguía a la distancia e informaba por radio al personal en tierra.

Sólo tenían que esperar que llegáramos a las casillas del peaje, donde el tránsito nos detendría.

Además -es una suposición- habrán ordenado a las autoridades de la Autopista que provocaran demoras en el paso de vehículos, para que nos detuviera el embotellamiento.

Ya oíamos las sirenas de muchos vehículos policiales detrás nuestro que se acercaban rápidamente.

Al llegar a la larga fila de vehículos detenidos frente a las casillas de peaje, Roque detuvo la marcha y por segunda vez en el día, nos abandonó y comenzó a correr con las manos en alto hacia los patrulleros que se acercaban.

Ernesto lo mató de un tiro en la espalda, para vengar su traición y para que no pudiera delatarnos cuando lo interrogaran.

Pensaba que todavía podíamos escapar. También bajamos del auto y corrimos en direcciones distintas. A mi me pegaron un balazo y caí al suelo, entonces Ernesto volvió a la carrera y me ayudó a seguir corriendo, hasta que al bajar de la Autopista, interceptamos un auto y llegamos hasta nuestra casa, donde estoy ahora, mientras espero que Ernesto traiga al enfermero.

Ya me siento mucho mejor, recobré la tranquilidad y siento una gran paz interior. Diría que jamás me sentí tan bien.

De pronto sentí que alguien se sentó en la cama, junto a mí.

- ¿Ernesto? pregunté, y abrí los ojos.

Sentada en la cama a mi lado y tomándome de la mano estaba mi abuela Yaya, tal como yo la recordaba. Me miraba con tristeza.

- ¡que sorpresa abuelita... que alegría!

- Ay negrito, ¡cómo te has arruinado la vida! Yo siempre pensé que llegarías a ser un hombre de bien, como tu abuelo, y mirá como estás ahora.

- No te preocupes, esto no es nada abuelita, cuando llegue Ernesto con el enfermero voy a estar bien. Ya no siento ningún dolor.

. Claro negrito, se que ya no duele -dijo la abuela y poniéndose de pié agregó- vamos, tenemos que irnos.

Obedecí, pero luego de unos pocos pasos, me volví hacia ella, que me llevaba cariñosamente tomado de la mano y preocupado le dije

- Pero abuelita, no podemos irnos, tenemos que esperar a Ernesto.

- ¿Todavía no has entendido, verdad negrito? me preguntó con una profunda pena.

- ¿Entender? ...¿entender qué abuelita?

La abuela Yaya se detuvo y tomándome la cara tiernamente con las manos me besó en la frente y dijo

- Negrito, quiero que te des vuelta y mires hacia atrás

Lo hice. El enfermero hablaba con Ernesto, al lado de la cama donde yo estaba acostado.

- Ya no se puede hacer nada. Me voy, antes que llegue
la policía, le dijo.

- Si, está bien -contestó Ernesto- sollozando a mi lado, mientras quitaba la sangre de mi rostro.

Al principio no me di cuenta, pero de repente comprendí, estremecido, que estaba contemplando mi propio cadáver.

Texto agregado el 09-07-2017, y leído por 100 visitantes. (2 votos)


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