Fue sumamente extraña la conmoción que sentí aquella mañana en que, al finalizar un baño y secar mis pies, noté la falta de uno de mis dedos más pequeños. Miré aterrado y en efecto, no estaba. Sólo una pequeña y delgada cicatriz ocupaba el espacio en mi pálida extremidad, ¿Y mi dedo? - me pregunté - ¿Cuándo lo perdí?.
A pesar de la evidente cicatriz me fui corriendo a la ducha; miré en su interior, luego miré en la cama y hasta en el calcetín que había usado el día anterior, pero nada. Algo aturdido por la impresión tomé el auto y camino al trabajo me fui pensando todo el trayecto, tratando de recordar.
Las obligaciones se impusieron, debí insertarme en lo cotidiano; el trabajo, los papeles, el teléfono y el ánimo cada vez más neurótico de mi jefe. De tanto en tanto me asaltaba el pensamiento; “¿Cuándo?, ¿Cómo?” y no, definitivamente no lograba recordar qué me había pasado, tanto así que incluso pensé en llamar a mi madre para preguntarle.
Los días fueron avanzando con prisa, más de pronto, al ponerme el calcetín, ahí estaba la cicatriz, pero ahora era más extensa. "¡¿Qué?!, ¡No, no puede ser!", los dedos contiguos habían desaparecido también, "¡Dios mío!". Horrorizado miré mi pie con todos sus dedos faltantes, por poco y me vuelvo loco, pero como tenía prisa de irme al trabajo no me dio tiempo a investigar mayormente, sin embargo esa misma mañana llamé a mi madre, quien al otro lado del teléfono me increpó que si me había vuelto loco, que nunca había tenido una amputación ni nada que se le pareciera "mis dedos, mis dedos.. ¿Qué me pasa?, ¡¿Qué me está pasando?!". Esa misma tarde y a recomendación de mi hermana, pedí hora con un siquiatra. Desafortunadamente y para mi desgracia me pusieron una reunión urgente. No pude asistir.
Siguieron pasando los días. A decir verdad me fui acostumbrando a la ausencia de mis dedos, ya no los echaba en falta; podía caminar casi de forma normal así que seguí viviendo sin aquellos pequeños apéndices. Pero una mañana de abril todo fue distinto, puse un pie en el piso y lo único que sentí fue un dolor agudo, seguido de un golpe seco y una caída estrambótica. Ya no había pierna, sólo un muñón. Ese es el último dolor que recuerdo. A veces escucho a mi madre llorar la pérdida de su hijo y de no haber sabido a tiempo que sufría de un desorden de integridad corporal* y pienso "vaya… tampoco recuerdo tener un hermano". Mientras, sigo rengueando, deambulando enajenado entre estas paredes en las que escribo, tratando de mirar al exterior a través de ventanas sin luz y girando perillas de puertas que nadie atraviesa.
M.D
*El desorden de identidad de la integridad corporal o BIID (sigla de Body Integrity Identity Disorder) es una enfermedad psiquiátrica que provoca en el individuo afectado un irresistible deseo por amputarse una o más extremidades sanas del cuerpo.
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