Trataba de soportar el frío, la terrible frustración desviada de mi cabeza y las copas de vino.

Dormí tres horas y media simplemente para confirmar que ver el mar es el mejor remedio para la enferma sanidad del olvido, para la eterna simpleza de la destrucción, para el miedo oscuro de la memoria sin sentido y decidir qué hacer con este cuerpo y conmigo.

Todo eso y más, el mar lo puede. Lo puede a través de su clavado horizonte escondido. Una yuxtaposición entre agua y vértigo colonizador, una frontera de cañones de lunas y soles, de barcos y peces, de sal, de sirenas y muerte.

El mar es la siguiente clave. No la pierdas, no la sueltes. Mira hacia la entrada fruncida del destino gitano que recorre sus puertos y muelles. A veces bailando boleros, a veces bailando tangos. Marca el paso en repique, se da una media vuelta y repite. Así es el mar, como revolver un té con la mano.

No espero nada gritando esto a los cuatro vientos.
Sin embargo, estuve feliz en aquel momento.