Sembraba vientos en el cielo y comía aceitunas,
florecía gorriones que dormían en su casa.
Alegre saludaba a un marinero sin conocerlo,
empañaba con su aliento los nuevos amaneceres
y les sacaba lustre con un paño de gaviotas.
De su vientre nacían miles de guitarras y dos violines.
Y así, todos los días. Que es locura, que está mal
despertaban diciendo los vecinos. Para mí se droga,
aseguraba la comadre agitando su almohada de plumas.
Yo la vi bebiendo leche de viejas higueras afirmaba,
contundente y convincente, el cura aportando
su granito de arena. Estuvo en prisión hace unos años
juraba un abuelo en el toque de brisa. La madre,
si, la madre lleva la culpa, la amamantaba al sereno
bajo la luz de la menguante luna, jura el boticario.
No puede seguir así, algo debemos hacer, decían todos.
Decidieron tapiar con leyes y decretos su morada,
prohibirle las salidas a todas horas del día y de la noche también,
que no asomara sus narices sobre la faz de la tierra,
y hasta vedaron que su sombra y su nombre fueran pronunciados.
El cielo se quedó sin vientos y los carozos de aceitunas
ya nunca germinaron, los olivos ni amargos frutos dieron.
Los gorriones huyeron de la tapiada casa, del pueblo y la comarca.
Ningún otro marinero atracó en el inexistente puerto.
De allí en más, mortecinos fueron todos los amaneceres,
se vistieron de negro las gaviotas y sacaron ojos,
no hubo más guitarras, ni violines, ni nada que música hiciera.
Así paso a la historia el pueblo que impidió la Libertad. |