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La llamaron Plácida y plácida es. En las tardes, a la hora en la que habitualmente empiezan a pintar la luna en el firmamento, sale a sentarse sobre una enorme piedra que hace de banca en la puerta de su choza. Empolvada, mas no por coquetería, Plácida contempla desde su endurecido trono la ceremonia incensante de la vida. Un algarrobo gigante anticipa la puerta de la casucha y a lado un gallinero polvoriento tiembla de miedo. No quiere llamar la atención hacia sí.
Una hilera de chozas de barro se dejan estar solitarias a lo largo de la calle, seguras bajo la complicidad de Plácida...
El río se oye allá lejos, un camino pálido y serpenteante celebra conducir hasta su lecho verdeazulado.
Y las montañas, las montañas se dibujan solas en tonos azulados debajo de un cielo amable; llenas de cactus, alpacarras y duendecillos...
Recuerdo cuando Plácida se enamoró, era tan feliz en las montañas!...por su cuerpo lozano la sangre corría fresca y tempestuosa...todas las tardes se perdía en las montañas danzando con el viento silbante, seduciendo voluptuosa al eco de sus voces...
Un día no regresó.
Quienes fueron a rescatarla cuentan que la encontraron encaramada en un árbol, no estaba sola. Un joven duendecillo le trenzaba los cabellos y ella lo acariciaba y le aliñaba el cabello con su saliva.
Tenían a lado un festín de tortillas de caca de vaca y alcaparras...
La multitud corría en horda hacia ellos. El duende sencillamente desapareció; pero no para los ojos de Plácida que angustiada corría tras su amado.
La enlazaron. como a una vaca. Y la encerraron en una choza de la que cada tarde sale a mirar las montañas...con esos ojos de vaca que parece que en cualquier momento van a derretirse...
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Texto agregado el 19-09-2004, y leído por 132
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