Yo miraba el espejo del botiquín absolutamente alucinado. No sabía lo que pasaba, no atiné a reaccionar, cuando Arturo completamente fuera de si, entró al baño y dándole un tremendo puñetazo, hizo estallar el espejo en mil pedazos, salpicándome la cara con la sangre que brotó de su mano.
- ¡ese espejo está maldito, dijo, es obra del demonio!
Retrocedí espantado hasta que di la espalda contra la pared y sin darme cuenta me deslice hasta el suelo, donde quedè sentado, tan confundido, tan aturdido y con una angustia tan asfixiante que comencé a sollozar suavemente.
Arturo no siempre había sido el borracho pendenciero que era ahora. Trabajó toda su vida como cajero de un importante Banco Internacional. Se jubiló como subtesorero de una sucursal cercana a su casa en la calle Garay, donde vivía solo, en el mismo piso del edificio donde yo vivo.
Sus primeros años como jubilado los pasó siguiendo una estricta conducta de vida, pero con el tiempo, la soledad y el ocio lo fueron llevando al alcohol. Con el tiempo y a medida que el alcoholismo se hizo crónico, comenzó a padecer alucinaciones.
Lamentablemente, lo del espejo lo supe mucho después. Finalmente pareció haber perdido la razón.
Yo habitualmente al bar de la esquina de mi casa, donde el también viene regularmente. Una tarde llegó y se sentó en la mesa donde yo estaba.
Estaba alterado. Me dijo que acababa de ver como Imhotep, construía el complejo funerario de la Pirámide Escalonada de Saqqara, Me contó que los arquitectos habían cambiado la pendiente de la pirámide porque si seguían el ángulo original, se derrumbaría por su propio peso. Entonces resolvieron que debía ser escalonada, y continuó dándome detalles minuciosos de los aparejos, rampas y herramientas que los egipcios utilizaban, cuál era la dieta de los trabajadores, sus condiciones de vida y tantos detalles que resultaba convincente.
Comencé a pensar si esto no sería algo más que producto de su demencia, pero por otro lado no había ninguna explicación lógica para esto.
En el bar, todos se burlaban cruelmente de sus muchos relatos, porque continuamente venía con nuevas historias, a cual más descabellada:
- Afloje un poco con la ginebra don Arturo, le decían en medio de risotadas.
A veces pasaba temporadas donde dejaba de padecer alucinaciones y sólo bebía, mucho eso si, pero hacía una vida casi normal.
Pero tenia recaídas terribles, armando alborotos infernales en su casa, desatando su violencia con los muebles de su hogar. Los vecinos concurrían a calmarlo, bajo amenaza de llamar a la policía.
Luego, una tarde, llamaron a mi puerta de mi departamento. Era Arturo. Somos vecinos, vive el mismo piso del edificio donde vivo. Estaba fuera de si, con un fuerte aliento alcohólico
- Están practicando horribles matanzas en el Coliseo Romano, me dijo. Acabo de verlo. Desarrollan obras con historias dramáticas donde el culpable es interpretado por un condenado a muerte, o un prisionero de guerra y es asesinado de manera espantosa, devorados por bestias o quemados hasta la muerte. Es espantoso, no quise seguir viendo, me dijo casi sollozando.
Después, un poco más tranquilo, comenzó a detallar las instalaciones del Coliseo, sus accesos, los negocios en las inmediaciones, los baños públicos, los prostíbulos y los mercachifles de todo tipo que ofrecían sus baratijas.
Yo estaba intrigado por el manejo de tantos detalles, y él, me usaba como su confidente, ya que nadie le prestaba atención.
Una mañana de domingo, mientras desayunaba en el bar de la esquina, apareció Arturo, visiblemente alterado y sin saludarme se sentó en la silla frente a la mía y dijo con tono misterioso
- Se por qué San Martín abandonó Guayaquil, acabo de verlos y escuché la famosa charla secreta que tuvieron.
- ¿a quién acaba de ver, don Arturo? le contesté confuso.
- A San Martín y a Bolívar discutiendo y pude escuchar lo que decían. Yo se porque San Martín se retiró y dejó a Bolívar continuar con la campaña militar.
A continuación describió la reunión, los uniformes, la mesa sobre la que conversaron y sobre la cual dejaron los sables y los tricornios al sentarse, detalles de los uniformes y hasta los anillos que usaba cada uno. Además, por supuesto, la conversación que tuvieron, con lujo de pormenores.
Daba tantos detalles en su relato, estaba tan convencido de lo que decía, que por curiosidad hice una pequeña investigación. Yo no sabía nada de todo esto, así que busqué algo sobre esto en internet y, para mi sorpresa, pude leer dentro de extenso artículo lo siguiente;
“...la noche del 22 de julio de 1822, Bolívar agasajó a San Martín con un banquete. A mitad del mismo y bajo un estricto secreto de todo lo conversado, tal cual lo convenido, San Martín se retiró hasta el muelle, y se embarcó hacia Perú, dejando en manos de Bolívar parte de su ejército...”
