Escucho entristecidamente la voz de una mujer llamando un nombre que no es el mío, pero parece. Un sonido atónito y estupefacto en la neblina de la memoria que corre en el campo del té que tomo. Un recuerdo vago, borroso y perdido en la imagen del tiempo, un pequeño racconto metido en el humo que hierve en las cenizas del cigarro que fumo.

Toser a esta hora es lo de menos.

Me muevo girando la vista gris que poseo y el grito femenino aflora frente a mi cara cansada y desgastada de un fin de semana. Es domingo y aún no lo recuerdo. Veo estrellas destartaladas cruzando el firmamento y en el espacio entre mis manos repito el cuadro de mi mejor pesadilla. Esa misma que está teñida de negro y me roba la vida. Me asusto, me da miedo, corro, lloro y me escondo dentro de ella cubriéndola con mis atuendos.

Toso dos veces más y me detengo.

Desvisto el pecho y las piernas con el desanimado respiro que me resta. Abro los brazos y llamo a la duda desde mi teléfono para que entre en mi pieza. Debería saberme las reglas, dice. Cierto que no es ella, digo. Pero mi mente la transforma, la moldea y la refleja. Me lanza de espalda al mar de las sábanas que me acompañan y discuto con mi sombra si hay forma de detenerla. Niega con la cabeza y me acaricia la nuca mientras me acuesta.

Toso una vez más y se desvela.

Despierto inseguro de mí mismo. Dudo de mis reflejos transgresores del viento y el cemento. Abro las cortinas, las ventanas y lloro nuevamente con descontento. Lo niego una, dos, tres veces y sigue el conteo. Estoy nervioso y no muy alegre. Fue un sueño, nada más, me digo calmando el veneno de la escena en mi mente. El día me dedica su nombre y yo recuerdo que acabo de acostarme con la muerte.