El cuervo camina con soltura y elegancia, su cuerpo negrísimo se recorta nítido sobre el pasto, que más parece una hermosa alfombra verde. Sus pasos son cortos y ágiles, se mira seguro, confiado de no correr ningún peligro. Yo, lo observo desde la puerta de la cabaña la cual da hacia el jardín; miro su negro plumaje refulgir bajo los rayos de un sol quemante, que agobia. El cuervo voltea la cabeza hacia un lado y hacia otro como buscando algo que se le hubiera perdido, o la inclina buscando quizá un poco de alimento entre las briznas de pasto; levanta el pico orgulloso, digno, retador, como un rey sabedor de su regia presencia.
De pronto, el cuervo voltea y me mira, mira mi rostro, mis ojos. Esto me toma por sorpresa, intento sostener su mirada; un animal (aunque extraordinario) no puede vencerme de esa manera. Sus ojillos parecen taladrarme; tiene la penetrante mirada fija en mí, como si me odiara o me guardara un profundo rencor.
-¿Qué quieres?- musito suavemente, recordando al cuervo de Poe.
Él se pavonea más y ante su actitud me siento incómodo, humillado, menospreciado. A lo mejor quiere reprocharme algo de eso, demostrar que se puede ser libre como él, que nadie le cuestiona sus acciones ni las decisiones que toma, sean buenas o malas. No tiene que rendirle cuentas a nadie ni preocuparse por ir a trabajar, ganar dinero, guardar las apariencias, cumplir con reglas sociales.
Miro su plumaje de noche. Me tiene fascinado.
-Ven, cuervo- lo llamo. Por supuesto que no se acerca ni me hace caso alguno. Me da la espalda; sin previo aviso grazna y extiende las alas echando a volar, raudo, ligero, satisfecho de sí mismo. ¿Y yo?... ¿Acaso estoy contento de ser como soy, de ser lo que soy?... El cuervo se aleja y se pierde entre los árboles; es entonces cuando me embarga una gran tristeza. ¡Cuervo, no sabes cuánto te envidio!
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