Esto era demasiado. Sentía cada vez más curiosidad. ¿Cómo conocía tantos detalles de tantas cosas? Tantos datos y pormenores tan realistas, que comencé a dudar si esto eran simplemente alucinaciones o había otras razones.
Dos semanas después, un atardecer, mientras llovía copiosamente, llegó al bar más alborotado que de costumbre. Ya estaba bastante tomado. Lo invité a sentarse conmigo, porque no había mesas libres. Tenía curiosidad sobre como había obtenido tantos datos. Temblaba, completamente conmocionado. Quería tratar de calmarlo.
- buenas tardes don Arturo, le dije, siéntese conmigo, le invito una ginebrita.
Aceptó de inmediato. Le ofrecí la ginebra que acababan de servirme. Se la bebió de un trago. Seguía aterrado.
- ¿Cómo está don Arturo?, dije
Trataba de iniciar una conversación para que me contara el motivo de su preocupación y tratar de calmarlo.
- ¿Cómo estoy? ¡Muy mal, acabo de ver la explosión de una bomba de un poder terrorífico en Japón! Seguramente habrán muerto miles de personas...la ciudad casi desapareció por completo y el resto arde en llamas. Hay gente atrapada entre los escombros, en el medio de los incendios, mientras las llamas avanzan hacia ellos.
- ¿lo vio en la televisión?, pegunté
- no, no, lo vi en el espejo, dijo
- ¿en el espejo?... ¿qué espejo?
Lo habré mirado con incredulidad. No pude evitarlo.
- ¿Qué, acaso no me cree?, dijo, venga a mi casa y le mostraré.
- por supuesto que le creo, dije, aunque no lo convencí.
Y comenzó a darme detalles tan realistas de la explosión, de las muertes, los gritos de los heridos, gente deambulando con horrorosas quemaduras, de los incendios, de los olores nauseabundos de los cadáveres en llamas, que me hizo dudar. Se levantó y tomándome del brazo dijo
- Venga, vivimos en el mismo edificio, venga y lo verá usted mismo
Se había puesto de pie y me tomó del brazo para que lo acompañara. Tuve que acompañarlo. Cuando llegamos a su casa, me llamó la atención el completo desorden y el estado de abandono y suciedad del lugar.
- Me llevó al baño y señalando al espejo del botiquín y dijo
- ahí, ahí, mire bien, vaya cambiando el ángulo de visión, porque a veces no se ve nada.
Sólo veía mi imagen reflejada y nada más. Me volví para decirle que no veía nada, cuando de repente y de reojo vislumbré algo increíble: Borges estaba escribiendo uno de sus cuentos. Pude ver que se trataba de Funes el Memorioso. Estaba paralizado por la visión, miraba como hipnotizado mientras Borges escribía: “...más recuerdos tengo yo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo...”.
Retrocedí espantado, sin creer lo que había visto. Era imposible.
Arturo que también lo había visto, salió del baño y se puso a gritar como un loco y a romper todo lo que encontraba a su paso, sillas, muebles, botellas, con tanto estrépito que comenzaron a llegar los vecinos.
Comprendí entonces que estas visiones en el espejo lo habían conducido al alcoholismo y finalmente comenzó a perder la razón. Lo miré y estaba en el living bebiendo grandes tragos de ginebra directamente de la botella.
Miré al espejo nuevamente y después de enfocar la vista en diferentes ángulos, volví a ver a Borges. Escribía. Hasta podía oler la tinta Pelikán de su Parker 51. Por un instante Borges vaciló y presintiendo que alguien lo observaba, levantó la cabeza y nuestros ojos se encontraron. Estaba atónito, igual que yo. Me veía a través del velo de su ceguera incipiente. Se quitó los lentes tratando de ver mejor, o tratando de comprender lo que veía.
Ninguno pudo articular una palabra. Y después de un instante, Borges intentó decirme algo, pero, como ya dije al principio, Arturo fuera de si, entró al baño y dándole un tremendo puñetazo, hizo estallar el espejo en mil pedazos, salpicándome la cara con la sangre que brotó de su mano.
- ¡ese espejo está maldito, dijo, es obra del demonio!
Entonces, sentado en el piso del baño, comencé a sollozar inconsolablemente. Era una pérdida abrumadora, irreparable, definitiva.
Los vecinos contenían a Arturo, tratando de tranquilizarlo.
También había llegado la policía y Arturo les lanzó varias patadas cuando quisieron prenderlo, pero dejó de patear cuando recibió algunos recios bastonazos en las piernas. Lo sacaron esposado. Un policía se acercó y me preguntó que había pasado.
- Arturo -le dije sollozando amargamente- Arturo destruyó de un puñetazo el Aleph, y tal vez ya no haya otro en todo el mundo...¿entiende esta inmensa tragedia?... tal vez el único Aleph en todo el mundo...
El policía, un sargento gordo, me miró con desprecio y ordenó
A este también lo llevamos: está fumado.
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